Si usted quiere un vívido vistazo de la vida romana en la antigüedad, el mejor lugar para ir, después de la más famosa Pompeya, es Ostia Antica, a unos 30 minutos en tren desde el centro de Roma, cerca de la costa.
Bellamente apacible, rodeado de pinos con forma de sombrillas. A diferencia de Pompeya, En Ostia Antica a menudo uno puede estar solo.
Desde finales del siglo I a.D, Ostia fue uno de los dos puertos principales de la ciudad de Roma. Era donde llegaban muchos de los suministros necesarios para mantener vivo al millón o más de habitantes de la capital.
Y tenía la sórdida reputación que tienen la mayoría de grandes puertos hasta el día de hoy. A principios del siglo II, el escritor satírico Juvenal (quien, hay que reconocer, era uno de los viejos más refunfuñones del mundo antiguo) se lamentaba de la clase de clientela que uno encontraba en un bar de Ostia: “brutos, ladrones, esclavos fugitivos, verdugos, fabricantes de ataúdes” y, quizás algo no muy común en un puerto moderno, “sacerdotes eunucos“.
Ostia no quedó enterrada bajo desechos volcánicos. Sin embargo, eventualmente, a medida que la ciudad de Roma declinó y las importaciones fueron menguando, el puerto entero se desmoronó y la arena, gradualmente, lo cubrió.
Ahora esa arena ya no está y uno puede entrar en esos bares que tuvieron mala reputación y husmear las bodegas comerciales y los edificios de apartamentos. Y no todo es tan antiguo como parece. Parte de lo que ahora se ve data más de los años 1930 que de los 130, gracias a una gran restauración patrocinada por Benito Mussolini.
No obstante, es un lugar que logra transportarlo a uno al pasado. También, un lugar que recientemente se volvió mucho más grande.
Ostia descubierta
Los arqueólogos solían pensar que la ciudad había sido construida solo a un lado del río Tíber, donde se unía con el mar. Pero hace unas semanas se anunció que se extendía sobre las dos riberas, y que era el doble de grande de lo que nos habíamos imaginado.
Ahora sabemos que al otro lado del Tíber había un área construida con un impresionante circuito de muros que protegían la ciudad y varias torres, además de una serie de vastas bodegas: tres ubicadas alrededor de la plaza central y otra, la más grande, de 140 por 110 metros, construida sobre filas de columnas.
En términos históricos, tiene sentido. Las propiedades comerciales de la antigua Ostia siempre habían parecido pequeñas, como si hubieran sido diseñadas para la importación de perlas, especias y otros productos pequeños y valiosos. Finalmente encontramos las bodegas para los productos básicos, para los casi cinco millones de sacos de trigo o 20 millones litros de aceite que se estima debían haber llegado a Roma cada año.
No se ven
Pero no empiece a planear una visita a estos descubrimientos. No han sido excavados.
A simple vista, son invisibles. Son el resultado de sofisticadas técnicas de escaneado que pueden revelar en una pantalla de computador toda clase de estructuras enterradas.
Así es como muchos de los más importantes hallazgos arqueológicos se hacen en la actualidad.
Atrás quedaron los días del arqueólogo prusiano Heinrich Schliemann, quien en la década de 1870 se internó en una tumba subterránea en Micenas, encontró fastuosas sepulturas y al salir exclamó “¡He visto el rostro de Agamenón!“.
Las maravillas arqueológicas de hoy no son resultado de heroicas exploraciones subterráneas, mucho menos de los esfuerzos de adolescentes con sus picas y palas en campos húmedos. Son más que todo “virtuales”.
El pasado en la pantalla
La arqueología virtual no es nueva. Hay una larga historia detrás la ciencia de ver bajo la superficie sin tener que excavar.
Después de que se inventaron los aviones, no le tomó mucho tiempo a la gente darse cuenta de que se podían ver cosas desde el aire que uno no podía detectar cuando estaba en tierra.
En particular, los pastos y cultivos crecen un poco diferente y a ritmos un poco distintos cuando debajo de ellos se esconden restos de muros o cunetas y bancos. Así, aunque uno no los note desde abajo, los patrones son claramente visibles desde arriba.
La ciencia moderna va mucho más lejos y es mucho más sofisticada que eso. Los arqueólogos ahora usan radares, por ejemplo, para penetrar la superficie de la Tierra y detectar lo que está debajo. Miden patrones magnéticos en los suelos, producidos por las diferentes estructuras subterráneas. Y capturan imágenes aún más precisas desde el aire y hasta con satélites espaciales.
Con “vehículos aéreos no tripulados” o drones se pueden tomar aerofotografías. Computadoras de alto poder procesan los datos y los combinan para proveer planes detallados de muros y pisos, huecos e hipocaustos, ocultos por el paso del tiempo.
Ostia es apenas uno de los lugares en los que se han “visto” cosas asombrosas.
En la ciudad romana de Carnuntum, cerca de la Viena moderna, al lado de los restos visibles de un anfiteatro, se han reconstruido virtualmente las huellas de una gran entrada torreada, un mini campo de práctica y lo que parecen ser unas pequeñas habitaciones. No puede ser otra cosa que una escuela de gladiadores, la única encontrada fuera de Roma.
Nostalgia de primera mano
A primera vista, no hay nada de malo con esta nueva ola de arqueología de alta tecnología.
Incluso cuando el equipo es relativamente caro, es mucho más barato que la excavación tradicional, que requiere para la mano emplear pequeños ejércitos. Además, es mucho, mucho más expedita. Y, si uno decide que quiere ver algo más de cerca, apunta al lugar exacto en el cual enterrar la pala.
Pero lo más importante es que deja los restos arqueológicos en donde están más a salvo: bajo tierra. La verdad es que probablemente ya tenemos demasiadas ruinas en el mundo, ciertamente más de las que podemos preservar como nos gustaría.
Expuestas a los elementos, las ruinas se arruinan. Esa es la ley de oro de las ruinas y requiere de un esfuerzo sobrehumano (y vastos recursos) detener el proceso natural.
Entonces, no vale la pena sumar problemas excavando más.
La vieja idea de “ver el rostro de Agamenón” puede ser cursi, pero expresa en parte la emoción que se siente al poder estar cerca del pasado distante.