Poco a poco se fueron adueñando del país y de nuestras vidas. Con la constancia de los que saben lo que quieren, los apropiadores tomaron posesión de la democracia. Y la convirtieron en un instrumento tan solo al servicio de sus propios intereses.
La Argentina tiene en crisis su representación. Pero no solo en lo institucional, lo que ya es ciertamente grave, sino también en lo personal. Quienes emergen como administradores de los intereses de la gente, nada tienen que ver con los deseos, los intereses y las convicciones de sus teóricos representados. Y ello genera un estado de ficción que impulsa al ciudadano a alejarse cada vez más de la cosa pública, y vacía al propio sistema de la participación de nuestra sociedad.
¿Es Luis D’ Elia, en sus pedidos de fusilamiento de un dirigente opositor venezolano, un cabal representante del pensamiento de los argentinos frente a la pena de muerte? Por cierto que no. ¿Y por qué tenemos que aceptar que el Estado destine fortunas mensuales para pagarle sueldos a él, a sus hijos y a sus allegados, como si la sociedad pidiese a gritos que se convierta en parte de la estructura estatal?
¿Es Hebe de Boinafini representante de las madres argentinas y vocera de nuestra convicción acerca de los derechos humanos? Por cierto que no. ¿Y por qué tenemos que soportar sus tropezones síquicos y morales; o la transferencia de miles de millones de pesos del dinero público a sus arcas para que con ellos pague sus caprichos, sus calores adolescentes y sus retorcidas visiones acerca de la moral pública?
¿Es Héctor Timmerman representante de lo que los argentinos pensamos debe ser nuestra relación con el mundo? Por cierto que no. ¿Y por qué debemos asumir mansamente que lleve a la Argentina a ser humillada por los mismos que asesinaron a un centenar de nuestros ciudadanos en el atentado a la AMIA; que nos acollare con populismos autoritarios, nos enemiste con tradicionales aliados y vecinos, y nos reinvente como una nación que nunca fuimos?
La visión mafiosa de Julio Grondona, la chabacanería patética de Marcelo Araujo o la insoportable cantinela proselitista de Fútbol para Todos, ¿son la representación de la histórica relación pueblo-fútbol que ha existido en nuestro país? Por cierto que no. ¿Y por qué tenemos que bajar la cabeza ante el obsceno desvío de dineros públicos para que éstos y otros personajes llenen sus billeteras con el solo expediente de convencer a una Presidente megalómana y amoral de que semejante disparate sirve para engrandecer su imagen?
¿Somos los argentinos una nación que aspira a vivir sin trabajar, aupada en la limosna estatal? Por supuesto que no.
¿Somos una sociedad que pretende mantenerse a “birra y paco”? Por supuesto que no.
¿Creemos que la soberanía depende de que Aerolíneas, del petróleo, del juego, de los servicios públicos y de que todo lo que esté a mano sea manejado por el Estado, encarnado en “amigos del poder”? Por supuesto que no.
¿Somos un país que se siente representado por el garantismo de Zaffaroni y su convicción de que los delincuentes más peligrosos deben convivir con nosotros para que dediquemos nuestro tiempo a “reencauzarlos”? Por supuesto que no.
¿Tienen nuestros jóvenes como parámetro a los ladronzuelos del poder encarnados en la dirigencia de La Cámpora o los parasitarios hijos presidenciales? Por supuesto que no.
¿Hace falta que siga? ¿No son suficientes las enumeraciones? ¿Tiene un límite el avance de este país que no somos por sobre al que no nos dejan construir de acuerdo a nuestras propias convicciones?
Un grupo de personas que tiene todo para tomar del Estado y nada para darle a la Patria se ha adueñado del futuro de cada uno de nosotros. Y están construyendo una Argentina que no es la que siempre soñamos ser: una nación libre, respetuosa, limpia, educada, progresista, respetada, culta, integrada al mundo, honesta, alegre y con futuro.
Y si esa Argentina no recupera la capacidad de representarse a sí misma en el Estado, el futuro inmediato nos encontrará llenos de D’Elias, Bonafinis, Timmermans, Araujos, Grondonas, Máximos, Zaffaronis y otras yerbas.
No es verdad que nada puede hacerse. Y mucho menos cierta es la resignada afirmación de que “ellos” son los únicos que pueden tomar el protagonismo. Porque son muchas las cosas que cada uno de nosotros puede movilizar desde su propio entorno de vida (trabajo, colegio de nuestros hijos, vida gremial, sociedades de fomento, clubes deportivos, ONG y hasta la propia mesa familiar) para que, ladrillo por ladrillo, se vaya levantando el edificio de una nueva cultura democrática.
Esa que desde 1983 hasta hoy ha sido secuestrada por una clase dirigente que solo sabe representarse a sí misma y a sus intereses. La que se convirtió descaradamente en una sumatoria de slogans cada vez más vacíos y cada vez más apegada a un relato que, antes percibíamos y ahora sabemos, es totalmente falso.
Durante treinta años preguntamos sin pausa cuándo iba a llegar el momento en que la “emergencia” diera paso a un tiempo de trabajo creativo que nos permitiese aprovechar tantas oportunidades que se le presentaron al país en el período. Preguntamos y preguntamos. Esperamos, vimos, nos desengañamos y seguimos preguntando. La respuesta está en cada uno de nosotros.