A pesar de la impactante reducción de los homicidios, los hondureños siguieron abandonando su país en tropel en los últimos años. Unos 258,000 de ellos se marcharon en 2016, según el instituto de estadísticas de esa nación.
Hace menos de una década, cuando Honduras era la capital mundial de homicidios y la ciudad industrial de San Pedro Sula era la capital de homicidios de Honduras, el vecindario de Rivera Hernández solía quedar desierto después del anochecer. Los residentes se refugiaban en sus hogares para esconderse de las pandillas asesinas.
Hoy en día, hay menos qué temer. En una cálida noche reciente, adolescentes pateaban un balón de fútbol mientras un vendedor de chips de ñame daba vueltas con un carrito y una banda de música de preparatoria practicaba en las cercanías.
La transformación se debe, en parte, a los cientos de millones de dólares que Estados Unidos ha invertido en ayudar a Honduras a combatir el crimen.
La asistencia fluyó basándose en una simple esperanza: si las calles allí fueran más seguras, menos personas migrarían hacia el norte.
Pero la realidad ha resultado ser mucho más complicada. Si bien la tasa de homicidios en el país disminuyó drásticamente, la cantidad de personas que huyen en los últimos años no ha bajado —algo que se evidenció este otoño, cuando miles de personas se unieron a las caravanas de migrantes y comenzaron a trasladarse al norte—.
Las razones del “éxodo”, como muchos en Honduras se refieren a la reciente migración masiva, van mucho más allá de la violencia. La economía es un desastre, con casi dos tercios de la fuerza laboral desempleada o subempleada. La corrupción endémica y la inestabilidad política también son factores importantes.
“Estamos viendo una acumulación de crisis tras crisis tras crisis”, expuso Lester Ramírez, director de investigaciones en la Asociación para una Sociedad más Justa, una organización sin fines de lucro que recibió ayuda de Estados Unidos por su trabajo contra la violencia. “Mucha gente ha perdido la esperanza”.
De acuerdo con Pew Research center, entre los hondureños deportados de Estados Unidos en 2016, el 96% mencionó las dificultades económicas como la principal razón para marcharse de su país.
Una encuesta realizada en 2018 por un grupo de expertos hondureños, el Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación, arrojó que entre los que tuvieron un familiar que emigró en los últimos cuatro años, el 83% dijo que la razón había sido la inseguridad económica, en comparación con el 11% que señaló como causa la violencia.
“La caravana expuso la realidad de la pobreza, el desempleo y la represión”, consideró el economista hondureño Hugo Noé.
La mejor medida disponible de la inmigración ilegal a Estados Unidos es la cantidad de personas atrapadas en la frontera y, desde el año fiscal 2011 hasta 2014, el número de hondureños detenidos por la Patrulla Fronteriza cada año aumentó de 11,270 a 90,968. Muchos eran niños que viajaban solos y decían huir de las pandillas.
En respuesta, el gobierno de Estados Unidos aumentó considerablemente la ayuda a Honduras, así como a Guatemala y El Salvador, de donde también procedían grandes cantidades de migrantes, y asignó $2,100 millones desde el año fiscal 2016, según el Servicio de Investigación del Congreso.
La mayor parte del dinero se destinó a la lucha contra el delito. En 2016 y 2017, Honduras recibió casi $204 millones para la prevención de la violencia, iniciativas antidrogas, mejoras en el sector de la justicia y otras medidas de seguridad, según el grupo de expertos Washington Office on Latin America. En comparación, $112 millones se destinaron a financiar el crecimiento económico, el desarrollo rural y social y la seguridad alimentaria.
La ayuda de seguridad fue especialmente bienvenida por el presidente Juan Orlando Hernández, quien había hecho campaña en una plataforma contra la violencia y luego ordenó a los militares y la policía que patrullaran intensamente los barrios de alto crimen.
Los asesinatos, que ya habían disminuido durante tres años, continuaron con esa tendencia. En general, el número de homicidios por cada 100,000 personas bajó de un máximo de 87, en 2011, a 44 en 2017, según el Observatorio de Violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
En el vecindario Rivera Hernández, que experimentó una importante inversión de EE.UU., los homicidios se redujeron a la mitad en los últimos años, afirmó Danny Pacheco, un pastor evangélico que dirige un programa contra las pandillas centrado en mejorar la relación de la comunidad con la policía.
El pastor afirmó que las proyecciones de películas al aire libre de su grupo y los partidos de fútbol de pandillas contra policías, que son financiados en parte por Estados Unidos, generalmente garantizan “al menos unas pocas horas de paz”. Aún así, algunos residentes del vecindario se unieron a las recientes caravanas de migrantes, afirmó.
Algunas personas se van de allí porque la violencia en Honduras, aunque reducida, sigue siendo demasiado difícil de soportar, consideró Pacheco. La tasa de homicidios del país es casi nueve veces mayor que la de Estados Unidos y aún se encuentra entre las peores del mundo.
Los residentes en muchas partes de Honduras deben estar atentos a las líneas invisibles que delinean el territorio de las pandillas, y la extorsión de estos grupos está muy extendida. Según los funcionarios hondureños de derechos humanos, más de 1,900 personas se vieron obligadas a abandonar sus hogares en 2016 y 2017 debido a amenazas de muerte, extorsión u otras actividades delictivas de estas agrupaciones.
“Todavía es inaceptable”, aseguró Pacheco, quien sin embargo considera factores más mundanos como los mayores impulsores de la inmigración: las facturas de energía se dispararon, el aumento de los costos de los alimentos y la falta de trabajo.
Ello se vuelve evidente cada vez que trata de persuadir a un mafioso para que deje la vida delictiva, dijo. “Puedo pedirles que abandonen la pandilla, pero no tengo otra cosa que ofrecerles. Incluso si se gradúan de la preparatoria, no pueden conseguir un empleo”.
La inestabilidad política y la corrupción también han dañado la economía y alimentado el deseo de huir de Honduras.
El sistema político ha estado en crisis desde 2009, cuando un golpe de estado apoyado tácitamente por Estados Unidos obligó al presidente a exiliarse. Hernández, el actual mandatario, fue reelegido en 2017 en una votación que, según los observadores internacionales, se vio afectada por el fraude. El hecho desató protestas en todo el país, en las que al menos 16 personas fueron asesinadas por las fuerzas de seguridad del estado.
Mientras los migrantes marchaban hacia el norte, este otoño, muchos gritaban un canto anti-Hernández: “¡Fuera J.O.H.!”.
Estados Unidos apoyó iniciativas contra la corrupción, incluida la purga de más de 5,000 policías nacionales y la capacitación de reclutas. También otorgó al menos $10 millones a la Misión para Apoyar la Lucha contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras, que se creó en 2016 después de que cientos de millones de dólares fueron malversados por el instituto de seguridad social del país.
Pero las reformas propuestas por el grupo fueron obstruidas por los legisladores hondureños, algunos de los cuales son investigados por esa entidad.
Además, nuevos escándalos de corrupción de alto perfil siguen saliendo a la luz. En noviembre, los fiscales de Estados Unidos presentaron cargos por tráfico de drogas contra el hermano del presidente, quien —según dicen— trasladó cocaína a Centroamérica con la ayuda de las autoridades hondureñas.
Cuando el Congreso aumentó la ayuda a Centroamérica, ordenó que una parte del dinero sea retenido hasta que los gobiernos locales demostraran que habían tomado medidas concretas para promover los derechos humanos y frenar la corrupción.
El Departamento de Estado certificó que Honduras cumplió esas condiciones en los años fiscales 2016 y 2017.
Sin embargo, muchas personas se marchan porque no confían en que las cosas mejorarán, consideró Rodolfo Pastor, un portavoz del principal partido de oposición del país, Libre. “La mayoría de la población probablemente está dispuesta a irse si puede”, aseguró. “Y la mayoría de los que pueden, lo hacen”.
Las detenciones de hondureños en la frontera se redujeron significativamente del año fiscal 2014 a 2015, de 90,968 a 33,445 personas, quizás en parte debido a las campañas financiadas por Estados Unidos que precedieron al gran aumento de la ayuda y advierten sobre los riesgos de migrar.
Pero el descenso no duró. La Patrulla Fronteriza detuvo a 52,952 hondureños en el año fiscal 2016, y a 47,260 en 2017.
El gobierno no publicó cifras completas para el año fiscal 2018, pero los datos disponibles muestran un aumento con respecto a 2017 en una medida importante: el número de individuos que fueron detenidos mientras viajaban en unidades familiares que incluyen al menos un niño se incrementó un 76%, a 39,439.
En los últimos años, las familias representaban menos de la mitad de las detenciones.
En la terminal principal de autobuses de San Pedro Sula, cientos de hondureños comienzan la travesía hacia el norte, todos los días.
En una noche reciente, Elminton Hernández, de 26 años, estaba sentado en el bordillo, acunando a su hijo de dos años en sus brazos flacos. Cerca de allí, otro migrante colocaba abrigos para que sus cuatro hijos durmieran mientras esperaban un autobús a Guatemala.
Para Hernández, marcharse significa que su hijo no crezca y se una a una pandilla. Pero la razón principal de su huida es el hambre.
Cuando había empleos en los campos de palmeras, Hernández ganaba $8 por día. Pero después de una reciente sequía, el trabajo escasea y a él le cuesta alimentar a su familia. “Si desayunas, no puedes cenar”, comentó.
Con la llegada de más inmigrantes hondureños a la frontera de Estados Unidos, el número de personas que solicitan asilo también ha aumentado. En los años fiscales 2011 a 2016, un total de 7,350 hondureños pidieron ese beneficio, un aumento del 166% en comparación con los cinco años anteriores, de acuerdo con Transactional Records Access Clearinghouse, un grupo de expertos de la Universidad de Siracusa que recopila datos federales.
Durante ese período, el 80% de las solicitudes de asilo fueron denegadas. Para obtenerlo, los solicitantes deben demostrar que están en riesgo de sufrir violencia por su religión, raza, nacionalidad, afiliación política o “membresía en un grupo social en particular”, que en el pasado incluía ser víctima de violencia de pandillas.
La ley de inmigración no considera ser pobre o estar desempleado como razones válidas.
La administración Trump intentó excluir la violencia de pandillas como una razón para otorgar asilo. También argumenta que los migrantes tienen incentivos para efectuar pedidos falsos porque se les permite vivir en este país mientras sus casos están pendientes.
A la vez, el gobierno intentó reducir la asistencia a la región.
La Casa Blanca solicitó $66 millones para Honduras en su presupuesto de 2019. Este otoño, Trump amenazó con cortar toda ayuda a la zona si Honduras, El Salvador y Guatemala no impedían que las caravanas de migrantes viajaran al norte.
Eso podría significar la pérdida de programas como el que entrenó a Domingo Escalón en vigilancia comunitaria.
Antes confinado en gran medida a su estación de policía, Escalón ahora pasa sus días recorriendo las estrechas calles de tierra del barrio de San Pedro Sula conocido como Bordo del Río Blanco. Hombres y mujeres lo saludan, y niños descalzos gritan su nombre: ¡Escalón!
El nuevo enfoque —ser una presencia constante y útil en el vecindario, en lugar de aparecer solo cuando algo malo sucede— ayudó a reducir la violencia allí, afirmó.
En una tarde reciente, pasó por una pequeña choza al límite de unas pasturas verdes, donde Reina Margarita Ordoño, de 49 años, crió a sus 10 hijos.
Escalón la saludó y luego le preguntó si había tenido noticias de su hijo de 24 años, Elvin. Ella negó con la cabeza.
Con la inestabilidad del trabajo de construcción en Honduras y sin esperanzas de poder pagar la escuela para sus tres hijos, Elvin esperaba ganar dinero en Estados Unidos. Su madre le rogó que no se fuera. “Es mejor estar en tu casa comiendo solo tortillas y sal, que vivir en un lugar extraño”, le dijo.
El joven se marchó de todos modos. Nadie en la familia ha oído de él desde entonces.