Los misiles sobre Kiev esconden las derrotas rusas en el campo de batalla

Los ataques contra la capital y las ciudades ucranianas suponen una estrategia cara, ineficaz –nadie se va a rendir por eso–, desacreditada por la historia y prohibida por las convenciones de Ginebra.

Han tenido que caer dos misiles rusos a pocos metros de la sede de la Unión Europea en Kiev para que los políticos europeos vuelvan a pisar el terreno de la realidad. Más que los 600 drones y los 30 misiles lanzados en una sola noche sobre las ciudades ucranianas, más que las dos decenas largas de civiles asesinados, más que los cadáveres de los niños, les preocupan las ventanas rotas de su local. Solo ahora parecen darse cuenta de que, detrás de los torpes esfuerzos de Donald Trump para poner fin a la guerra de Ucrania –que solo han servido para llenar los titulares de los periódicos de promesas nunca cumplidas… y las agendas de los líderes de estériles reuniones sobre unas garantías de seguridad que solo servirían de algo después de un hipotético acuerdo de paz que no se va a producir– Vladimir Putin sigue a lo suyo.

¿Y qué entiende Putin que es lo suyo? Tratándose de un criminal de guerra –siempre he pensado que lo de presunto sobra cuando el delito es flagrante– lo «suyo» hay que encontrarlo en las dos palabras que definen su perfil: la guerra y el crimen. La guerra de conquista que libra en Ucrania –pero que, no lo olvidemos, tiene por verdadero objeto someter a su propio pueblo– y los crímenes que cada día comete, dentro y fuera de Rusia, sin otro fin que el de satisfacer su hambre de poder.

La guerra
Empecemos por la guerra. En el complicado campo de batalla ucraniano, que sigue dominado por los drones de unos y de otros, apenas hay novedades dignas de mención. Si nos fijamos en el eje prioritario, el de Donetsk, Rusia lleva año y medio tratando de conquistar Pokrovsk –una ciudad que antes de la guerra tenía unos 60.000 habitantes, aproximadamente los que tiene Colmenar Viejo– sin haber conseguido por el momento superar las defensas ucranianas. Los prometedores avances tácticos de hace unas semanas en dirección a la pequeña ciudad de Dobropillia, al norte de Pokrovsk –la única excepción a varios meses de estéril forcejeo– han sido ya neutralizados por los contrataques ucranianos.

En el resto del teatro de operaciones, las anunciadas ofensivas de primavera y verano se han diluido sin conseguir ninguno de sus objetivos. Los nuevos frentes abiertos por las tropas de Putin en las regiones de Járkov, Sumi y Dnipropetrovsk están hoy tan estancados como los del Donbás y Zaporiyia. En definitiva, más de lo mismo.

Los crímenes
Los crímenes de guerra del Ejército ruso son una de sus señas de identidad, un rasgo que se hace patente no solo en los conflictos bélicos, sino también en las operaciones internacionales en las que hemos coincidido cuando nos llevábamos mejor como fue la lucha contra la piratería somalí. Si lo ocurrido en Bucha no se repite es porque las tropas de Putin, esas tropas que con sus botas definen lo que es ruso y lo que no –o eso dice el dictador– apenas consiguen moverse del sitio en el que están. Pero los frecuentes asesinatos de prisioneros ucranianos, que ya no son la excepción sino la regla, demuestran que los Convenios de Ginebra no encajan en su forma de hacer la guerra.

Dmitri Peskov, el payaso listo del Kremlin, niega que Rusia esté atacando objetivos prohibidos. Ellos –dice– nunca lo hacen. Miente, por supuesto. El Derecho Internacional condena los ataques a objetivos civiles, los bombardeos indiscriminados y los que causan daños desproporcionados a los daños causados a la población no combatiente. Por desgracia, el Ejército de Putin es culpable –y múltiples veces reincidente– de los tres crímenes.

Del primero tenemos evidencias cada invierno desde que comenzó la guerra, cuando Rusia se esfuerza lo indecible por destruir las centrales eléctricas que dan calefacción y agua a los hogares de Ucrania. Del segundo, cada vez que sus tropas lanzan sobre las ciudades misiles de modelos anticuados que no tienen la precisión necesaria para diferenciar un almacén de una escuela. Algunos de estos misiles –que afortunadamente se les están terminando– han sido los responsables de las mayores masacres de civiles de la guerra. Del tercero no hay mejor evidencia que lo que acaba de ocurrir en Kiev. Cualquiera que haya sido el teórico objetivo de los misiles rusos –seguro que no se trataba de destruir la sede de la UE pero, a lo mejor, en alguno de los pisos del edificio de enfrente vivía un soldado ucraniano– su valor militar no justificaba una veintena larga de muertos civiles, cuatro de ellos niños.

El precio de la sangre
Los ataques a las ciudades tienen un elevado precio político porque el mundo los rechaza. En Rusia, como en China o en Irán, podrán ocultarse a la opinión pública asegurando que el objetivo de los misiles –el «complejo militar-industrial ucraniano»– se ajustaba a las leyes de guerra. Pero en el Occidente democrático y, sobre todo, en los EE.UU., las acciones de estos días terminan dando la razón a los líderes europeos y poniendo en un aprieto al desconcertado Donald Trump.

Tienen además un precio económico considerable. Es difícil estimar cuánto habrán costado los 600 drones y 30 misiles gastados en una sola noche. En Rusia se fabrica más barato que en Occidente, pero una parte no pequeña de los componentes electrónicos proceden del mercado negro internacional y eso suele encarecerlos. Seguramente el coste del ataque estará en una horquilla entre los 50 y los 100 millones de euros y la factura de cada civil asesinado puede haber ascendido a alrededor de tres millones. Así, ni siquiera Rusia puede ganar una guerra.

Los ataques tienen, por último, un precio en el corazón de los ucranianos. ¿De verdad cree Putin que alguien le va a creer cuando un día dice que los considera un pueblo hermano y a la noche siguiente los mata? ¿Es así como defiende a las que él finge considerar víctimas de un gobierno nazi? A Hamás le hemos oído hablar de bebés sionistas, ¿eran quizá nazis los niños asesinados en sus casas?

Los móviles del crimen
Como he dicho muchas veces, los ataques a Kiev y a las ciudades ucranianas suponen una estrategia cara, ineficaz –nadie se va a rendir por eso–, desacreditada por la historia y prohibida por las convenciones de Ginebra. ¿Por qué, entonces, tienen lugar? Porque, como hemos visto desde el primer invierno de la guerra, son la única cortina de humo que tiene Putin para ocultar cada objetivo prometido pero no alcanzado, cada fracaso de sus tropas.

No busquemos, pues, la explicación de lo ocurrido en la cumbre de Alaska o en la reunión posterior de Trump con Volodimir Zelenski, sino en los contraataques ucranianos cerca de Pokrovsk. La sangre de los civiles asesinados, dulce venganza para unas mentes enfermas de nacionalismo supremacista, es lo único que puede enjugar las lágrimas de los halcones rusos y comprar para Putin todo lo que él necesita salvar del naufragio de Ucrania: la lealtad de los suyos.