Definir la clase media se vuelve una obsesión y una imposibilidad para académicos y también para políticos que la usan como auditorio ideal.
En 2012 un informe del Banco Mundial planteaba que integraban la clase media aquellos que tenían un ingreso entre US$10 y US$50, por día y per cápita. Eso representaba entre 1.455 y 7.275 mensuales. Diferentes organismos señalaron que durante el período que siguió a la crisis del 2001-2002 la clase media habría crecido significativamente, llegando a ser un 57% de la población. Estudios como estos pretendían mostrar que tras la crisis se habría iniciado un ciclo inverso al de los años 1990, cuando miles de argentinos que pertenecían a la clase media se vieron empujados a la pobreza como consecuencia de la creciente desocupación y pauperización de los ingresos.
En estos casos, “clase media” es una categoría predefinida que en cierto modo sirve para que sepamos si la población empobreció o mejoró, qué masa de población lo hizo y cuánto tardó en hacerlo. Como es fácil advertir, la categoría mediría a los que presuntamente no son ni “pobres” o “excluidos”, pero tampoco “ricos”. Obviamente, esto es relativo, en la medida que la clase media más rica está bastante lejos de la más pobre y más cerca de los “auténticos ricos”; mientras que, a su vez, la más pobre está cerca de los “auténticos pobres”. Cualquiera podría preguntarse por qué aquellos que ocupan los extremos de la clase media no forman parte de los “auténticos” ricos o pobres. Los expertos se encuentran a menudo con esta dificultad y, por consiguiente, discuten sobre los criterios que permiten considerar el límite de una categoría clasificatoria en relación a otra. No es necesario insistir sobre la importancia de estos análisis para, al mismo tiempo, plantear sus dificultades cuando se pretende entender cómo piensan y actúan las personas.
En efecto, considerando la amplitud de la categoría en los estudios cuantitativos nos percatamos de su heterogeneidad. Por supuesto, toda categoría clasificatoria enfatiza algunos aspectos por sobre otros: lo mismo podemos esperar de “clase alta” y “baja”, u “obrera” y “capitalista”. En el caso de la clase media, conviven en una misma categoría individuos y familias de niveles de ingreso y estilos de vida muy disímiles. Aún más: la categoría incluye asalariados y no asalariados, personas con competencias adquiridas en el sistema de educación formal y otras autodidactas, trabajadores del sector público y privado. Englobamos bajo una misma denominación a profesionales, comerciantes, cuentapropistas, oficinistas, gerentes, maestros… Todo indica que lo razonable sería abandonar una categoría tan imprecisa. Pero las cosas no son tan sencillas.
En efecto, “clase media” no es solo una categoría experta. También es un término al cual apelamos en la vida social para clasificar personas, objetos y lugares. Nos reconocemos como “clase media” para equipararnos o diferenciarnos de otros. Nos interesa sobre todo saber si estamos por encima o por debajo de otros. Ponemos en juego una suerte de mapa mental pero a la vez práctico y espontáneo por el cual distinguimos bienes y servicios que se deben poseer o aspirar, barrios en los que se debe o debería vivir, lugares que se deberían visitar, ropa que se debe o debería vestir, marcas aprobadas y desaprobadas… Nunca es suficiente aclarar que el acceso a estos bienes es el producto de una estructura social desigual, pero estos sistemas de clasificación ordenan nuestras experiencias respecto de los niveles y estilos de vida, posesiones o consumos y a la vez los evalúan en términos morales. La clasificación no es neutral: la clasificación pretende jerarquizar moralmente, evalúa, distingue lo apropiado y lo inapropiado, lo correcto e incorrecto, lo admisible e inadmisible. Entre nosotros circulan términos de uso informal no público, con propósitos descalificatorios, muchos de ellos con un carácter racista notorio. ¿De dónde proceden estos esquemas?
Las investigaciones históricas y etnográficas han puesto de manifiesto que estos esquemas responden a un gran relato, que se confunde con la idea misma de la Nación. Yo lo denomino “el relato de origen de la clase media”, el cual cuenta la historia de un antepasado (padre, abuelo, bisabuelo) que migró al país desde Europa, trabajó duramente y realizó sacrificios para que sus descendientes pudieran progresar a través del comercio o de la educación. Lo he escuchado en historias de vida de personas que o bien intentaban explicar su éxito personal o su caída en la pobreza debido al desempleo, la quiebra de su empresa o la subsistencia diaria con una jubilación mínima. También existe en el discurso público, en las promesas de campaña o en las palabras de apertura de un presidente. Lo invocaron Macri y Scioli. Néstor Kirchner llamó a “reconstruir el país de clase media”. Cristina Kirchner se autodefinió como fruto de la movilidad ascendente que la llevó a presidente (aunque ella también apeló a otra caracterización de la clase media, a la que me referiré en breve). La no identificación de este relato llevó a que algunos estudios sobre los “nuevos pobres” en la década de 1990 (sectores medios empobrecidos) se plegaran a la idea de una crisis de los valores e identidades tradicionales de clase media. Con la recuperación económica post-crisis, allí estaba vivo el relato, tanto como proyecto político y como paradigma para interpretar el destino personal, fuese venturoso o infausto.
Si las clasificaciones son evaluaciones morales, el paradigma en el que se sustentan también lo es. El relato de origen de la clase media plantea un camino virtuoso que pretende hacer inteligible el ascenso social entendido como éxito personal. En consecuencia, hay caminos considerados no virtuosos. Este relato desacredita ciertas formas de ascenso social. Por ejemplo, aunque resulta sensato pensar que el estado debe generar o impulsar trabajo antes que mantener eternamente los planes sociales, son usuales las argumentaciones que adjudican a los sectores beneficiados “desinterés por el trabajo”, “vagancia”, “poco apego al esfuerzo”, “falta de deseo de progresar…” ¡en tanto características étnico-nacionales! Estas expresiones nunca alcanzan carácter público: pululan en la informalidad y el anonimato. Una posible conclusión sería que la contrapartida no explícita de ponderar las genealogías de origen europeo por parte del relato de origen es despreciar otras, especialmente las de algunos países latinoamericanos o provincias del norte de nuestro país.
No pretendo caer en el lugar común que ve una conexión necesaria entre la clase media y el pensamiento “de derecha”. Fueron muchos los que vieron en la crisis que enfrentó al gobierno de Cristina Kirchner con sectores agropecuarios, varias marchas de protesta contra el gobierno nacional (como en noviembre de 2012) o la marcha de febrero de 2015 por el fiscal Nisman como “movilizaciones de clase media” por su composición socio-económica y su ideología contraria a los “intereses populares”. Pero esta aseveración podría considerarse una contra-versión del relato de origen. La ambigüedad de la categoría de clase media se patentiza en estas situaciones: personas de similares o iguales ingresos, localizaciones y patrones residenciales, estilos de vestir, gustos estéticos y culinarios, se han alineado políticamente en forma diferente. Tenemos que entender mejor cómo se producen estos alineamientos y no pensar estereotipadamente, aun cuando todos los días apelamos a estereotipos para organizar la realidad social.
Y es aquí donde la investigación científica puede y debe hacer un aporte sustancial para modificar esta costumbre a pensar en términos de estereotipos, así como presuponer conexiones entre niveles/condiciones de vida y creencias/acciones. La imprecisión que debilita la noción de clase media como instrumento conceptual en manos de científicos sociales, constituye al mismo tiempo su fortaleza cuando es empleada en la vida práctica. Sumándose a esfuerzos paralelos en todo el mundo, los investigadores en nuestro país están empeñados en entender cómo diferentes sectores que apelan a esta forma de tipificación se han formado; y cómo la misma identificación, el esquema clasificatorio que integra y la narrativa que la alimenta se han constituido y operan en términos prácticos en la vida social. Un esfuerzo que debería ayudarnos a comprender nuestra insistente invocación a la clase media como paradigma de lo nacional.