Marta Romo, experta en neurociencia: “Parece que estamos cansados de nuestra propia vida; no del trabajo, sino de vivir. Hay tanto ruido, dentro y fuera, que acabamos fragmentando el cerebro y viviendo en la superficie”

En su libro ‘Hiperdesconexión’, la pedagoga advierte que vivimos atrapados en una “reingeniería social” diseñada para mantenernos distraídos y reactivos, y propone un antídoto: recuperar la atención, el cuerpo y la presencia como actos de resistencia.

¿Cuántas veces nos pasa que cogemos el móvil para mirar algo, nos distraemos con otra cosa y nos olvidamos de lo que íbamos a buscar? Y lo que es peor: ¿cuántas veces nos pasa que, tras volver a lo que estuviéramos haciendo en “el mundo real”, tampoco nos acordamos?

Esta situación no es solo común en la era de la hiperconectividad, sino que se ha convertido en una de las tantísimas situaciones que están definiendo a nuestros días. Desde la irrupción de las redes sociales y la conectividad global, cada vez vivimos más saturados por una sociedad que nos arrastra hacia adelante sin que podamos resistirnos a ella.

Marta Romo, pedagoga licenciada por la Universidad Complutense de Madrid y experta en Neuropsicoeducación por la Asociación Educar (Argentina), además de CEO de BeUp, ha puesto todo su expertise en neurociencia al servicio de analizar esta situación. En el libro Hiperdesconexión, Romo propone un cambio de paradigma urgente: dejar de huir hacia la pantalla y aprender, de una vez por todas, a reconectar con lo esencial. Hablamos con ella para entender mejor su propuesta.

¿Qué te llevó a darte cuenta de la necesidad que tenemos de “hiperdesconectar”?

Mi propia vida. En 2023 tuve una experiencia personal muy fuerte con mi madre, que me hizo darme cuenta de algo esencial: me había desconectado por completo de lo que realmente importa. De mí misma, de mi entorno… Y por eso el libro habla de una paradoja: vivimos convencidos de que estamos conectados todo el tiempo, pero en realidad estamos cada vez más desconectados. Cada vez que nos enganchamos a un dispositivo, que entramos en ese modo de hiperproductividad, lo que realmente hacemos es desconectarnos de nosotros mismos. Esa es la gran paradoja.

Es curioso que tengamos que tocar fondo para darnos cuenta de que hemos puesto el “modo automático”.

Claro, es una pena, pero es verdad que es así. Pasa con todo el mundo. No dejo de escuchar frases como “no puedo con mi vida”. Esa sensación de llegar a casa y necesitar desconectarte por completo: decir “quiero ver una serie” o “voy a ponerme a hacer scrolling sin pensar en nada”. Parece que estamos cansados de nuestra propia vida. No del trabajo, sino de vivir. Hay tanto ruido, dentro y fuera: notificaciones, prisas, tareas, conversaciones que se quedan en la superficie… Mandas un audio por WhatsApp y la persona no siempre contesta al momento, así que la conversación se queda colgada, fragmentada, hasta que el otro decide retomarla. Todo eso genera desconcierto y fragmenta nuestro cerebro.

En el libro propones combatir contra eso: apostar por la hiperdesconexión. ¿Qué significa este término y cómo llegaste a él?

Para mí, la hiperdesconexión es una paradoja, un juego de palabras. Mucha gente dice: “tenemos que desconectarnos”, pero yo pienso justo al revés: lo que necesitamos es conectarnos, pero a la vida, no a los dispositivos. Esa es la paradoja que recorre el concepto y el libro: para florecer en la era de la conexión digital, no hace falta desconectarse, sino aprender a conectarse mejor con lo esencial.

¿Y cómo lo hacemos?

Eligiendo bien en qué invertimos nuestro tiempo, diciendo más veces que no y liberando la agenda de cosas que no aportan valor. No se trata de vivir sin tecnología, sino de usarla en su justa medida. Creo que estamos en una etapa de transición en la que han irrumpido muchas tecnologías disruptivas, pero nosotros no estamos transicionando: seguimos viviendo igual que antes, con los mismos hábitos, el mismo ritmo, las mismas exigencias… Y ya no tiene sentido.

¿Estamos perdiendo capacidades mentales?

Sí, estamos sufriendo una fragmentación de nuestra atención. Cada vez nos cuesta más concentrarnos, pero no porque hayamos perdido capacidad —porque capacidad atencional tenemos—, sino por un problema de uso. No estamos ejercitando esa atención de manera sostenida. También se está viendo un impacto claro en la memoria: estamos externalizando nuestra memoria en los dispositivos, y eso hace que cada vez recordemos menos cosas.

¿A qué te refieres?

Piensa en alguien que va a un concierto y pasa todo el tiempo grabando vídeos o sacando fotos: en realidad no está viviendo el concierto emocionalmente, y luego, curiosamente, no conserva el recuerdo de haber estado allí. Hay un impacto en la atención, en la memoria, y también en nuestras emociones. Cada vez tenemos emociones más complejas que nos cuesta identificar y gestionar. Y, además, hay un impacto físico: vivimos con un cansancio constante, con poca energía. Hemos normalizado levantarnos cansados, convivir con dolor de cabeza o dormir mal, como si fuera algo natural, y no lo es. No debería ser así. Deberíamos despertarnos llenos de energía. Y, por supuesto, todo esto también está debilitando nuestras relaciones personales.

¿Qué papel juega la empatía en todo esto? Da la sensación de que también nos está volviendo emocionalmente más planos.

Pues sí. La empatía es una de las capacidades más humanas que tenemos, y empieza por algo muy básico: comprender al otro. Una vez que comprendes, entra la dimensión emocional. Si empatizo contigo, me acerco, me caes bien, quiero estar cerca de ti. Si antipatizo, me alejo. Y si apatizo, me resultas indiferente. Pero ese primer paso de empatizar —esa parte racional que busca comprender tu historia, conocerte— necesita tiempo, profundidad, contacto visual y escucha activa. Y hoy vamos tan rápido en nuestras relaciones que apenas dejamos espacio para eso. Saltamos directamente a la parte emocional: “este me cae bien”, “este me cae mal”, sin haber empatizado realmente. Vamos tan deprisa que no hay espacio para la reflexión ni para la conexión profunda. Nos relacionamos casi todo el tiempo desde la emoción inmediata, desde el impulso.

Además, la conexión con las redes sociales nos lleva mucho a los extremos. O sentimos una simpatía y apoyo absolutos, o un odio profundo. No hay término medio.

Total, eso es. Nos hemos ido emocionalmente al otro extremo. Venimos de una época muy racionalista, muy intelectual —con Descartes y toda esa tradición del pensamiento lógico y analítico—, y ahora hemos girado completamente hacia el polo contrario: lo emocional. Hoy todo es emoción pura y dura. Y, sin embargo, necesitamos también la parte racional para equilibrar, para darle contexto y dimensión a lo que sentimos. Cuando nos movemos solo desde lo emocional, nos polarizamos enseguida. Ya no es solo “me caes mal”, sino “estás en contra de mí”. Y eso es muy preocupante, porque se ve claramente en las redes sociales y también en la calle.

También hablas mucho del “mundo del SÍSÍSÍ”, del decir sí a todo, que tiene mucho que ver con la saturación de hoy en día.

El “mundo del SÍSÍSÍ” parte de una metáfora: vivimos rodeados de opciones, en una nueva normalidad donde todo parece posible. Habitamos en un “sí infinito”. Las tecnologías, incluida la inteligencia artificial, nos prometieron ahorrar tiempo, pero en realidad lo hemos llenado de más cosas. No renunciamos a nada. Estamos atrapados en la sobreabundancia. Vivimos en un universo de ocio y posibilidades infinitas. En teoría, debería ser liberador, pero se ha convertido en una carga. Por ejemplo, no sé si te pasa, pero yo a veces quiero ver una película, abro Netflix o cualquier otra plataforma, y me cuesta muchísimo elegir. Hay tantas opciones que acaba siendo agotador.

Y acabas sin ver nada.

Totalmente, es tremendo. Este “mundo del sí infinito” lo descompongo en tres binomios. El primero es que se trata de un mundo superficial e inmediato. Nos impacientamos si una página tarda más de tres segundos en cargarse. Lo queremos todo ya. Pedimos comida con un click, esperamos respuestas instantáneas, y esa inmediatez nos lleva a preferir la superficialidad frente a la profundidad. Esa inmediatez nos lleva a preferir la superficialidad frente a la profundidad.

¿Cuál es el segundo binomio?

El segundo binomio es el de lo sensible e irreflexivo. Lo que decíamos antes: el predominio absoluto de la emoción está transformando la forma en que interpretamos el mundo. Lo emocional ha desplazado a lo racional, y en este nuevo orden no importa tanto lo que es cierto, sino lo que se siente como cierto. Esto se refleja en muchos ámbitos, especialmente en la vida social y política. Ya casi no hay debate, porque lo emocional lo domina todo.

Y luego está el tema de las fake news, que encajan perfectamente con esta realidad.

Exacto. No cuestionamos nada. Lo damos por cierto sin contrastar. Y eso nos lleva al último binomio: el de estar sobrecargados e inactivos. Tenemos las agendas llenas, no cabe una cosa más. Y además, se espera que seamos perfectos en todos los roles: como profesionales, como padres o madres, como amigos, como pareja… Esta exigencia de productividad vital constante nos deja agotados. Y ese agotamiento nos lleva, paradójicamente, a la pasividad. Estamos tan cansados que acabamos sin energía para actuar.

Me da la sensación de que esta sobrecarga es especialmente fuerte en las mujeres.

Sí, totalmente. Tenemos un nivel de autoexigencia enorme. Y creo que esto también tiene que ver con algo más profundo: con el locus de control interno que solemos tener las mujeres. Tendemos a pensar que todo pasa por nosotras, que todo depende de lo que hagamos o dejemos de hacer. Y eso genera una presión constante. De hecho, hay datos que lo confirman. En todo lo que tiene que ver con el bienestar digital, por ejemplo, se observa claramente ese sesgo de género. Las mujeres presentan mayores niveles de saturación, cansancio y sensación de culpa asociados al uso de la tecnología y a la carga mental cotidiana.

¿Qué hay del aburrimiento? Los niños ya no parecen tener espacio para aburrirse, y parece ser un motor importante de la creatividad a largo plazo.

Hace unos años escribí un post precisamente sobre eso: sobre “poner de moda el aburrimiento”. Porque tiene un valor enorme a nivel cerebral. El aburrimiento activa zonas del cerebro relacionadas con la creatividad, permite que surjan nuevas ideas y conexiones remotas entre conceptos. Tú lo has dicho: el aburrimiento es el germen de los procesos creativos. De hecho, los procesos creativos suelen nacer del hartazgo o del aburrimiento, de esa necesidad de cambiar las cosas. Pero hoy los padres vivimos obsesionados con entretener a nuestros hijos todo el tiempo. Hemos asumido el papel de animadores. Además de ser padres, somos los encargados de que nunca se aburran, y eso es una sobrecarga más.

Muchos padres, cansados, prefieren entretener al hijo con cualquier caso que aguantar sus posibles berrinches por estar aburridos.

Claro, exactamente. Ahí es donde nos estamos equivocando. Igual que con la paciencia: tampoco les entrenamos en eso. Les damos todo al momento, y eso impide que desarrollen la capacidad de esperar, de tolerar la frustración o de manejar el aburrimiento. Son aprendizajes fundamentales para la vida, y los estamos anulando.

En el libro incluyes una parte sobre el reto de 22 días para reconectar, una especie de protocolo práctico para empezar este cambio. ¿Podrías darnos algún consejo sobre por dónde empezar?

Lo que más sentido tiene de este reto es trabajar con los hábitos. Los hábitos son comportamientos sostenibles en el tiempo, y ahí entra en juego la repetición. No importa tanto si son 22 días, tres meses o el tiempo que necesites: la clave está en la constancia. Repetir un nuevo comportamiento el tiempo suficiente acaba generando una transformación real e integrándolo en tu vida. El reto de los 22 días está planteado para que pases por varias fases: primero, conectar con tu atención; luego, con tu cuerpo; después, con tus relaciones más cercanas; y finalmente, tomar una decisión basada en lo que hayas experimentado.

¿Y por dónde empezamos?

Hay aspectos muy básicos que marcan una gran diferencia. Uno de ellos, el más esencial, es el sueño. La mayoría de la gente con la que hablo tiene problemas de sueño, y eso me parece alarmante. Antes era algo puntual, pero hoy casi todo el mundo duerme mal: no descansa, le cuesta conciliar el sueño o duerme pocas horas. Y el sueño es la base de todo. Es fundamental para el buen funcionamiento del cerebro, del cuerpo y de nuestros ritmos biológicos. Sin un descanso adecuado, todo lo demás se desajusta. Se puede comenzar con cuidar la higiene del sueño: cómo te preparas para irte a la cama, qué haces antes de dormir, cómo desconectas del móvil. Todo eso influye mucho.

En el libro cuentas que el cuerpo es el gran olvidado del cerebro. ¿Por qué moverse, dormir bien o respirar son actos que pueden ayudarnos tanto en todo esto?

Bueno, porque el cuerpo es el cerebro. A menudo pensamos que el cerebro está solo en la cabeza, pero no es así: el sistema nervioso se extiende por todo el cuerpo. Tenemos neuronas en los nervios, distribuidas por todo nuestro organismo. Por eso, una de las mejores formas de mantener el cerebro sano y en forma es a través del movimiento. El movimiento envía información constante al cerebro.

¿Algún consejo para mejorar nuestra mente desde nuestro cuerpo?

Por ejemplo, la postura corporal ya transmite mensajes. No es lo mismo estar con los hombros caídos y la cabeza agachada —como cuando miramos el móvil— que tener el pecho abierto y la cabeza erguida. En la primera postura, estás enviando a tu cerebro un mensaje de cansancio, y se ha comprobado que cuando adoptamos esa posición, tendemos a recordar cosas negativas o asociadas a emociones tristes o traumáticas. Además, respiramos peor, porque la capacidad pulmonar disminuye. En cambio, cuando abrimos el pecho, echamos los hombros hacia atrás y levantamos la cabeza, el mensaje que enviamos es de energía y empoderamiento. Esa postura favorece que el cerebro se enfoque más en lo positivo. Y esto no es una metáfora: está científicamente demostrado.

¿Cómo conseguimos poner el foco en un mundo sobresaturado de posibilidades?

Una de las mejores maneras de liderar tu atención es tener claro el propósito detrás de cada acción. Antes de empezar una tarea o una conversación, dedica un momento a preguntarte: ¿para qué quiero hacer esto? ¿Qué quiero conseguir, aprender o descubrir? Cuando te planteas estas preguntas, tu atención se alinea automáticamente con ese propósito, y reduces muchísimo las probabilidades de distraerte. Por otro lado, la atención también está muy vinculada al cuerpo. Cuando te distraes o interrumpes tu concentración, muchas veces es porque el cuerpo está intentando decirte algo. Estás trabajando o estudiando y de repente coges el móvil y entras en redes sociales… Quizás, en realidad, lo que necesitas en ese momento no es el móvil, sino una conexión auténtica, una pausa o moverte un poco.

¿Qué práctica sencilla podemos aplicar para contrarrestar esto un poco?

Para mí, la clave está justo en ese momento de impulso. Cuando sientas la necesidad de coger el móvil, detente y pregúntate: “¿Qué necesito ahora mismo?”. A lo mejor lo que necesitas no es mirar el teléfono, sino levantarte, estirarte, beber agua o simplemente desconectar un segundo de otra manera. El móvil se convierte en el recurso más fácil porque siempre está cerca —en la mesa, en el bolso, en la mochila—, pero casi nunca es la verdadera necesidad.

¿Cuál dirías que es la generación más dañada por la hiperconexión? Se habla mucho de la Generación Z, pero lo veo como algo global.

Creo que cada generación está pagando su propio precio, pero aun así te diría que la Generación Z, los que están entre los 13 y los veintipocos años, son los más afectados. Los alfa todavía son pequeños, pero ya les llegará. Pero los Z sí están mostrando problemas serios de adicción, y eso es especialmente preocupante porque sus cerebros aún no están completamente desarrollados. La corteza prefrontal —la parte encargada del autocontrol, la planificación y la toma de decisiones— es la última en madurar, y precisamente es la que más se está viendo afectada. En consecuencia, tienen mucha más dificultad para regularse y para ejercer la voluntad.

¿Y qué hay del resto de generaciones?

Los millennials e incluso parte de la Generación X también están sufriendo mucho, pero por otras razones. Están atrapados en un modelo continuista: aplican las reglas que funcionaban en el pasado en un presente que ya no se parece en nada. Y eso los sobrecarga. En cambio, los Z, dentro de todo, saben moverse mejor. Son más asertivos, valoran más su tiempo y su bienestar, y no están tan atrapados en la cultura del workaholism.

¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo y cuál deberíamos comenzar a construir?

Creo que estamos siendo profundamente inconscientes. Nos dejamos llevar, como decía antes, por una especie de diseño o reingeniería social que responde a los intereses de unos pocos. No sé si llamarlos élites o de otra forma, pero sí hay un interés mercantilista claro: comerciar con nuestra atención, mantenernos enganchados. Y el problema es que no somos conscientes del tipo de sociedad que estamos construyendo. Cada decisión que tomamos, cada click, cada acción, contribuye a crear ese futuro. Pero no lo percibimos. Es como la metáfora de la rana hervida: el agua se calienta poco a poco y no te das cuenta hasta que ya es demasiado tarde.

¿Y ya es demasiado tarde?

Bueno, desde luego estamos creando una sociedad efímera, un mundo líquido donde nada perdura, nada se piensa con calma, donde lo viral vale más que lo importante. Y lo más alarmante es lo que muestra la inversión del Efecto Flynn: por primera vez en la historia, los jóvenes están obteniendo peores resultados cognitivos que la generación anterior. No es que sean menos inteligentes, sino que sus cerebros se están empobreciendo. Estamos presenciando una especie de involución cognitiva.

Como que hemos llegado al límite y ahora vamos hacia atrás, ¿no?

Exactamente, sí. Es como si hubiéramos tocado techo y ahora empezáramos una especie de regreso a lo primitivo. Fíjate que cada vez más gente joven está volviendo a lo ancestral: alimentación natural, caminar descalzos, estilos de vida más básicos, desconectados del ruido digital… Y eso tiene cosas muy interesantes, claro, pero también ciertos riesgos. Me imagino que en el futuro podrían convivir dos sociedades: una que sigue avanzando en esta hipertecnologización y otra que decide volver a los orígenes, a una vida más sencilla. En algún momento, esas dos corrientes se van a tener que encontrar.