Las estrecheces de las familias refugiadas por la guerra en Siria en el país vecino derivan en un alza de los enlaces concertados a edades cada vez más tempranas.
Neila Zubur juguetea con una reluciente pulsera de oro y a cada pregunta se reajusta tímidamente el velo sobre la frente. La sortija que lleva es parte de la dote que acaba de recibir a los 14 años tras ser casada por su familia en un asentamiento informal para refugiados sirios de la localidad libanesa de Arsal, fronteriza con Siria. El desplome de la economía libanesa produce estragos en la población más vulnerable, como es el caso de los huidos de una guerra que dura ya una década. Empujadas por la necesidad, cada vez son más las familias sirias que arreglan un matrimonio para sus hijas menores con el fin de reducir las bocas que alimentar.
Un día, a comienzos de año y de improviso, el joven sirio Miri, de 20 años, se presentó en la tienda de la familia y pidió su mano. El padre de Zubur le consultó y ella asintió sin siquiera haber visto el rostro del prometido o intercambiado una sola palabra con él. “Nassib”, zanja la cuestión la joven recurriendo al término que se emplea en árabe para referirse a aquello que viene destinado en la vida. A su corta edad, la vida ya se ha cebado con ella: tenía cinco años cuando estalló la guerra siria en 2011. Había cumplido siete cuando la familia huyó de su pueblo natal en Qalamun, región del oeste de Siria, para buscar cobijo en el vecino Líbano. Y 11 cuando el recrudecimiento de los combates entre yihadistas del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) y soldados libaneses obligó a su familia a huir de nuevo, esta vez dentro de Líbano para instalarse en el campo Wafaa al Outhman de Arsal.
“Intercambiamos varias fotos y mensajes por WhatsApp durante un mes y luego nos casamos”, acierta a decir Zubur antes de que su suegra, Wafaa Al Qadi, de 57 años, monopolice la conversación con la adolescente. “Mi hijo trabaja en la cantera de piedras y se han mudado solos a una tienda”, afirma la mujer. Las canteras de Arsal son la principal fuente de trabajo en esta localidad. Se pagan tres euros por jornada.
En el último año, la mitad de los 4,5 millones de libaneses ha caído bajo el umbral de pobreza. En cuanto a los sirios, nueve de cada 10 sobreviven a duras penas en una pobreza extrema, según datos de la ONU, que registra 865.000 refugiados. Por su parte, el Gobierno libanés eleva a más de 1,5 millones los sirios que viven en su territorio. Y si en el país hay un sirio por cada tres libaneses, en Arsal hay más acogidos que población local, con unos 65.000 sirios frente a 35.000 libaneses.
El valor de la libra libanesa frente al dólar se ha desplomado un 80% en los últimos 15 meses, lo que ha reducido drásticamente la capacidad de compra de los refugiados (y del resto de la población). Además, las ayudas familiares que reciben de la ONU han pasado de 143 a 40 euros al mes. Reducir los gastos en la formación de sus hijos ha sido uno de los mecanismos a los que han recurrido las familias refugiadas para hacer frente a la escasez; otra vía han sido los matrimonios de menores. La Agencia para los Refugiados de la ONU (ACNUR) ha registrado un incremento de estos casamientos desde el comienzo de la pandemia entre la población siria. En áreas como Beirut o Monte Líbano, donde viven cerca de 207.000 acogidos, el aumento es de un 6% desde el tercer trimestre de 2020, afirma en conversación telefónica la portavoz del organismo en Líbano, Lisa Abou Khaled.
En la empobrecida y congestionada Arsal, las cifras de casamientos infantiles son mayores. “El número de matrimonios de menores ha aumentado entre un 30% y un 35% desde que comenzó la pandemia”, estima en Beirut Ziad Abou Hoch, presidente de la ONG Urda Spain. Presente en esta localidad desde hace una década, Urda ha realizado un muestreo reciente sobre 2.000 matrimonios que concluye que un 21% se ha celebrado con una menor de edad. “Trabajamos de forma holística con la familia y en particular con el padre así como con campañas de sensibilización destinadas a la comunidad de refugiados”, acota Abou Hoch. Son enlaces que pueden ser registrados legalmente en Líbano. En el país conviven 18 confesiones oficiales que rigen en códigos propios cuestiones del estatus personal y reconocen el casamiento de menores desde los 14 años. Dos de esos códigos, musulmanes, estipulan en nueve la edad mínima de las niñas para ser casadas con autorización paterna.
Las organizaciones libanesas de defensa de los derechos de la mujer como Kafa (“Basta”, en árabe) luchan desde hace más de una década contra la ley que ampara el matrimonio de menores, aunque la propuesta “sigue en los cajones del Parlamento y no en la agenda”, afirma la cofundadora de la organización Zoya Rouhana en un correo electrónico. En el camino han ganado importantes batallas como la abolición en 2017 del artículo 522 del Código Penal libanés, por el que el violador de una mujer, incluso si esta era menor, podía eludir la cárcel si se casaba con su víctima.
Infancias robadas
De vuelta en la tienda de Neila Zubur, la suegra explica su elección: “Mi hijo quería casarse y mi cuñado nos aseguró que era una buena chica. Además, a los 14 las nueras son más dóciles y fáciles de educar que a los 18”. Las nupcias parecen convenir a todas las partes involucradas: a la suegra, al joven que quería casarse y a unos padres de la novia que ya no podían hacer frente a las necesidades de cinco hijos.
“Los padres casan hoy a sus hijas a edades más tempranas, con 13 o 14 años, respecto a 2019, cuando la media de edad oscilaba entre los 16 y 17”, señala la portavoz de ACNUR. Más jóvenes y cada vez son más, pero las bodas de menores no son una novedad. “Me robaron mi juventud. A los 14 años me casaron con un hombre de 31. Yo solo quería salir a la calle a jugar con mis amigas, pero me dijeron que no, que yo ya era una mujer porque estaba embarazada”, relata apesadumbrada la siria Turfa Nasser, quien ha parido nueve hijos antes de cumplir los 35. Por su tienda de Arsal han desfilado ya tres jóvenes para solicitar la mano de su hija mayor, Ghada, de 18 años. Nasser se niega en rotundo a un matrimonio hasta que la joven sea capaz “de decidir por sí misma lo que quiere de la vida”. Lo más difícil de sobrellevar en su caso, asegura, fue que su opinión nunca se tuviera en cuenta porque todos, desde su suegra a su padre, pasando por su marido, decidieron por ella. También cuando su marido desposó a una segunda mujer. Hoy asegura que no permitirá que su hija sufra la misma suerte.
Las costumbres sociales se han mantenido en el exilio. Nasser lamenta no haber tenido elección, pero Zubur ve positivo haber fundado a los 14 años su propio hogar. Aunque sea como refugiada y en los 16 metros cuadrados estándar que miden las endebles tiendas en las que viven los acogidos: unas lonas que revisten los hierros, varios colchones sobre una alfombra, un hornillo y un orificio que sirve simultáneamente como retrete y ducha.
“No llevo ni cuatro meses casada y estoy embarazada de tres”, dice con orgullo Najua Hussein al Hussein, de 16 años, en otro asentamiento informal de Arsal. Su cuñada Shazaa Ali Amar, de 19 años, desvía la mirada incómoda: aún no ha concebido en sus tres años de matrimonio, algo mal visto socialmente. Como es costumbre, ambas abandonaron la tienda paterna para mudarse cerca de la familia del marido. A diferencia de la generación anterior, en estos matrimonios tempranos más recientes hay menor diferencia de edad con los maridos, que suelen ser veinteañeros.
“Si se es buena esposa, se mantiene limpia la casa y la comida lista cuando llega el marido de trabajar, el hombre no sentirá la necesidad de buscar a otra mujer”, comenta Al Hussein. Al igual que su cuñada, abandonó los estudios a los 14, pero, a diferencia de Amar, no quiere ni oír hablar de regresar a las aulas. “Mi esposo no sabe ni leer ni escribir; por eso a mí me gustaría continuar estudiando y así poder ayudar a nuestros futuros hijos con los deberes”, se defiende Amar. Ante la negativa de su marido, la joven se ha dado por vencida.