El triunfo por el triunfo mismo se ha convertido en una razón de ser para la vida de los argentinos. Lo importante es salirse con la suya, sin importar las armas que se usen, los derechos que se pisoteen o las normas éticas que se atropellen.
Y no importa si se trata de lo económico, de lo político o de la justicia misma que, dicho sea de paso, está cada vez más abandonada por el derecho. Valores como la ecuanimidad, la objetividad o tan sólo la búsqueda de la verdad, son suficientes para que quien los ejerza sea visto como un enemigo en el escenario del “vale todo” que se ha instalado en el país.
Hace pocas horas se conoció una grabación en la que el entonces fiscal de la causa Hooft, el Dr. Claudio Kishimoto, realizaba afirmaciones que para cualquier sociedad sana parecerían, al menos, escandalosas. Sostenía que toda la denuncia contra el juez había sido armada en base a mentiras, que era una expresión de venganza personal, que había una orden de “arriba” para condenar como fuese al magistrado. Aseguraba que él mismo había firmado resoluciones porque “me pusieron una pistola en la cabeza” y que no se animaba a actuar ajustado a derecho porque temía lo que pudiese ocurrirle si lo hacía. En ninguna sociedad donde exista el Estado de Derecho, incluso acotado, tales afirmaciones no pueden resultar siquiera medianamente aceptables. Por más escandalosas, peligrosas y demostrativas de un estado de cosas alarmante que puedan ser.
Inmediatamente, los voceros de quienes no aceptan nada que no sea la condena de Hooft, salieron a embarrar la cancha. ¿Qué otra cosa hacer ante semejante cachetazo? ¿Qué otra actitud se debe tomar frente la evidencia de algo que en voz baja se venía planteando en la sociedad marplatense desde hace mucho tiempo? Y he aquí uno de los temas fundamentales a la hora de interpretar los hechos: para los marplatenses, Pedro Federico Hooft fue durante dos décadas un ejemplo de funcionario, el hombre que se atrevió a enfrentar la corrupción policial y procesar a poderosos funcionarios que contaban hasta entonces con la más absoluta impunidad. Hooft representó, para muchos vecinos de la ciudad, el tipo de magistrado que todos queríamos ver encaramado en las instituciones de la democracia. Y mucho costaba por entonces creer que todo lo que de un día para el otro comenzó a decirse de él, pudiese siquiera acercarse a la verdad.
Nadie con conocimientos mínimos del Derecho podría siquiera dar seriedad a las denuncias. Bastaba con saber que durante los años en los que se lo acusa de abandonar a su suerte a los detenidos por el Proceso, regía el Estado de sitio y estaban, por tanto, suspendidas todas las garantías constitucionales. Era imposible, por lo tanto, que a partir de un habeas corpus pudiese conocerse la situación procesal de una persona detenida a disposición del PEN; salvo, claro, que mediase la “buena voluntad” de los captores.
A partir de eso, todo lo que se denunciaba era jurídicamente un disparate. Y también lo es pretender que Hooft fuese el único juez de todo el Departamento Judicial Mar del Plata o que el 100% de los recursos citados iban a parar a su juzgado. Algo que, por lo demás, debería llevar a preguntarse por qué los ciudadanos elegían a Hooft para presentar sus desesperados pedidos de ayuda.
Por eso la profusión de apariciones públicas del Dr. César Sivo, señalado como el cerebro detrás del armado de la causa por motivos tan personales como deleznables en el caso de ser ciertos. Y por eso la rápida aparición de organizaciones bajo su influencia, tratando de descalificar al periodismo que se atrevió a hacer trascender las grabaciones.
En esta instancia, ¿importa si dichas grabaciones fueron tomadas sin que quienes se escuchan allí supiesen que estaban siendo grabados? ¿Importa si tienen valor probatorio en el juicio? ¿Importa si se han conocido total o parcialmente? Para el Derecho, seguramente sí. Pero para la Justicia, por cierto que no. Lo que realmente importa saber es si lo que Kishimoto afirma es cierto o es mentira; sacarnos la duda acerca de una maniobra que, de existir, es monstruosa, delictual y deshumanizada.
Importa porque está de por medio la libertad de un ser humano, que en las grabaciones aparece como víctima de una persecución impropia de una democracia y sujeto a un atropello idéntico al propio de aquella dictadura que los defensores de Derechos Humanos dicen querer condenar. Importa, también, que alguna vez se marque una diferencia en serio entre tiranía y libertad en la Argentina. Después discutiremos las implicancias legales. Ahora es el momento de debatir sobre la legitimidad de todo lo que está ocurriendo alrededor de la figura de Pedro Hooft.
Sivo es parte. El Ministerio Público Fiscal, que además ha sacado un tan largo como desatinado documento público que involucra a todos sus integrantes, también es parte. Porque, justamente, es uno de sus miembros (al menos en ejercicio, al momento de producirse los hechos que aparecen en la grabación) quien está sospechado de haberse prestado a una maniobra de avasallamiento moral y legal. Y las organizaciones defensoras de Derechos Humanos, con absoluta legitimidad, también son parte. Pero el periodismo no lo es; o al menos, no debería serlo. Y la sociedad, mucho menos.
Por eso nosotros queremos saber si el contenido de los dichos de Kishimoto es expresión de una verdad escandalosa. Y queremos saberlo para que esa sociedad pueda tener la tranquilidad de que esto que hoy sospecha no es aplicable, por extensión, a las otras causas en las que han sido o están siendo juzgados los presuntos violadores de los Derechos Humanos.
Por homenaje a las víctimas. Por respeto a la historia. Y porque no se puede convivir con la sensación de que los amantes de enchastrar para ganar siempre terminan saliéndose con la suya.