“El coronavirus no es un enemigo”, dice el doctor en genética y biología celular español Miguel Pita, que también es profesor investigador de genética de la Universidad Autónoma de Madrid.
“Es una casualidad, un tropiezo de los muchos que ocurren en la naturaleza”, agrega.
De hecho, es gracias a un virus y a uno de esos “tropiezos” que los propios mamíferos existimos.
Pero claro, en tiempos de una pandemia sin precedentes en tiempos modernos, que ha devastado economías, sistemas de salud y familias enteras, es difícil pensarlo con este grado de desapego.
La buena noticia es que “los virus tienden a ser más agresivos al principio y menos al final”, no porque sean buenos o inteligentes, sino por pura lógica de supervivencia.
En su último libro, “Un día en la vida de un virus” (Editorial Periférica, 2020), Pita se vale de dos virus inventados por él para explicar qué son, cómo operan y, sobre todo, cómo conviven con los humanos.
Sobre todo ello hablamos previo a nuestra charla en el Hay Festival de Querétaro este domingo 6 de septiembre a las 12:30 horas de México (17:30 GMT).
Existe un debate en la comunidad científica sobre si los virus son seres vivos o no. ¿Por qué es tan difícil definirlos?
Lo difícil es definir qué es un ser vivo, pero qué son los virus se sabe muy bien: son material genético. Funcionan con ADN o ARN, como todos los seres vivos, y básicamente su esencia es reproducirse, que de nuevo, es el rasgo más claro de un ser vivo.
Pero no lo hacen de forma independiente, sino que necesitan de un hospedador, que puede ser una bacteria, una planta, un humano… Son parásitos químicos, que necesitan a alguno de los que sí somos claramente seres vivos para entrar en nuestras células y poder llevar a cabo su reproducción.
Cada una de nuestras ridículas células, esas que se te caen de a miles cada vez que te rascas el brazo, tienen dentro una maquinaria de una complejidad tremenda. Un virus, no. Es como lo más simple, un fragmento de ADN o ARN donde está escrito lo justo: “Métete en esa célula maravillosa y aprovéchate de ella”.
Entonces, ¿qué es lo que no son? No son seres celulares y no poseen otra serie de características típicas del ser vivo, como la presencia de un metabolismo, del tipo que sea.
Las bacterias, los hongos, las plantas y los animales venimos de un mismo ser que surgió hace 4 mil millones de años.
Es decir, nosotros tenemos una relación familiar con las bacterias, por muy lejana que parezca, que no es la misma que la que tenemos con los virus.
El virus no tiene un cerebro que le permita tomar decisiones como infectarnos y matarnos. Entonces, ¿qué piensas cuando escuchas que se le llama de “enemigo”?
Obviamente como ciudadano lo entiendo porque es algo que puso patas arriba al mundo en el que vivimos. Entonces no puedes dejar de mirarlo, de alguna forma inconsciente, como un enemigo.
Pero claro, como biólogo, te das cuenta de que lo que desencadena esta situación es pura química. Es decir, una molécula que anda suelta ha encontrado una forma de entrar en nuestras células y desencadenar una reacción.
Simplemente se ha producido un milagro químico o una coincidencia, si lo miramos desde el punto de vista de nuestros intereses personales.
Entonces no es un enemigo, es una casualidad, un tropiezo de los muchos que ocurren en la naturaleza. Otros tropiezos maravillosos han llevado a que existamos.
Si lo ves así, no lo puedes ver como un enemigo. Pero claro, ¿cuántas veces al día uno piensa de esa manera? ¿Cuántas veces al día se reconoce a sí mismo como una estructura celular, como reacciones químicas, como una suma de casualidades? No es lo que tú ves. Lo que tú ves es tu nombre, tus apellidos, tu familia y tu trabajo.
Un apunte interesante es que los virus no siempre causan problemas.
En el libro cuento un ejemplo, que es el más exagerado, de que la existencia de una placenta y, en el fondo, la existencia de todos los que somos mamíferos, se debe a una interacción con un virus.
Entonces, no son siempre enemigos. Lo que pasa es que cuando lo son, llaman mucho la atención.
Lo que sí haces en el libro es comparar al virus o su ADN/ARN con un estafador que busca “una empresa a la que saquear”. ¿Podrías explicar más esta idea?
Como decía antes, el virus se aprovecha de esa fábrica maravillosa que es la célula, donde está todo organizado y pensado para leer nuestro material genético.
Pero ahora, en vez de leerlo y, por ejemplo, fabricar algo útil para nuestro pigmento o digestión, pues va a sacar copias del virus.
Entonces es un hackeo. Es un asalto. Es un aprovechamiento de recursos que, por supuesto, es químico, inconsciente. En el fondo no son más que reacciones.
La única razón de decir que es como un estafador es para comprenderlo mejor.
En definitiva, un material genético que se parecía al tuyo ha llegado, se ha aprovechado de todo lo que había ahí, ha saqueado y encima, al irse, ha reventado la célula, la ha dejado exhausta.
Porque, claro, la célula está acostumbrada a ir a un ritmo. Pero entran cientos o miles de virus que la hacen trabajar muchísimo. Y encima, cuando salen, la van agujereando.
Al final eso es lo que te da fiebre. Es un saqueo bestial en tus células que hace que se vayan cayendo, cayendo, cayendo, y que el sistema inmunológico tenga que decir: “Aquí está pasando algo”.
En el libro dices que cada virus estaría condenado a extinguirse en el primer hospedador si no fuese por el contagio y por el mencionado sistema inmunológico, lo cual parece un contrasentido. ¿Qué es lo que hace cada uno para “ayudar” a la supervivencia del virus?
En esta dinámica donde los virus entran en una célula, se copian y se van reventándola, hay una progresión.
Si entraron 10, salen mil, que simultáneamente atacan a un montón de otras células. Ahora entonces tenemos un millón de copias.
En un momento serían muchísimos millones y ninguna célula en la cual entrar. Y al final el virus es una molécula flotante que, sin esa dinámica activa, acaba degradándose.
A veces sucede en minutos, a veces en horas, depende del virus o de la superficie donde se deposite, pero si pasa un tiempo, colapsa. Salvo que sea capaz de saltar a otro cuerpo donde hayan células nuevas para invadir.
Puede ocurrir que un virus nuevo infecte a una planta, la mate y nunca se lo contagie a otra. Es probable que ni siquiera lleguemos a saber que existió.
Pero los humanos somos una especie que en general contagiamos muy bien porque vivimos en contacto con otros.
Por eso la superpoblación es un factor de riesgo. Primero, porque nos contagiamos y, segundo, porque hace que sea mucho más probable que surjan virus.
Pero además del contagio por proximidad, hay otro factor que es el sistema inmunológico.
El sistema inmunológico es el gran invento del cuerpo humano. Es estar preparado para luchar contra cosas que todavía no existen. Es una singularidad de la naturaleza espectacular.
En cuanto un virus revienta una de nuestras células, el sistema inmunológico se da cuenta de que algo va mal y básicamente manda agentes a tomar muestras. A esa prueba la va enseñando preguntando: “¿Han visto esta proteína alguna vez?”.
Eso lo que hace es que en muy poco tiempo el cuerpo esté plantándole cara al virus.
Es decir, el individuo tiene la posibilidad de luchar, pero también de contagiar durante mucho más tiempo de la que lo tendría si el virus simplemente llegase al primer infectado y lo matara. Sería muy triste para él, pero a lo mejor todos los intentos de pandemia acabarían ahí.
En el caso del nuevo coronavirus, este no logra arrasar y en unas horas acabar con todas las células de nuestra mucosa respiratoria. Nadie se muere a los tres minutos.
Lo que hay es una guerra tremenda que ocurre incluso en las pobres personas que al final acaban muriendo de esta enfermedad.
De hecho, hay problemas causados por la propia batalla, por cómo están sobrereaccionando nuestras defensas. Nuestro sistema inmunológico se desorienta porque es una enfermedad nueva y lucha y lucha y lucha. Y al final, en algunos pacientes esto causa tanto daño como el virus.
En cualquier caso, lo que tenemos es que el sistema inmunológico, que es nuestra única oportunidad frente a una enfermedad nueva, también hace que el virus gane tiempo para contagiarse.
También dices que “los virus más agresivos son menos contagiosos”, y que por eso “ante un virus poco agresivo y muy contagioso resulta muy efectivo el aislamiento”. ¿Dónde se ubica el nuevo coronavirus en este espectro?
Es verdad que podemos decir que los virus más agresivos son menos contagiosos y los menos agresivos son más contagiosos, pero esto no es una regla de las matemáticas, no es una verdad inamovible. Es una consecuencia lógica.
El coronavirus está causando unos problemas graves que no hace falta que recuerde aquí porque los sabe todo el mundo, pero no es un virus particularmente agresivo. Muchos lo superan sin darse cuenta y proporcionalmente muy poca gente fallece.
Es verdad que tenemos unas cifras horribles, con casi un millón de muertos. Pero el porcentaje es mucho más bajo que si tuviésemos una pandemia de ébola, por ejemplo, que es un virus con una agresividad tremenda.
Pero con el coronavirus justamente estamos pagando caro que sea mucho más contagioso que agresivo.
Respecto a la idea de que un virus suele ser más agresivo cuando surge y que, a la larga, busca “un equilibrio de convivencia en la batalla contra el hospedador”, tal como dices en el libro, ¿qué tan lejos estamos con el coronavirus?
Los virus tienden a ser más agresivos al principio y menos al final por un proceso evolutivo. Es otra consecuencia lógica, pero no una norma.
Lo cierto es que nuestra maquinaria de copiar material genético es muy precisa, pero no es perfecta. Por lo tanto introduce errores en el nuestro, pero también en el de los virus.
De hecho, la célula es una empresa coordinada tan estupenda que también tiene un departamento para reparar errores. Asume que los va a cometer, los corrige y aún así algunos se filtran.
Pero el virus no pasa por ese departamento.
Además, su material genético se copia muchas veces. Todo esto hace que la tasa de errores sea muy muy alta. Y esos errores se traducen en cambios, en mutaciones.
Una cosa fascinante que estamos viendo con este coronavirus es el seguimiento que hay de las mutaciones en todo el mundo. Tenemos tantos medios puestos al servicio de estudiarlo y un nivel de conocimiento genético tan alto que las bases de datos están actualizadas al día.
“El coronavirus” en verdad ya son millones de coronavirus distintos, aunque muy parecidos. Todos saben hacer lo mismo, porque de las mutaciones que ya no saben entrar en una célula e infectarnos ni nos enteramos porque han desaparecido.
Entonces, si por azar generas unos virus menos agresivos, lo que consigues es que tengan más facilidad para contagiarse y que estas mutaciones se vayan imponiendo por sobre las otras.
Es decir, lo ideal para la subsistencia del propio coronavirus sería transformarse en un virus que casi no nos enferme. Que nos provoque solo tos o inflamación.
Y no estoy hablando de lo ideal para nosotros, que también estaríamos encantados de que fuese un virus menos agresivo.
Pero al coronavirus le sirve llegar a un equilibrio. Es decir, tiene que maltratar lo suficiente para sacar copias, para lo cual tiene que rompernos las células, pero hacerlo sin pasarse de agresividad, porque así es más contagioso.
No es que pueda tomar esa decisión, pues si pudiese, ya lo habría hecho. Es que al final hay un número finito de cuerpos a los que invadir, un número finito de células a las que infectar y les va a ir mejor a los virus que sean más capaces de llegar a más células.
Pero claro, en una pandemia con tantas situaciones, tantas mutaciones, no podemos predecir cómo se van a desencadenar los hechos. Esto es un modelo lógico muy probable a largo plazo.
Las normas de educación están llenas de comportamientos que, según dices, probablemente procedan de antiguas epidemias, como taparse la boca al bostezar o masticar con la boca cerrada. ¿Crees que algo de lo que estamos viviendo en la “nueva normalidad” terminará quedando tan incorporado que olvidemos su vínculo sanitario?
El qué nos quedará de esto es un planteamiento fascinante. En el libro planteo lo de toser en el codo, algo que al menos en España realmente ha cuajado.
Otra cosa que noto acá, y que a lo mejor en otros países menos calurosos no es así, es el tema del contacto. De hecho yo creo que es una de las explicaciones para las altas tasas de contagio del principio.
Pero en pocos meses se ha generado una normalidad en la falta de contacto que ahora hasta me resultaría extraño dar un abrazo. Es tremendo.
Poco a poco se va incorporando con parientes o amigos, pero eso de encontrarte a alguien por la calle y darle un abrazo, no sé si volverá.
A ver, los abrazos me resultan muy agradables, como a todo el mundo, pero creo que en algunas culturas sí que se pecaba un poco de comportamientos desenfadados que no son higiénicos.
En Uruguay, que es el ejemplo que conozco más de cerca, muchos ya no comparten el mate en las oficinas e incluso, en reuniones con familiares y amigos.
No se me había ocurrido. Aquí a veces se compartían vasos grandes de cerveza y cosas así. Pero si en Uruguay y Argentina efectivamente se deja de compartir el mate, puede ser el cambio cultural más grande.
Claro que a lo mejor todo eso se borra y dentro de dos años nos hemos olvidado y estamos pasándonos el mate.
De hecho, hay una cosa que me preocupa mucho y es cuánto tiempo vamos a tardar en olvidarnos de que esta pandemia era evitable.
O por lo menos, que se pueden tomar las medidas necesarias para bajar la probabilidad.
Porque ahora estamos muy metidos en el tema y parece que todo es terrible. Pero nuestros cerebros son muy buenos para olvidar.
No podemos descartar que en 2022 lo recordemos como ese tiempo en que murieron unos cuantos.
Y entonces sigo con mi vida, yendo cómodo en mi coche aunque contamine, votando a este presidente solo porque me baja los impuestos y, cuando venga otra pandemia, pues ya lo pensaré.