En 1976 comenzaba a morir una Argentina autoritaria para que siete años después alumbrara la de la libertad. ¿Lo logramos?, ¿construimos una historia nueva?
Se cumplio esta semana un nuevo aniversario del golpe de estado que en 1976 derrocó al gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón. Y como ocurre desde hace años, con mayor o menor despliegue, el aire se llenó de consignas, juramentos, narraciones épicas y compromisos renovados con la democracia y sus valores.
El 24 de marzo de 1976 se interrumpía por última vez un proceso democrático para dar paso a una brutal dictadura que hoy encuentra en sus “enemigos” a los aliados más confiables.
Es imposible que quienes no vivieron aquella Argentina puedan entenderla. ¿Quién puede creer hoy que un grupo de militares, que a poco de andar demostraron que ni siquiera eran profesionalmente aptos para la guerra, pueda resolver los problemas de un país con la complejidad social del nuestro?.
Sin embargo, por aquellos de la inercia de la historia, los argentinos de entonces lo creíamos. Estábamos acostumbrados a aquella siniestra alternancia y nos parecía lo más normal del mundo que cuando un gobierno democrático defeccionaba fuera desde los cuarteles el lugar por el que apareciese la solución.
Entre 1930, fecha de la primera asonada militar, hasta aquel 24 de marzo habían pasado 46 años. Casi medio siglo,,, y catorce años más de lo transcurrido entre la asunción de Raúl Alfonsín y la actualidad.
¿Porqué entonces los mismos que se definen como hijos de la democracia le niegan el derecho a aquellos de entonces a ser reconocidos como hijos de los golpes de estado?.
El grado de formación cultural a lo largo de casi medio siglo fue demasiado profundo como para no lograr una desviación de principios que llevaba a aquellos a confundir las cosas. Tanto como la formación de esta democracia lleva a los actuales hijos de esa cultura a creer que la política es para enriquecerse, el que piensa distinto es un enemigo o que las libertades tienen como límite aquello que a mi me molesta.
Porque tal vez tengamos que colegir que en democracia o en dictadura la Argentina es una mala educadora.
Aquella, la de los golpes, enseñaba que los derechos no existen.
Esta, la de la libertad, enseña que los deberes pueden ser canjeados por la adhesión.
Pero hasta que no entendamos que no hay dos historia sino una sola, dramática y muchas veces reprochable pero nuestra, todo se limitará a una impostura de ocasión que nos aleja cada día más de la verdad y nos ubica en el rango de una nación sin historia y una sociedad sin principios.
Porque no se puede construir sobre la mentira o edificar sobre un relato malintencionado.
La épica italiana de Mussolini no existía, la guerra racial de Hitler era un pretexto, el proletariado triunfante de Lenín fue una impostación y la revolución eterna de Fidel terminó languideciendo por unos pocos turistas y sus dólares.
Sólo aquellas naciones que aceptaron su historia crecieron y se desarrollaron. Negar los hechos e imaginarlos como nos hubiese gustado que fueran es de estúpidos o de perversos.
El 24 de marzo de 1976 comenzaba a morir una Argentina irresponsable que creía en los salvadores iluminados, para ver nacer -después de un doloroso parto de siete años plagados de muertes, mentiras, guerra y vergüenza- una que se suponía luminosa, libre y apegada a la ley.
Mientras no entendamos que no lo hemos logrado y que ni siquiera vamos por el buen camino, estas fechas serán para recordarlas con el color y el calor del gobierno de turno y no mucho más.
O a lo sumo…un fin de semana largo en el almanaque.