Dos familias sirias que se asentaron en el país para huir de la guerra hablaron con LA NACION sobre el infierno de sus hogares y sus nuevas vidas.
La foto de Omran Daqneesh, cinco años, con la mirada perdida y la cara llena de polvo, después de ser rescatado de un edificio bombardeado en Aleppo conmueve al mundo y entristece a Toni Matar. “Muchos días tuve una pesadilla, veía a mi hijo decapitado y yo gritaba como loco”. Lo dice y pide disculpas por las palabras “duras” pero advierte que es la “única manera” de describir lo que pasa en su país, Siria.
Toni (35 años, ingeniero eléctrico) llegó a Chepes, La Rioja, el 25 de mayo del año pasado con su familia. Su esposa, Cloud Khoury (30 años, abogada) y un varón de cuatro. Cecilia, la beba de cuatro meses, nació en Argentina.
En octubre vinieron unos primos, John Tahan y su mujer, Mervat Saadi, de 40 años, con sus hijos Farhan Adrian (10) y Marian (14). Viven en Córdoba, donde hace apenas días abrieron un local de comidas árabes, “Flor de Siria”. Ellos cocinan y atienden.
Los Matar y los Tahan son refugiados; quedan en esa categoría vencidas las visas por dos meses que otorga Argentina a sirios invitados por familiares. Ambos abandonaron su país en medio de la guerra, cuando la angustia por la vida de sus hijos fue insoportable. La vida cotidiana había perdido orden y hasta la conducta más pequeña estaba rodeada de incertidumbre.
“Escribo con lágrimas en los ojos -admite Matar en un intercambio de WhatsApp con LA NACION-. ; hasta lo más terrible empieza a parecer normal y esa es la principal razón por la que los sirios que quedaron siguen con sus vidas”.
Coincide con John en que perdieron “todo”. Lo dicen y piensan en sus familias, que están allá. Enfatizan que el concepto de familia es muy importante para los sirios. “Las perdimos, vivimos sin alma”, grafica Toni.
Los Tahan vivían en Hafar, un pueblo a siete kilómetros de Sadad una ciudad grande en el oeste sirio desvastada por la guerra, con decenas de muertos e iglesias profanadas. Tenían una fábrica de cartones de huevos que vendieron, al igual que todas sus pertenencias para venirse a la Argentina invitados por un tío, Abdala Saadi, cónsul honorario de Siria en Córdoba .
La madre de John es santiagueña, pero a los cuatro años se fue a Siria con sus padres, donde sigue viviendo. “No tan bien”, sonríe Mervat cuando cuenta que trata de hablar español, que lo estudia. Mientras condimenta trigo en la cocina señala que sus hijos, que estudian en el centro educativo San Jorge, lo aprendieron “más rápido”.
“Es imposible vivir con amenazas, en medio de secuestros, con misiles que pasan rozando las cabeza”, describe y repite que el mayor miedo era por sus chicos. Un tío de John fue secuestrado cinco veces, pagaban el rescate, lo soltaban y todo volvía a empezar. “Insoportable”.
Volver a empezar
Matar trabajaba en una estación de bombeo de petróleo en Al-Raqqa (en el límite oeste de Siria , pegada a Iraq) y fue traslado a Homs (la tercera ciudad del país, después de Damasco y Aleppo) porque un ataque de Estado Islámico destruyó las instalaciones. Como cristiano le era muy difícil regresar al sitio tomado por la guerrilla; además tenía un instituto de enseñanza de idiomas, “Linguaphone”, en Aleppo. Lo cerró por la guerra.
Mientras atiende su almacén en Chepes define que su vida era “perfecta” en Siria hasta el inicio de la guerra: “Perdí todo; al auto me lo robaron los terroristas en Aleppo; se quedaron con mi proyecto privado y, lo más grave, perdí decenas de amigos y familiares en la guerra”.
En la charla con este diario a John y Toni les cuesta definir cómo empezó la violencia; mencionan “intereses ocultos” que se suman a los existentes alrededor del petróleo y la política. “Amamos nuestra tierra y defendemos a su gobierno, que defiende la integridad del país; el Ejército protege a la gente, pero la situación es terrible. Es una guerra injusta, impuesta”, señala John.
“Vivíamos en un país seguro, con tolerancia entre las 18 religiones existentes, pero eso se perdió -agrega Toni-. Las viviendas están destruidas, muchos días no hay luz, ni agua ni gas. Tratábamos de tener nuestras verduras y frutas para ahorrar dinero. La vida es dura, pero la gente es creativa y se adapta a las condiciones”
Protegían a sus hijos como podían. Tony recuerda que le tapaba los oídos al suyo para que no escuchara las ambulancias, de los disparos. Mervat estaba angustiada cuando los suyos iban y volvían al colegio. La incertidumbre era permanente.
Los primeros meses las dos familias vivieron en la casa de los tíos que los invitaron, dedicaron el tiempo a estudiar español y a desarrollar sus nuevos trabajos. “Siria es mi tierra, siempre lo será. Siento angustia y temor por mis padres que están allí, pero sé que en la actual situación es imposible regresar. Los argentinos son cálidos y generosos”, repite Mervat.
“La gente es la que hace mi vida más fácil acá -apunta John-. Es amable y nos ayuda con todo, hasta con el lenguaje. Muchos sirios quisieran venir, el problema es que no tienen familiares o posibilidades económicas”.
Coinciden en que, además de recibiendo a la gente, los países pueden ayudar pidiendo al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que suspenda las sanciones económicas “porque el daño es al pueblo y no al gobierno. Hay que detener a los que envían dinero y armas a los terroristas”.