‘Mosaico de Sonidos’ revoluciona el mundo de la inclusión con un proyecto pionero e insólito en España que implica a 14 orquestas, 140 músicos y 300 mujeres y hombres con diversidad funcional.
Imagine una orquesta. Y un auditorio. Y muchos esmoquin y vestidos de noche. Y una tarde de programación oficial, Grieg, Schubert… Y ahora imagine que entre los músicos profesionales hay 10 que no lo son. Van vestidos como los demás y llevan instrumentos como los demás.
Y los van a tocar en cuanto empiece este cuento. Porque, hoy, los 10, son músicos. «El trombón te habla. Yo soplo y suena como el viento. Y me imagino al niño del cuento». Lo dice Iván Antona, cara de pillo, acostumbrado a hablar en la centralita de una Fundación y también en «British Ladys» ¿British Ladys? «Sí, la tienda de las señoras británicas que venden ropa de segunda mano. British Ladys, British Ladys».
– Ah, perdona Iván.
– Nada, hombre. British Ladys.
Estamos en la cafetería de músicos del Auditorio Nacional. Es 17 de enero. Faltan siete horas para el concierto de la Orquesta Sinfónica de la Comunidad de Madrid (Orcam). Siete horas para que comience el comienzo de este texto. Cuando sea de noche, Iván y su trombón, José y su xilófono o Pablo y su trompeta, habrán terminado de hacer historia. Y ahora la vamos a contar. Música, maestro.La Asociación Española de Orquestas Sinfónicas -con la complicidad de la ONG Plena Inclusión y la Fundación BBVA- ha implicado a 140 de sus músicos para enseñar a unas 300 personas con discapacidad intelectual con el mandato ético de «avanzar en la construcción de una sociedad justa e inclusiva». Hasta aquí, lo loable. A partir de aquí, lo insólito. No es que las personas con diversidad funcional toquen, sino que lo hagan junto a los músicos de una orquesta en un concierto. O sea, que conformen el grupo. Aunque sea una nota, un acorde, una melodía. Es decir, que sean también orquesta. Aunque sea 24 minutos. La aventura se llama Mosaico de Sonidos y lleva cociéndose dos años en los talleres de 14 orquestas sinfónicas españolas. La pieza elegida es La flor más grande del mundo, una obra que Emilio Aragón compuso sobre el cuento homónimo de José Saramago y que él dirige en escena. “Estas personas aprenden de manera sorprendente y muestran una sensibilidad especial. En el grupo de Madrid hay un chico autista que está ausente, pero reacciona cada vez que su profesor le habla y le toca el hombro, y se lanza a tocar el piano. Pone la carne de gallina. La idea de que, una vez asimilados ciertos conceptos musicales, estas personas toquen en escena junto a los músicos me parece la cima de la inclusión”, sostiene el director de La flor más grande del mundo.
«Su actividad no exige una competencia excesiva, pero hay que hacerlo en el momento preciso y de la manera justa. No es un concierto extraordinario. La integración de estas personas se logra mejor en un concierto ordinario», apunta Mikel Cañada, creador de Mosaico de Sonidos. Y así, 228 personas con discapacidad mental se suben en enero, febrero y marzo a 14 escenarios de violines, pianos, trompetas, chelos, clarinetes, oboes, tubas, arpas o timbales. Con esmoquin y vestido de noche.El viaje empezó el 12 de enero en Valladolid y terminará, 13 orquestas y 1.000 músicos después, el 25 de marzo en Barcelona. Y ahora volvamos a Madrid. Martes, 17 de enero. Es mediodía y faltan siete horas para las pajaritas en el cuello y las mariposas en el estómago. Y para los aplausos. En la cafetería hay un barullo ordenado de nervios. Hay músicos, chicos con Downy sin miedo, un chaval interrumpiendo a fogonazos su autismo y familias felices. Elena Jerez, ex flauta travesera en la Orcam, coordina Mosaico de Sonidos en Madrid. «Nunca he visto aprender a nadie como a estas personas. Y hacernos aprender».
Eso dicen los músicos. Como Jonatan Sevilla, que toca la tuba en la orquesta y ha conducido a Raúl Capa en el trombón. «No les enseñamos notas, sino sonidos. Con gestos visuales les indicábamos qué es fuerte y qué es piano, qué tenía que durar más o menos. Y que había un director al que seguir. Hemos entendido que todos tenemos capacidades para todo. Yo he visto que ellos tienen alguna capacidad infinitamente superior a la nuestra. No es cosa de los políticos; si la sociedad quiere, se integrarán». Lo resume Miguel José Martínez, Viriato, uno de los trombones de la orquesta: «Para alguna cosa, el discapacitado soy yo. Todos somos discapacitados y todos somos capaces. Ya no hay tabú». Iván, cerca de su trombón, sonríe. «He aprendido a hacer caso al director, porque tocar, tocamos bien». «Y yo he aprendido que somos buenos compañeros», suelta Raúl.
La mayoría de estos chicos no había tocado un instrumento en su vida. Los profesores les dieron a probar varios y seleccionaron el que mejor manejaban. En eso Pablo Aguado llevaba ventaja. Había tocado un teclado en su casa, así que cuando Mosaico de Sonidos se cruzó en su presente, el piano no iba a ser un problema. Ni siquiera su autismo. «Yo toco una melodía en el piano y Pablo la repite al instante. Tiene oído total. Distingue cada nota sin tener una referencia. En la obra, yo sólo le toco en el hombro para marcarle el ritmo e indicarle cuándo tiene que entrar». Habla Eduardo Díaz, el otro coordinador del proyecto en Madrid y trompeta solista de la Orcam. Lo que no esperaba Eduardo es lo que pasó con Pablo y la trompeta. «Casi todos los instrumentos suenan al tocarlos. La trompeta, no. Hay que saber soplar para que suene. Pero el primer día que se la di a Pablo la hizo sonar sin problema. Es impresionante. Pablo es capaz de hacer lo mismo que alguien sin discapacidad. Su oído es sorprendente. Tanto que cuando oye una disonancia se autolesiona, se muerde la mano». Y Pablo ni se inmuta, porque aquí, con Eduardo, no hay disonancias. José Viera no suelta las dos baquetas del vibráfono. «Tengo las notas por colores. Los memorizo, miro a Emilio y toco. Ojalá se repita. Yo me siento más integrado que en la calle».Es la hora de la prueba final. Faltan cinco horas. Los chicos entran en el escenario. Emilio Aragón ajusta el oído e inaugura el ensayo general. Los primeros cuatro minutos son una adaptación que sólo tocan los chavales y sus profesores. Dos músicos tocan los hombros de los dos pianistas, Pablo Aguado y Alejandro Peralvo, un chaval ciego que lo ve todo desde la música. Todos miran a Emilio Aragón. Obedecen a sus gestos, pero también a sus propios sentidos. La introducción finaliza y Óscar Concha empieza a narrar el cuento de Saramago. Y entonces, los chavales se unen al resto de músicos y la orquesta arranca La flor más grande del mundo. «El niño llegó a una cima, ¿qué vio? Era sólo una flor marchita…». Todo suena armónico. Nadie se despista. «El niño pensó que tenía que salvar la flor… Atravesó el gran río Nilo, en el hueco de las manos recogió cuanta agua le cabía… Y la flor erguida, como si fuese un roble, ponía sombra en el suelo. El niño se durmió debajo de la flor». Han pasado 24 minutos. El ensayo ha ido bien. ¿Qué ocurrirá esta noche? Se lo preguntamos a Andrés Hernández y a su nuevo amigo, el violín. «No estoy nervioso, toco muy bien. Es una inspiración mágica. Yo me imagino que soy el niño del cuento y que me duermo debajo de la flor». A Bruno Santana, la viola tampoco le parece imposible. «Nada es difícil». Su profesora es Irune Urrutxurtu, violinista de la Orcam, que les ha afinado una cuerda para que pasen el arco por ella cuando corresponda. – ¿Y tú qué has aprendido, Irune? – Yo he aprendido a estar dispuesta. Ellos son almas puras. Me han hecho mejor. Son las 19.30 horas. Imagine una orquesta. Y un auditorio. Y miles de espectadores con sus programas de mano. Y Schubert esperando turno…Los músicos entran en escena. Son 10 más que siempre. Emilio Aragón se dirige al público, explica esta historia y empieza La flor más grande del mundo. Los chicos están junto a los músicos de siempre como músicos de hoy. Una nota, un acorde, una melodía… Y, de pronto, desde un palco se oye un grito. «¡Grrrr, fuera, esto es una mierda!». La orquesta, toda la orquesta, ni se inmuta. Pedro, Alejandro, Bruno… siguen tocando. Raúl, Iván, José… siguen siguiendo al director. Y Óscar empieza a terminar: «Las personas decían que este niño había hecho una cosa que era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños. Y esa es la moraleja de la historia».La orquesta da la nota final.
El público se expande en una ovación de minutos. Hay gente en pie. Hay bravos. Emilio Aragón indica a los 10 músicos más capaces del día que salgan a saludar. Hay gente llorando. Y 10 hombres distintos que son iguales.Bravo.Los chicos se retiran y después de la emoción le cuentan a Elena Jerez que están tristes. ¿Tristes? «Sí, nos preguntan que si lo que ha gritado ese señor es por culpa de ellos». Han pasado dos horas. Grieg y Schubert han dejado en el Auditorio las cabalgadas de sus Allegro y en los pasillos de salida la gente felicita a 10 héroes de paz. Igual es la moraleja de esta historia.