La epidemia de opiáceos multiplica por siete las muertes por sobredosis en una década, en la mayor catástrofe sanitaria de la historia reciente del país
“Lo recordaré constantemente, todos y cada uno de los días de mi vida, hasta que me muera”. Mark Serra, de 59 años, recurre a esas palabras para rememorar al teléfono aquella noche de hace 10 años cuando la policía del condado de Pinellas, en Florida, llamó a la puerta de su casa para anunciarle que su hijo, Matthew, de 28 años, se había muerto de una sobredosis de oxicodona mezclada con otras drogas. Todas ellas, conseguidas con receta médica.
Matthew, que acababa de graduarse de la Universidad, llevaba consumiendo sustancias ilegales desde que a los 13 años empezó a fumar marihuana y a beber alcohol a pesar de que era ocho años menor de la edad mínima exigida en EEUU para hacer eso último. Pero lo que acabó con su vida no fue nada ilegal. La oxicodona es un derivado semisintético del opio, que fue descubierta en Alemania, en 1917, en un momento en el que las farmacéuticas buscaban alternativas más potentes a la morfina. En 1898 se empezó a comercializar la diacetilmofrina, más conocida como “heroína”. Y, en 1917, un grupo de científicos alemanes descubrió la oxicodona.
Setenta y ocho años después, en 1995, la farmacéutica estadounidense Purdue empezó a comercializar oxicodona, bajo el nombre OxyContin, en EEUU como un calmante. Porque todos los opiáceos actúan sobe el sistema nervioso haciendo disminuir o desaparecer el dolor. Lo que no previó la empresa es que los consumidores descubrieran que, si machacaban las pastillas de OxyCotin y esnifaban el polvo o se lo inyectaban por vía intravenosa, sus efectos eran mucho más intensos y llegaban a niveles propios de la morfina o de narcóticos empleados para tratar el dolor oncológico, que es casi por definición uno de los más intensos y duraderos que existen.
Cuando una década más tarde Purdue diseñó pastillas prácticamente irrompibles para evitar esas prácticas, la gente se pasó a otros competidores, como Percocet. O, simplemente, a la versión original: la heroína. Desde hace una década, EEUU ha sufrido una avalancha de esa droga. Pero no de Afganistán, que produce el 90% de este opiáceo, sino de México, que ha multiplicado por siete el número de muertes que causa por sobredosis en la última década. Hoy hay un millón de heroinómanos en EEUU, y la cifra crece a un 17% anual. En 2007 murieron 2.000 personas por sobredosis de heroína. En 2017, 15.958.
Así es cómo Purdue se ha convertido en una de las empresas más controvertidas de todo el mundo, y cómo la percepción pública de sus dueños, la familia Sackler, se ha derrumbado. Porque, hasta que explotó la crisis de los opiáceos, los Sackler eran una de las familias más importantes en el mundo de la filantropía. El ala del Louvre en la que está el Código de Hammurabí -el texto jurídico más antiguo de la Historia de la Humanidad- y el Palacio del rey persa Darío I lleva el nombre de quien pagó su construcción: Sackler. Lo mismo que el sector del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (el Met), en el que está el templo egipcio de Dendour, construido hace 3.450 años. Las Universidades de Columbia, Oxford, y Yale tienen sus cátedras Sackler para la investigación del cáncer. Hasta el Fondo Malala ha recibido de la familia, cuyo patriarca, Arthur, dijo a sus hijos, antes de morir en 2010: “Dejad el mundo mejor que como lo encontrasteis”.
Un consejo que no se correspondía con lo que hacía la empresa con la que se financiaban todas esas obras benéficas. Matthew Serra había fallecido de sobredosis de opiáceos dos años antes. Seis años después, la estrella de rock Prince aparecería muerta en el ascensor de su estudio por el efecto combinado de otros dos opiáceos, Vincodin y Fentanyl. Un año y medio más tarde, la estrella del rock clásico Tom Petty moría en Los Angeles, justo antes de un concierto, por un cóctel de siete drogas que incluía cuatro opiáceos.
“Le puede pasar a cualquiera”
Pero la tragedia no empezó con el OxyCotin en 1995, ni afecta solo a estrellas del rock y de Hollywood como Prince y Petty, ni a jóvenes, como Serra. En 1993, la esposa del entonces senador y futuro candidato la presidencia John McCain, Cindy, había convenido a su médico de que le entregara recetas a nombre de tres personas diferentes para saciar su adicción al Percocet, otro opiáceo muy popular. McCain solo rompió su dependencia en 1994, y evitó la cárcel gracias a que se pudo conseguir uno de los mejores abogados de EEUU, John Dow.
Como dice Mark Serra, “esto es algo que le puede pasar absolutamente a cualquiera”. Y el mejor ejemplo lo tiene en su comunidad. La víctima promedio de sobredosis en el condado de Pinellas tiene entre 53 y 57 años.
Algunos expertos ven racismo en la alarma social creada por los opiáceos. A fin de cuentas, ésta es una droga que está golpeando duramente a los blancos, igual que la metanfetamina, que hace menos de una década llegó a ser protagonista de una serie de televisión de éxito, ‘Breaking Bad’. “La supuesta epidemia de opiáceos ha llamado la atención de los medios de comunicación porque están muriendo blancos de zonas rurales con drogas que han adquirido legalmente con receta médica”, declara a EL MUNDO María McFarland, directora ejecutiva del grupo Drug Policy Alliance, un grupo que defiende cambiar la política del “no radical” a las drogas en EEUU porque, afirma, no está dando resultados.
Para McFarleane, “la llamada ‘guerra contra las drogas’ no es más que una muy útil excusa para acusar a todos los inmigrantes de Latinoamérica y a los afroamericanos de ser traficantes”. El Percocet, el OxyContin, o el Vicodin, son genuinamente americanos y legales. Y eso rompe el esquema de que las drogas son algo que traen los de fuera.
Aun así, la historia de Matthew Serra es bastante paradigmática. Un médico le recetó ese medicamento a Matthew, que era un deportista nato y un gran nadador, cuando sufrió una lesión en la columna vertebral. Y ya nunca dejó de consumirla. Hay que tener en cuenta que los facultativos estadounidenses recetan cantidades formidables de analgésicos opiáceos, debido -según sus críticos- a los incentivos de los laboratorios farmacéuticos. Donde un médico europeo recetaría dos dosis por, por ejemplo, extraer una muela del juicio, un estadounidense prescribe diez. El resultado es que el joven queda enganchado.
Compras por internet
Una mínima habilidad en internet sirve para comprar opiáceos online, muchas veces a países europeos, como Bélgica y Austria. O, si no, basta con robarlos del botiquín de los padres. En total, 50 millones de estadounidenses sufren dolores crónicos según las estadísticas oficiales, en buena medida a alimentación deficiente, hábitos de vida sedentarios, trabajos múltiples, mala alimentación y escasas horas de sueño. Es un fenómeno que ha sido estudiando en profundidad por, entre otros, el Nobel de Economía Angus Deaton, y su esposa, la también economista Anne Case, y que hace que el porcentaje de población que sufre esa dolencia sea el doble en ese país que en, por ejemplo, España.
De esos 50 millones, 20 millones experimentan ‘dolor crónico de alto impacto’ que limita sus actividades laborales. La solución de los médicos: opiáceos. En total, 66 millones de estadounidenses toman estas sustancias. De ellas, 11 millones abusan de ellos narcóticos.
Dejarlo es difícil. No solo por los efectos de la abstinencia. También porque la droga está en todas partes: en las farmacias, en internet, entre los amigos, y, por supuesto, entre los traficantes. Matthew Serra se sometió a desintoxiaciones, pero siempre volvió a caer. Cuando no conseguía la droga por medio de los cauces oficiales, la compraba a camellos en la calle. Hasta que el 3 de octubre de 2008 su tortura concluyó. Su muerte es solo una gota en un océano de destrucción. En Pinellas viven 970.000 personas. Cada tres horas, los servicios de Urgencias atienden a un residente con sobredosis por consumo de opiáceos. Cada 43 horas, muere por esa causa una persona en el condado, en el que están las ciudades de Tampa y Florida, y también el mayor museo del mundo dedicado a Salvador Dalí fuera de España.
El de Pinellas no es un caso excepcional. La ciudad de Philadelphia, por ejemplo, está viendo cómo la esperanza de vida de los ciudadanos está descendiendo debido al uso de estos productos. Y la “epidemia de los opiáceos” se ha convertido en la mayor catástrofe sanitaria de la Historia reciente de Estados Unidos. Solo en 2017 murieron 63.617 personas por sobredosis de estos narcóticos. Eso equivale a 31 veces el 11-S, 12 veces la Guerra de Irak (incluyendo mercenarios y civiles), o algo más que la Guerra de Vietnam. Es la mayor crisis sanitaria de la Historia reciente de Estados Unidos, por delante incluso de la epidemia del sida de los 80 y 90: un cáncer que avanza silenciosamente corroyendo el tejido social de la primera potencia mundial.
Y que, como todo cáncer, se metastatiza. Con el creciente control sobre los opiáceos, la nueva droga es el Fentanyl. Se hace en China, y lo introducen los cárteles mexicanos a través de México. Su potencia es 50 veces mayor que la de la heroína. “Para matar a una persona hacen falta 30 miligramos de heroína o tres miligramos de Fentanyl”, explica a EL MUNDO Robert Perez, comisario de la Oficina de Fronteras y Aduanas, que da un detalle acerca de la toxicidad de esta sustancia: “Si hueles Fentanyl directamente, mueres en el acto. Así que perdimos muchos perros detectores de droga porque, simplemente, lo detectaban y se morían, ahora hemos entrenado ya a 1.200 animales para que sean capaces de encontrarlo sin tener que acercarse”.
Drogas adulteradas
La última puntilla del problema es que gran parte de EEUU mantiene una política de “tolerancia cero” hacia estas drogas que no soluciona el problema. La entrega de metadona, que es un opiáceo pero con menos ‘subidas y bajadas’ de tono y que, por tanto, es aplicable para combatir la adicción, apenas se practica. En 2107 se entregaron unas 328.000 dosis de metadona. Aunque es un alza del 87% en relación a dos años antes, se trata de solo el 2% de los 11,6 millones de recetas de opiáceos legalmente expedidas.
“En todo EEUU solo hay un centro de consumo supervisado, en el que se da la droga a los toxicómanos de manera supervisada. Pero es un sitio secreto, porque es ilegal”, explica McFarland. En el mundo hay unos 100 lugares de ese tipo. “En ninguno de ellos se ha muerto ningún paciente”, explica.
Entretanto, los opiáceos siguen avanzando. Los intentos de los estados de imponer multas a sus fabricantes han fracasado. La Justicia de Nueva York, por ejemplo, ha echado abajo el plan del Estado de imponer un impuesto de 100 millones de dólares anuales a los fabricantes de estos productos durante seis años, a pesar de que la sentencia admite el riesgo para la salud que tanto los narcóticos como las prácticas comerciales con las que entregan al público deben ser reguladas. La abundancia de estas drogas es tal que ya se está empleando para ‘cortar’ -es decir, adulterar- otras drogas. El Fentanyl aparece e menudo mezclado con la heroína mexicana. Este año hubo en Connecticut 70 ingresados en un solo día por consumir marihuana sintética -otra droga de laboratorio- mezclada con opiáceos.
Así, la trágica historia de Matthew Serra sigue el frío guión trazado, a fuerza de experiencia, por Michael Collins, también de Drug Policy Alliance, “los enfermos empiezan con recetas, y cuando no las pueden conseguir, pasan a buscar droga, frecuentemente heroína, en el mercado negro. Muchos, pero no todos, son blancos de áreas rurales de estados republicanos, y eso les da cierta simpatía. Pero ahora la cosa está cambiando. Familias de clase alta están viendo cómo sus hijos se enganchan a las drogas a consecuencia de lesiones deportivas, así que los están tomando más en serio. Pero es pura retórica. Por ahora, yo no he visto ninguna acción política para combatir esta plaga”.