El reino decide reciclar su imagen para aliviar a Amsterdam de los visitantes que buscan ocio nocturno y lograr inversiones en el resto de su territorio. No volverá a llamarse Holanda, se limitarán las licencias de locales y se multará al que beba, grite u orine en la calle.
Nueva década, nueva imagen. Es el propósito del Gobierno holandés para 2020. A partir de este enero, el Estado del noroeste de la Unión Europea será conocido únicamente como Países Bajos. Ya no será promocionado internacionalmente, como se ha hecho hasta ahora, con el término Holanda. No es un cambio de nombre, más bien de estrategia, en busca de un lavado de imagen, de un turismo más ecológico y una inversión más eficiente en todo el país, desde Frisia, hasta Limburgo. Esto se hará visible en un nuevo logotipo internacional, una combinación de NL (abreviatura en inglés de Netherlands, Países Bajos) y un tulipán naranja estilizado.
El festival de Eurovisión, que se celebra el próximo mayo en Rotterdam, será la primera gran plataforma donde se hará campaña. El representante holandés dejará de representar a Holanda, para hacerlo del nombre real del país, Netherlands. Y como Países Bajos, jugarán también los equipos holandeses en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, aunque quedan dudas sobre qué pasará con el famoso equipo de fútbol nacional. Junto a este marketing, se difundirán la “cultura, las normas y los valores holandeses“, que no son los actuales estereotipos de drogas y prostitución legal, y junto a ellos se impulsarán las exportaciones y las inversiones en la tierra de los tulipanes, los molinos de viento y las bicicletas.
El reino de los Orange siempre se ha llamado Países Bajos, pero ha sido conocido popularmente como Holanda, en parte por culpa del propio Ejecutivo y su oficina de turismo, quienes han promocionado así el país desde los 90. Se trataba entonces de atraer visitando principalmente a dos de las 12 provincias: Holanda Septentrional, con ciudades como Ámsterdam y Haarlem, y Holanda Meridional, que incluye la capital administrativa del país, La Haya, y otras ciudades como Gouda, Leiden o Rotterdam.
Aquella campaña, que subrayaba las libertades como bandera nacional, tuvo un éxito indudable en Ámsterdam, capital que ahora sobrevive ahogada por el turismo masivo atraído especialmente por las fiestas, los coffeeshops y el Barrio Rojo. La popularidad de la región no sólo se reflejó en los turistas, también lo hizo en las empresas. Las ventajas fiscales, compaginadas con un trabajo de campaña sobre los atractivos de un país bilingüe, atrajeron a inversores y organizaciones internacionales a la región, a veces convirtiendo el país en un paraíso fiscal.
En alguna de las ciudades holandesas se encuentran las sedes de multinacionales como Ikea, Adidas, Booking.com, Tesla, Netflix, Panasonic Europe, Heineken, Unilever y TomTom. Pero también la sede de Europol (1998), Eurojust (2002), la Corte Penal Internacional (2002) o, desde el anuncio del Brexit, la Agencia Europea del Medicamento (EMA), que Ámsterdam quitó de las manos a Barcelona, aprovechando la actual inestabilidad en Cataluña.
SUFRIR DE ÉXITO
El turismo masivo, ruidoso, sucio e irrespetuoso con los locales ha expulsado de la ciudad a los oriundos de Ámsterdam. Circular en bicicleta se les hace imposible entre turistas que consideran esto una atracción turística y no el medio de transporte con el que los residentes llevan a sus hijos a la escuela, van a trabajar o incluso cargan las bolsas de la compra con una mano, mientras intentan esquivar a la muchedumbre de turistas perdidos entre pedales y timbres.
El turismo es bueno para la ciudad, pero cuando excede los límites, entonces es contraproducente y hace más daño de lo que beneficia a las ciudades, “lo vemos en Ámsterdam, pero también en Barcelona“, reconoce a EL MUNDO una de las funcionarias de Amsterdam&partners, la oficina de turismo que se encarga de aplicar la nueva visión ecológica que se quiere para la capital. Es una cuestión sensible para el municipio, por eso nadie quiere comentar nada, hasta que la estrategia de 2020 no esté totalmente cerrada, dicen, pero la directora de esta agencia, Geerte Udo, ya explicó en un comunicado oficial por dónde irán los hilos.
La atracción activa de visitantes extranjeros es una cosa del pasado, subrayó. Sin perder de vista “la necesidad de continuar construyendo sobre la reputación internacional de Ámsterdam“, la agencia se centrará en guiar a los visitantes hacia el respeto por la ciudad y sus residentes, hacia una oferta cultural de calidad (los lugares poco frecuentados e inesperados), y promoviendo la diversidad que caracteriza a esta ciudad de unos 900.000 habitantes y casi 20 millones de turistas al año.
El primer golpe en la mesa se dio hace un año. El letrero que rezaba IAmsterdam, en un juego de palabras del inglés “Yo soy Ámsterdam”, dejó huérfanos a los turistas: ya no está delante del Rijksmuseum, donde todo visitante se hacía la foto de postal que luego circulaba por sus redes sociales haciendo ver que se encontraba en la capital de los coffeeshops. Ése ya no es el espíritu de Ámsterdam, “no representa lo diversa que es la ciudad“, subrayó la alcaldesa, Femke Halsema, cuando una grúa retiró letra por letra, poniendo fin a una etapa.
Después de la retirada del letrero, llegaron una sucesión de medidas a nivel municipal y nacional, que se hacen principalmente efectivas a partir de enero de 2020. Ya no se construirán nuevos hoteles en Ámsterdam, ni tampoco se darán más permisos a tiendas de quesos o recuerdos, locales que un lugareño jamás pisaría y que cambian la esencia de la ciudad. La regulación y la vigilancia es mucho más estricta con plataformas como Airbnb. Beber alcohol, orinar o gritar en la calle son ahora delitos, y aunque menores, podrán costar al infractor una multa económica, o incluso una noche en los calabozos. Correrá la misma suerte quien acose a las trabajadoras sexuales del Barrio Rojo, las filme o tire basura entre sus ventanales. Se acabaron las visitas guiadas por el centro de la ciudad, y los ruidosos paseos en barco por los canales del distrito de la prostitución.
El objetivo es encontrar un equilibro entre los amsterdamers y los turistas, por lo que hay que empezar por la puerta de entrada: el aeropuerto de Schiphol-Ámsterdam. Esto, compaginado con la estrategia global de hacer marketing únicamente en los países con conexión de tren (Bélgica, Francia, Alemania y Reino Unido), renunciando a otros como España, Italia y Japón, dará un respiro al aeródromo, ayudando a reducir también las emisiones.
La última sentencia dictada por el Tribunal Supremo hace dos semanas añade presión sobre el Gobierno holandés y justifica aún más una estrategia enfocada en atraer turistas que llegan en transporte menos contaminante que el avión. El fallo obliga al Estado a reducir las emisiones de CO2 en 2020 en un 25% con respecto a 1990, un objetivo complicado que dependerá de la toma de medidas drásticas. Quizás un tulipán estilizado llamado Países Bajos no resuelva el problema, pero que un Gobierno se refiera a su país correctamente es un punto de partida.