Una gran exposición en Londres muestra por primera vez fuera de Rusia las naves con las que la URSS intentó sin éxito enviar a un hombre a la Luna antes que los estadounidenses.
La nave LK-3 es una descomunal araña metálica de cinco metros de alto con un brillo selenita. Fue diseñada para transportar a la Luna al primer hombre, que pudo haber sido el cosmonauta Alexei Leonov en 1968. La Unión Soviética, que había enviado al primer satélite al espacio (Sputnik), al primer perro (Laika), al primer hombre (Gagarin) y a la primera mujer (Tereshkova), se disponía a dar el último paso de gigante en la carrera espacial. Pero se adelantaron los americanos. Y puestos a buscar una razón, la propia Valentina Tereshkova asegura que la tecnología estaba lista, que llevaban ya años orbitando alrededor de la Luna y que “la decisión final la tenía el Gobierno”.
Su compatriota Sergei Krikalev, el último cosmonauta soviético (o el primero de la Federación Rusa, según se mire), encuentra una justificación algo más deportiva: “En toda competición, unas veces ganas y otras veces pierdes, y eso fue ni más ni menos lo que nos ocurrió al final”… Tereshkova (78 años) y Krikalev (57) son ahora tripulantes de excepción de Cosmonautas: el fascinante viaje del Museo de la Ciencia de Londres al programa espacial soviético, cuajado de “secretos” como la nave LK-3, que no fue “desclasificada” hasta 1989 y que no había salido nunca hasta la fecha de Rusia. A su lado tenemos el rover” Lunokhod 1, manejado desde Tierra, que se quedó inútilmente esperando la llegada del primer cosmonauta a la superficie lunar.
La cápsula Vostok 6, en la que orbitó Valentina Tereshkova en 1963, se exhibe como si fuera casi un meteorito desgastado de otro mundo. Y así llegamos a hasta la sonda Luna 9, la primera nave no tripulada que llegó a hacer un alunizaje “suave”. “Los rusos fueron en realidad los primeros en llegar a la Luna, sólo que lo hicieron con un robot”, explica Ian Blatchford, director del Museo de Ciencia. “Fueron los auténticos pioneros de la era espacial, aunque por factores históricos y políticos nunca se hayan reconocido suficientemente sus méritos”. “El cosmos se convirtió en Rusia en una religión”, certifica Blatchford, y la cosmonauta Tereshkova asiente con complicidad. Ella misma recuerda cómo la gesta de Gagarin en 1961 fue celebrada hasta el último pueblo de la Unión Soviética, y cómo su madre, Elena Fiodrovna proclamó ante la noticia: “¡Han enviado a un hombre al espacio; ahora le toca a una mujer!”.
Ni corta ni perezosa, la joven Valentina, que trabajaba en una fábrica textil, se puso a la cola. Su afición por el paracaidismo, sus raíces “proletarias” y los méritos de guerra de su padre Vladimir la convirtieron en la candidata perfecta, seleccionada entre 400 aspirantes. Como en un cuento de hadas, Tereshkova se vio de pronto propulsada a las estrellas y acabó teniendo una relación simbiótica con la cápsula Vostok, en la que acabó orbitando durante casi tres días. Sus palabras en el momento del despegue –“¡Hey, cielo, quítate el sombrero que vengo a verte!”– hicieron historia. Al igual que la anécdota que ella misma ha confirmado a su paso por el Museo de Ciencia: “Es cierto que me olvidé el cepillo de dientes… Pero la nave estaba en posición de salida y el despegue ya no podía pararse”.
La vuelta a la atmósfera a 27.000 kilómetros por hora, después de completar 48 órbitas, puso su capacidad de resistencia al límite. Hasta el punto de decidir saltar en paracaídas a seis kilómetros y medio de la superficie, algo antes de lo previsto: “Vi un lago enorme bajos mis pies, el Alta Krei, y pensé que iba a acabar en el agua. Afortunadamente caí en la orilla”. El cosmos sigue alimentando de una manera muy especial el imaginario ruso. “Todo es importante para la imagen de Rusia y el espacio nos sigue importando mucho”, asegura la Tereshkova, que hace dos años se ofreció voluntaria para un viaje “de ida” a Marte si surgiera la oportunidad. En Cosmonautas podemos ver el traje especial Mars500, construido para la simulación de una misión de dos años al planeta rojo, y también la nave Venera, la primera en el mundo en aterrizar en otro planeta (Venus).
“La Tierra es la cuna de la humanidad, pero uno no puede vivir en la cuna para siempre”. La cita es de Konstantin Tsiolkovsky, el auténtico rocket man ruso, padrino de la cosmonaútica. Los escritos, teorías y dibujos de Tsiolkovsky (condensados en Viajes Cósmicos) están considerados como el engranaje de la “mecánica celestial” que empezó a forjarse en Rusia incluso antes de la Revolución. Aunque las purgas de Stalin estuvieron a punto de costarle la vida a la otra pieza fundamental del programa espacial soviético.
El ingeniero Sergei Korolev estuvo encerrado en un campo de trabajos forzados en Siberia y conservó incluso la taza metálica que usó durante su confinamiento. Stalin no sólo le perdonó la vida sino que le puso al frente del programa que desarrolló el misil R-7 y que allanó el camino al programa Soyuz. La muerte de Korolev en 1966 (y su rivalidad interna con Vladimir Chelomei) ha sido interpretada por muchos expertos como la causa real de que la Unión Soviética perdiera el tren de la carrera espacial en el último vagón. Doug Millard, comisario de Cosmonautas, asegura que su pérdida prematura -y las dificultades para la puesta a punto del cohete propulsor- fue en todo caso uno de los tres factores… “La NASA contaba también con muchos más fondos y estaba mejor organizada como estructura”, apunta Millard. “Y estaba también el componente político, el reto lanzado por Kennedy para llegar a la Luna en 1969 alcanzó un gran poder simbólico en el Programa Apolo”.
La nave lunar LK-3 se quedó pues sin poder pisar la Luna. Fue lanzada después en tres ocasiones, entre 1970 y 1971, pero nunca alcanzó el objetivo para el que fue concebida. La Unión Soviética perdió el apetito espacial y los rusos acabaron renunciando al sueño forjado y dibujado durante décadas. Se quedaron rozando la Luna, especulando sobre su cara oculta.