Una primavera del descontento ciudadano, impulsada en las redes, ha emergido en Centroamérica cuestionando unas estructuras de poder que parecían inamovibles.
El viento del cambio recorre Centroamérica. Una primavera del descontento ha emergido en Guatemala y Honduras y puede extenderse a El Salvador. El hartazgo ante la violencia y la corrupción dan impulso a este movimiento que, lejos de los canales tradicionales, se mueve y coordina desde las redes sociales. En pocas semanas, la ola de protestas en ambos países ha puesto contra las cuerdas a los Gobiernos y sacudido unas estructuras de poder que parecían inamovibles. Decenas de miles de personas, en su mayoría jóvenes, participan en este movimiento emergente. No solo piden una regeneración de la vida política sino también el cambio de sus principales árbitros. En una zona con niveles de renta paupérrimos y con las mayores de tasas de homicidio del planeta, esta lucha ciudadana por la transparencia y la honestidad ha despertado un entusiasmo que no se recordaba desde hacía décadas.
Todo empezó en Guatemala. Fue el pasado 25 de abril, cuando dos universitarias convocaron por las redes sociales a una protesta frente al antiguo palacio de Gobierno. Exigían limpieza frente a la corrupción. La llamada prendió como la pólvora, miles de personas la secundaron. El sorprendente éxito de la llamada animó a nuevas manifestaciones. Cada vez más fuertes. Ahora, se efectúan todos los sábados. Y, como en un seísmo, tienen réplicas en el resto de grandes ciudades guatemaltecas. Las protestas han logrado, de momento, la renuncia de la vicepresidenta, Roxana Baldetti, y tienen arrinconado al presidente, Otto Pérez Molina. Un personaje sometido a una fuerte erosión y de enorme impopularidad.
Este despertar no hubiera sido posible, según los sociólogos Carlos Guzmán Böckler y Gustavo Berganza, sin las redes sociales. A diferencia de los medios tradicionales, objeto de amenazas, chantajes o sobornos, las redes, al quedar fuera del control gubernamental y de otros poderes, han sido utilizadas por los descontentos como su principal vía de comunicación y agitación.
“En su despertar, los guatemaltecos exigen edificar un país distinto. Una fórmula que permita la regeneración del tejido político. Algo que pasa por transparentar la financiación de los partidos políticos, dependientes de fuentes opacas que luego pasan factura”, señala el analista Edgar Gutiérrez.
Aupado por el cansancio ante la corrupción, el movimiento se enfrenta ahora a la incógnita de su permanencia y a su debilidad estructural: carece de una dirección clara y, pese a su poder de presión, aún faltan resultados tangibles. Si se consiguen, en Guatemala volverá a florecer una primavera democrática como la vivida en 1944 y echada por la borda, 10 años después, por una involución apoyada por EE UU.
“En Honduras, la primavera la vamos a vivir en el momento en que logremos hacer renunciar al presidente”, dice Ariel Varela, uno de los impulsores de las protestas en el país centroamericano. De 34 años, casado y con tres hijos, no pertenece a ninguna organización y se considera, como otros miles, un “indignado”. “Somos un cuerpo ciudadano en protesta”, dice. El movimiento surgió como respuesta a los escándalos de corrupción, sobre todo de uno que tocó la fibra sensible de una población harta de penurias.
El caso, que afecta de lleno al Partido Nacional (PN), la fuerza gobernante desde enero de 2010 con dos mandatos consecutivos, tiene su origen en un supuesto desfalco de 350 millones de dólares entre 2010 y 2014 al Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS). Mediante una red de empresas fantasma o de maletín, el PN alimentó sus arcas y financió presuntamente sus campañas internas y nacionales de 2013. El presidente, Juan Orlando Hernández, admitió haber recibido dinero con ese origen para su campaña, aunque advirtió que en su administración “nadie ha comprado impunidad, que los corruptos y corruptores deben rendir cuentas ante la ley” y prometió “cero tolerancia a los abusos”.
Pero en un país con un 42% de la población en situación de pobreza extrema y donde los medicamentos escasean, el saqueo al ya de por sí desabastecido instituto encargado de la distribución de los fármacos detonó la protesta. A la primera de las marchas, convocada en mayo pasado, acudieron unas siete mil personas. “Si cada uno de esos hondureños hubiera sido parte del saqueo al IHSS, hubiera recibido más de 47.000 dólares. Esto es lamentable, catastrófico, no solo por el dinero robado sino por las muertes de hondureños que no han recibido medicamentos básicos. Honduras vive una epidemia de corrupción. En los hospitales no hay ni acetaminofén (paracetamol). Es una aberración”, explica Varela.
El movimiento, alimentado por las redes sociales como en Guatemala, aumentó paso a paso su potencia hasta cobrar tal fuerza que casi a diario emergen protestas, antorcha en mano, en las principales ciudades de Honduras. Entretanto, las causas del descontento se multiplican. La sequía no cesa, enfermedades como el chinkungunya avanzan, y nuevos escándalos salen a flote. El último es el de Fabio Lobo, hijo del expresidente Porfirio Lobo (2010-2014), detenido el pasado 20 de mayo en Haití por agentes antinarcóticos de EE UU bajo la acusación de narcotráfico. “Queremos el cese de la impunidad y que paguen con cárcel todos los que estuvieron involucrados en casos de corrupción”, afirma Varela.
Honduras y Guatemala están sobre ascuas. Viven su primavera del descontento. Las protestas, con apenas un mes de vida, hacen presagiar un aumento de tensión en la zona. Pero también el inicio de una nueva era.