Megumi tenía 13 años cuando fue raptada por Corea del Norte. Era la más joven de una larga lista de japoneses cautivos.
La pared central del salón de la casa de Kenichi Ichikawa en Kagoshima (sur de Japón) alberga un altar a su madre, fallecida hace cinco años, y a su hermano menor Shuichi, secuestrado por Corea del Norte en 1978. Kenichi se arrodilla para grabar un mensaje para la emisora japonesa que sortea la censura del reino ermitaño para que los ciudadanos del vecino país escuchen voces diferentes de la de la machacona propaganda del régimen. “Te seguimos esperando. Todos queremos que vuelvas. Nuestro padre cumple mañana 99 años y la ilusión que le mantiene vivo es volver a abrazarte”, dice ante la atenta mirada de su esposa, Ryuko, que no puede evitar las lágrimas.
“Nos hacemos viejos, y llevamos tantos años empeñados en encontrarle que ahora estamos más sensibles que nunca. El llanto se nos escapa tal vez porque pensamos que estamos cerca del final de esta tragedia”, afirma Ryuko, un ama de casa corajuda, que durante estos 35 años ha hecho piña con su marido en una lucha sin cuartel que les ha llevado a manifestarse por todo el país, a enfrentarse a la inoperancia de la policía, a exigir acción al Gobierno japonés y a exponer su caso en el Congreso de Estados Unidos.
El 12 de agosto de 1978, Shuichi, de 23 años, le comentó a su hermana mayor, con la que vivía en la ciudad de Kagoshima, que se iba con su novia, Rumiko Matsumoto, de 24 años, a pasar la tarde a una extensa playa virgen que se encuentra a una treintena de kilómetros de esa ciudad del sur de Japón. Nunca más volvieron. Entre los pinares que descienden hasta la playa se quedó una sandalia de Shuichi y, en la guantera del coche, aparcado en las cercanías y descerrajado por la policía días después, se encontraba la cámara de fotos con la que la pareja había captado las imágenes de esa primera excursión. Su felicidad se paralizó en esas fotografías.
Shuichi y Rumiko son dos de los 17 japoneses que el Gobierno reconoce oficialmente como secuestrados por el régimen norcoreano, aunque la Asociación Nacional para el Rescate de Japoneses Secuestrados por Corea del Norte (NARKN, en las siglas en inglés) considera que la dinastía comunista retiene contra su voluntad a un centenar de nipones, siete de los cuales reclama con nombre y apellido. La NARKN también tiene documentados secuestros de ciudadanos de Corea del Sur, Tailandia, Líbano y China, además de un rumano, tres franceses, tres italianos, dos holandeses…
Una vez dentro del país más aislado del mundo, el régimen utiliza a los japoneses para enseñar la lengua y las costumbres del país, para que agentes norcoreanos puedan suplantar la personalidad de los secuestrados. Como los nacionales, los extranjeros no tienen más opción que entrar en la rueda del Gran Hermano. En Corea del Norte no se admiten disidentes. Los escasos desertores que han logrado escapar y hablan japonés cuentan que lo aprendieron con profesores nativos residentes en Pyongyang.
El año pasado, Japón logró que los secuestros fuesen incluidos en el informe que debate el Consejo de Derechos Humanos de la ONU sobre los delitos de lesa humanidad que comete el régimen norcoreano. La comisión independiente que elaboró el documento pidió el lunes pasado al consejo reunido en Ginebra que los crímenes norcoreanos sean investigados por la Corte Penal Internacional de La Haya, aunque todo apunta a que China, que tiene poder de veto en el Consejo de Seguridad, lo impedirá. El australiano Michael Kirby, presidente de la comisión, comparó el régimen de Pyongyang con el nazismo, el apartheid o los jemeres rojos. Aseguró que “la gravedad, la escala, la duración y la naturaleza de las innombrables atrocidades cometidas por el país revelan un Estado totalitario que no tiene ningún otro paralelismo en el mundo contemporáneo”.
El régimen fundado por Kim Il-sung en 1948 siempre negó que robara personas hasta que, después de nueve meses de negociaciones ultrasecretas, el 17 de septiembre de 2002, el entonces primer ministro, Junichiro Koizumi, viajó por sorpresa a Pyongyang, donde Kim Jong-il le reconoció que habían capturado a 13 japoneses, de los que cuatro seguían vivos, ocho habían muerto y no tenía confirmación de otro. La lista facilitada por el llamado Querido Líder incluía a la joven de 19 años Hitomi Soga, desaparecida junto con su madre el mismo día que Shuichi y Rumiko, pero en el norte de Japón. Tokio no las tenía incluidas entre los secuestros verificados y los norcoreanos solo reconocían haber capturado a la hija.
Tras pedir perdón, el líder norcoreano se comprometió a aceptar la llegada de un equipo de investigación que clarificase la situación de los rehenes, además de permitirle reunirse con los que había reconocido que estaban vivos, a los que dejaría viajar a Japón. En las siguientes semanas, los investigadores estuvieron dos veces en Pyongyang y se sumergieron sin éxito en el mar de contradicciones, inconsistencias y mentiras de los funcionarios norcoreanos. El miedo que embargaba a las víctimas tampoco ayudó a sacar a la luz datos fundamentales del horror en que vivían, y tal vez viven, cientos de ciudadanos de extranjeros forzados por el régimen a permanecer en el paraíso. Pero ese octubre cinco de los secuestrados volvieron a Japón.
El acuerdo preveía una salida de solo 15 días y no se les permitió que viajaran acompañados de sus familias. Una vez en suelo patrio, el Gobierno japonés les aconsejó que se quedaran y les prometió que haría todos los esfuerzos posibles para conseguir la reunificación con los esposos e hijos que habían dejado atrás en Corea del Norte. Dos años después, en el segundo viaje realizado por Koizumi a Pyongyang, se trajo en su avión a cinco familiares y, a los dos meses, llegaron a Japón otros tres. Estos últimos eran las dos hijas de Hitomi Soga y su marido, Charles R. Jenkins, el exsoldado estadounidense que en 1965, con 25 años, desertó y cruzó la frontera que divide la península coreana, a través de la llamada “zona desmilitarizada”, un eufemismo tras el que se esconde la frontera más militarizada de la Tierra.
El regreso desató una auténtica conmoción nacional; una especie de catarsis frente al estigma del militarismo nipón de la primera mitad del siglo XX. Japón, que, tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial, no había vuelvo a levantar la voz contra ningún país y soportaba las continuas críticas de sus vecinos por su brutal conquista de buena parte de China y la opresora colonización de Corea, podía permitirse denunciar a Pyongyang por la violación durante décadas de los derechos humanos de japoneses inocentes. Las familias de las víctimas, algunas de las cuales incluso habían sido amenazadas por atreverse a denunciar sin pruebas al vecino país, podían finalmente airear su sufrimiento, angustia e incertidumbre.
“Durante 20 años, el Gobierno de Japón no hizo nada por los secuestrados. Se podría decir que en aquellos años de las décadas de los setenta y ochenta toda la sociedad japonesa era rehén de Corea del Norte, que contaba con numerosos simpatizantes entre los intelectuales y en el Partido Socialista, que entonces lideraba la oposición”, afirma Tsutomu Nishioka, profesor de la Universidad Cristiana de Tokio y presidente de la NARKN. Nishioka reconoce que él mismo recibió amenazas tras ser el primero en publicar un artículo en 1991 en el que abiertamente acusaba al régimen norcoreano, y critica la cobardía y la connivencia de los medios de comunicación japoneses, que “miraron hacia otro lado frente a este ataque a la soberanía nacional de Japón”. Según Nishioka, el temor a un atentado paralizaba al Gobierno y a la sociedad.
Solo cuando Kim Jong-il admitió públicamente el robo de extranjeros disminuyó el apoyo que recibía de la mitad de los 600.000 coreanos residentes en Japón, algunos de los cuales no se descarta que cooperasen en los secuestros. Después de la anexión japonesa de la península de Corea en 1905, unos 800.000 coreanos se fueron voluntariamente al archipiélago porque las condiciones de vida y los salarios eran mejores. A estos se sumaron, con la ley japonesa de movilización de 1939, otros 1,2 millones de coreanos, pero a lo largo de 1946 regresaron a su país 1,4 millones. En Japón se quedaron los que ya se habían adaptado y no quisieron empezar de nuevo. La guerra de Corea (1950-1953) y las rivalidades ideológicas entre el norte y el sur profundizaron la división en la minoría coreana de Japón.
El regreso de los primeros cinco secuestrados fue también un mazazo para las familias de los ocho japoneses que Pyongyang dio por muertos. Entre ellos se encontraban Toru Ishioka y Kaoru Matsuki, dos jóvenes que desaparecieron en mayo de 1980, poco después de llegar a España. Toru, de 22 años, había venido a Europa para estudiar la elaboración del queso. Tras un recorrido por varios países, pensaba acabar su aprendizaje en España y volver a Hokkaido (norte de Japón) para montar una quesería. Kaoru, de 26 años, había terminado sus estudios de español en la universidad de Kioto y, por recomendación de un profesor, había viajado a Madrid para mejorar el idioma.
“Desde España solo recibimos una postal en la que nos decía que estaba encantado y que no tenía problemas de dinero. Kaoru era poco comunicativo y, cuando estudiaba en Kioto, tampoco escribía. Como se había ido por un año, mis padres no se preocuparon hasta pasados 18 meses de su marcha”, comenta su hermano menor, Nobohiro, en una salita de un hotel de la ciudad de Yokohama, cercana a Tokio, en la que se desarrolla la entrevista.
Con 18 años menos que Kaoru, Nobohiro apenas tiene recuerdos de la vida en común, pero la avanzada edad de los padres, que ya han fallecido, le hizo siendo aún adolescente colocarse al frente de la búsqueda del hermano desaparecido. “Le escribimos muchas cartas, pero ni contestaba ni nos las devolvían. Preguntamos en la Embajada de Japón en Madrid y nos dijeron que ya no vivía en la dirección que nos había dado. Mi padre insistió y le respondieron que ‘España era un país muy seguro y que Kaoru debía de estar pasándolo muy bien”.
No hubo más explicaciones hasta que un día de 1990 sonó el teléfono. Lo cogió la madre y una voz le dijo que llevaban dos años buscándola porque la familia de Toru Ishioka había recibido una carta con matasellos de Polonia, en la que decía que él, Kaoru y la joven Keiko Arimoto vivían en Corea del Norte. Era la tía de Keiko la que llamaba. La muchacha vivía con ella cuando a los 23 años le dijo que se iba a Londres a perfeccionar su inglés. Desapareció en julio de 1983, después de comunicar a su familia que había comprado el billete de vuelta para Japón.
El pacto de silencio que sella los labios de los que han regresado con el objetivo de no perjudicar a los que aún quedan en Corea del Norte impide conocer las circunstancias y detalles de la vida en el país más secreto del planeta. Pero ha trascendido que el régimen no quería que sus ciudadanos se casaran con los extranjeros que secuestraba y fomentaba el matrimonio entre ellos. En la escueta misiva enviada para atraer la atención de los familiares, que alguien se había atrevido a sacar del país y echarla al correo polaco, se incluía la foto de un bebé, que supuestamente era la hija de Toru y Keiko.
Nadie sabe con certeza cómo llegaron los tres jóvenes a Pyongyang, pero la tesis más barajada por los funcionarios que se encargan de los casos es que fueron captados con engaños para participar en la revolución mundial de Kim Jong-il, que debía comenzar en Japón. Según los investigadores, los dos estudiantes que vivían en Madrid fueron abducidos por las esposas de dos de los nueve autores del secuestro de un avión de la Japan Airlines, ocurrido el 31 de marzo de 1970. La banda de Yodo-go, como se conoce al grupo, todos miembros de la Liga Comunista Japonesa-facción del Ejército Rojo, tomó como rehenes a los restantes 113 pasajeros y siete miembros de la tripulación durante un vuelo de Tokio a Fukuoka. El Boeing-727 aterrizó en Fukuoka, donde liberó a una parte del pasaje. Después voló a Seúl, donde liberó al resto, y luego se dirigió a Pyongyang, donde el Gobierno norcoreano ofreció asilo a toda la banda.
Entre las ultraizquierdistas japonesas que viajaron de forma voluntaria y secreta a Corea del Norte para casarse con los miembros de Yodo-go y se convirtieron en agentes del régimen para actividades en el exterior, una se arrepintió de sus fechorías y llamó a los padres de Keiko para contarles que había sido ella la que había convencido a la joven de que volase a Pyongyang. “Me pidió que nos viésemos en Yokohama porque me quería pedir perdón”, cuenta la madre, Kayoko, de 88 años. El padre, Akihiro, de 86, la interrumpe dando rienda suelta a la furia amasada en décadas de frustración. “No tenía que pedirnos ningún perdón. Su confesión le valió para que solo la condenaran por falsificación de documento público. Es inadmisible. Estoy convencido de que el primer ministro Abe va a cambiar las leyes y todos esos delincuentes tendrán el castigo que se merecen. Confío en Abe, él nos traerá a Keiko”, dice con rotundidad.
La entrevista se realiza en el pequeño salón de la casa en que viven, situada en la parte baja de la ciudad de Kobe (centro de Japón), donde los ancianos acumulan periódicos y cartas que registran la lucha para lograr que su hija atraviese un día el umbral de la puerta. Pese a la avanzada edad, los padres de Keiko recitan los nombres de funcionarios, políticos y periodistas a los que pidieron ayuda, los pormenores de los encuentros, los días en que se celebraron. Sus memorias parecen archivadores que pulsas un segundo y se abren a un mar interminable de datos. Según Corea del Norte, Keiko y Toru murieron en un accidente de gas en 1988. Los padres no lo aceptan porque nadie ha aportado ningún material ni prueba para demostrarlo.
En un primer momento, las familias de los tres secuestrados en Europa trataron de encontrar una estrategia común que facilitara la salida de sus seres queridos. No fue posible. Los progenitores de Toru no querían hacer nada para no poner en peligro la vida del muchacho. Los de Keiko, sin embargo, querían remover cielo y tierra, empezando por los activistas pronorcoreanos, la policía y los políticos. Los de Kaoru estaban a medio camino entre unos y otros.
“Las familias de los que fueron llevados a la fuerza tienen fácil sentir odio hacia Corea del Norte, pero a mi hermano Kaoru fueron los japoneses quienes lo engañaron y se aprovecharon de que estaba solo en un país extranjero. Esto es más difícil de asimilar. Siento una rabia profunda hacia esos japoneses que abusaron de la confianza de mi hermano e indignación contra el régimen norcoreano por retenerlos contra su voluntad”, dice Nobohiro, mientras se seca el sudor que nace de la furia contenida. “Les han robado los sueños”, susurra.
Para colmar la frustración de la familia, en 2002 el Gobierno norcoreano entregó a las autoridades japonesas los restos mortales de Kaoru, de quien dijo que había muerto en un accidente de tráfico en 1996. “Fue un choque brutal, pero no dudamos de lo que nos dijeron”, añade el hermano. Los investigadores, sin embargo, señalaron que nada era concluyente hasta que no se realizase la prueba de ADN. Con ello sembraron la duda, que se transformó en espanto cuando los resultados indicaron que los huesos pertenecían a una persona mayor y estaban mezclados con algunos de animal. En 2004 entregaron otros restos que tampoco se correspondían con los de Kaoru. “Este juego con los huesos es una auténtica violación de los derechos humanos. Es indignante”, enfatiza Nobohiro.
De este macabro pasatiempo norcoreano de suministrar restos mortales falsos han sido también víctimas los padres de Megumi Yokota, la niña de 13 años secuestrada el 15 de noviembre de 1977 a la salida de su escuela en la norteña ciudad de Niigata. Megumi es el símbolo más dramático de esta barbarie. Desde el primer día de su desaparición, sus padres no han dejado ni un minuto de buscarla. Fueron los primeros que, contra viento y marea, hicieron público el apellido y la foto de la adolescente y los que formaron la primera asociación de familiares de secuestrados, embrión de la actual NARKN, con la que lograron que el primer ministro Koizumi convirtiera el asunto de los secuestrados en una prioridad nacional.
Shinzo Abe recogió el legado de Koizumi y, ya en la campaña electoral por la que en diciembre de 2012 accedió a la jefatura del Gobierno, se comprometió a traer a casa a las víctimas. Nombró un ministro para los secuestrados y los familiares están convencidos de que “algo se está moviendo ahora en la dirección correcta”.
La cara de la colegiala ha empapelado Japón. Los padres rechazaron el informe de Kim Jong-il, que sostenía que Megumi se suicidó en abril de 1994. Su supuesto marido, Kim Young-nam, un surcoreano secuestrado en 1978, cuando era estudiante de secundaria en Corea del Sur, con el que, según el régimen, tuvo una hija, entregó las cenizas de Megumi en 2004 y muestras biológicas de la hija. Las pruebas de ADN revelaron la falsedad de los restos, pero confirmaron el vínculo maternal. Después de años de rechazar la invitación de Corea del Norte para conocer a la nieta, los padres de Megumi se reunieron con ella y con la hija de esta la semana pasada en Ulan Bator.
Informes de los servicios de inteligencia surcoreana señalan que Megumi estuvo relacionada con el entorno de Kim Jong-il y sabía demasiado de la dinastía comunista para que la dejaran salir. Los padres se han negado siempre a aceptar su muerte mientras no tengan pruebas fehacientes de ella. Tras la reunión en la capital de Mongolia con la nieta y la biznieta, han pedido a los medios que respeten la necesidad de calma que tienen para digerir el encuentro. Según funcionarios del Ministerio de Exteriores japonés que avaló este reagrupamiento de cinco días, la nieta, que responde al nombre de Kim Eun-gyong, ha insistido en que su madre falleció.