Dice que le faltan fuerzas para continuar con su mandato. La renuncia se hará efectiva a fin de mes. La dimisión de un Papa es un evento que no se daba en los últimos seis siglos.
El cardenal alemán Joseph Ratzinger, quien al ser investido como Papa asumió el nombre de Benedicto XVI, fue electo por sus pares hace ocho años, para convertirse en el sucesor de Juan Pablo II, quien fuera el Papa que más tiempo ejerció el título en la historia. Su mandato estuvo continuamente afectado por la polémica en torno a la protección, por parte de la Santa Sede, de curas acusados de abuso infantil. Fue el primer Papa en hacer un uso activo de las redes sociales, y tiene millones de seguidores en Twitter. Los últimos meses de su gestión fueron fuertemente sacudidos por un caso de fuga de información llevada adelante por el mayordomo papal.
Ahora, Benedicto XVI, de 85 años de edad, ha anunciado su renuncia por “falta de fuerzas” para ejercer el cargo. La misma se hará efectiva el día 28 de febrero a las 8 de la noche, momento en que el actual pontífice se retirará a la residencia veraniega de Castel Gandolfo. A partir de ese momento, comenzará el proceso para seleccionar a su sucesor.
Una vez que haya sido electo el nuevo papa, Ratzinger se retirará a un convento de clausura, en el que vivirá de ahora en adelante.
La comunidad internacional se ha visto fuertemente sorprendida por este anuncio, absolutamente inesperado. La última renuncia papal fue protagonizada por Gregorio XII en 1415, aunque dicha renuncia fue por razones mucho más dramáticas: la Iglesia afrontaba una fuerte crisis, con tres papas diferentes que habían sido electos para el prelado. En su momento, Gregorio XII dio un paso al costado “por el bien de la Iglesia”. Las razones de Benedicto XVI, en cambio, tienen directamente que ver con su salud.
Los medios ahora están repletos de informaciones especulativas en cuanto a la sucesión de Benedicto XVI. Otra vez, la Iglesia tiene ante sí dos caminos posibles: puede volver a elegir a un Cardenal conservador que siga atando a los católicos a doctrinas totalmente anacrónicas y que año a año le cuestan al culto más y más adeptos; o puede elegir a una persona que complete el proceso de modernización de la institución y termine de adaptar sus costumbres y preceptos a las necesidades del Siglo XXI.
Inevitablemente, la llegada de un nuevo pontífice supondrá una saludable reapertura de los mismos debates que han rodeado a la Iglesia durante las últimas décadas: la posición de la Santa Sede al respecto del uso de anticonceptivos, el celibato de los curas, la posibilidad de admitir mujeres para que ejerzan el sacerdocio, y, por supuesto, cuál debería ser la correcta reacción oficial ante un caso de un miembro del clero acusado de abuso infantil.
Quizás vengan tiempos de cambios. O, quizás, tal como se hizo hace ocho años, los católicos simplemente echen a perder esta maravillosa oportunidad de mejorar.