La Liga reúne en el centro de la capital a 80.000 personas en apoyo a su gestión y promete que no hará caer al Gobierno.
Canova y Rosati, dos viejos cafés a un lado y otro de la plaza del Popolo, vieron cenar a Federico Fellini o Pier Paolo Pasolini y fueron escenario de la dolce vita romana. El sábado por la mañana estaban llenos de banderitas regionales de Lombardía y Véneto con eslóganes xenófobos. “Primero los italianos”. “¡Qué horror!”, suelta de lado una vecina de la calle Ripetta. No hace tanto, las huestes de la vieja Liga Norte, los bárbaros, como les conocían aquí por sus modos tabernarios en el Parlamento, solo viajaban a Roma cuando estaban de paso. Pero el sábado, a la falda de la elegante Villa Borghese, llegaron hordas de militantes de la Liga en autocares y trenes para celebrar a su líder, Matteo Salvini. “¡Solo un Capitano!”, gritaban profanando el gran mito futbolístico de la ciudad. Una puesta en escena diseñada para mostrar el músculo del partido que gobierna Italia con el Movimiento 5 Estrellas y que, según las encuestas, hoy ya podría hacerlo en solitario. Salvini, sin embargo, prometió que no hará caer al Gobierno.
La misma plaza fue escenario hace un año de una manifestación de la izquierda contra el fascismo. No llegaron ni de lejos a las 80.000 personas del sábado. La calle está hoy con Salvini, el líder más valorado, con un 64% de apoyo (frente al 16% de Matteo Renzi), que subió al escenario con una sudadera de la policía. La dramaturgia (un acto de propaganda convocado por uno de los partidos que gobierna) y el discurso, con ecos mussolinianos [comparten muletillas como “io tiro dritto” o “me ne frego”], calan hondo.
Salvini, el día que una avalancha en una discoteca de Ancona provocó la muerte de 5 menores y un adulto, es la estrella de un mitin que comenzó con un minuto de silencio. Sus escuderos despliegan una mezcla de trumpismo mediterráneo con las viejas costumbres del partido secesionista que un día fue la Liga Norte. Difícil enterrar esa esencia. Ahí está Erika Stefani, la ministra de Asuntos Regionales, que recuerda a las regiones que no pueden renunciar a la autonomía. Y entonces ondean bien alto las banderas de la Padania, la de Escocia y también una gran estelada catalana que acompaña a Salvini en todos los grandes mítines. La Liga, al menos en eso, no es Vox. “Todavía creo en la independencia de la Padania. Pero estamos con Matteo y si él cree que es una buena estrategia, adelante”, señala Roberta Leti, una señora de 53 años llegado de Bérgamo en autobús con su marido y votante de la primera hora de aquel partido secesionista.
Cuando llega Salvini, suena el Nessun dorma de Giacomo Puccini. Él se queda tres minutos con la mano en el corazón mientras la gente corea emocionada su nombre y grita “Vincerò” al son de la famosa aria. El líder de la Liga ha descifrado mejor que ningún otro político en Italia el signo de los tiempos. Su discurso, tan transversal como inconexo, habla de los efectos de la globalización, “los problemas reales de la gente”, de la calidad de los productos italianos frente a “las asquerosidades que vienen de fuera”, de ese maldito gorrilla que nos reclama los dos euros a cambio de no rajarnos las ruedas del coche, de una bajada de impuestos, de nuestras sagradas tradiciones y del derecho a pegarle un tiro a alguien que entre en el domicilio a las tres de la madrugada. Porque Salvini no está a favor de las armas, dice. Pero “¡La casa es sagrada!”, grita.
Subieron también al escenario los gobernadores de Lombardía y Véneto, las regiones más ricas; hablaron los ministros de la Familia, Lorenzo Fontana, y el de Agricultura, Gian Marco Centinaio. Conviene tener hijos, formar familias de padres y madres. “Hoy tenemos una buena noticia, hemos impedido en Nueva York que la ONU equipare nuestros grandes productos como el jamón de Parma al tabaco”, lanza Centinaio con su habitual programa nacional-alimentario. La última vez que su partido estuvo reunido en esta plaza no llegaba al 5% de votos. Hoy se prepara para gobernar en solitario Italia y transformar Europa.