Esta columna es un grito de dolor, un homenaje pequeño y atribulado a una familia que sufre.
Nosotros éramos todos un hato de pavotes aprendices que, en este camino sin remedio ni espera del aprendizaje de la vida, llenábamos de irreverencias el espacio bajo la creencia de que así valía la pena vivir ese tiempo.
Fuimos los alumnos de la señora Leonor Peruchena en Mecanografía de todos los años del secundario.
Cuesta recordar un solo momento de esas clases en que alguien no estuviera haciendo algo fuera de lugar y que, por supuesto y como corresponde a tan imberbe momento, tenía su graduación: iba desde arrojar papeles o tizas al compañero, hacia el pizarrón, al aire, al aburrimiento y al desinterés, hasta completar verdaderas indiadas que, calculo, a la señora Leonor debían hacérsele francamente insoportables; razón por la cual, los peores siempre estaban en primera fila, adelante, como castigados, cerca de su vista y a mano de alguna frase memorable.
Por supuesto que como en todo conjunto humano, estábamos los personajes destacados, los correctos, los pasables, y los impresentables. Y también es obvio que las hazañas más festejadas, y luego las más citadas y recordadas serían y serán las de los impresentables.
Todas somos vos. No sé cuánto puede servirte esto hoy o algún día, pero es verdad. Pura verdad.
Los impresentables, para empezar, no hacían nada relacionado con la materia en clase. Absolutamente nada. Por eso les asignaban las máquinas de escribir que no funcionaban, total, ellos no las harían funcionar de todos modos. Dedicaban los 45 minutos de clase, básicamente, a aceitar y perfeccionar su imagen de atorrantes molestos con aspiración a obtener diploma por eso. Leonor los sacaba afuera, los mandaba a Rectoría, les imponía tareas a sabiendas de que jamás las cumplirían. Porque no sólo no querían hacerlas, sino que como jamás habían apoyado los dedos sobre el teclado, tampoco podían.
De Rectoría volvían un poquito reconvenidos. Apenas. Era como un pequeño acto de contrición que duraba, digamos, unos diez minutos, y luego todo volvía a la normalidad, es decir, a la pavada total.
Hacíamos carreras, que ella llamaba pruebas de escritura veloz, de palabras por minuto, en las que ganar implicaba no sólo completar una cantidad equis de palabras correctamente tipeadas, sino también correr graciosamente con la hoja hasta su escritorio y entregársela en mano inmediatamente después de que ella hubiera gritado “¡Basta!”.
En ese momento no supimos cuánto nos preparaba esta mujer para las carreras de la vida, esas que no dan tregua, porque no terminan nunca, no acaban con el día, ni con la nota, ni con un supuesto boletín, ni con la aprobación de los padres o de los profesores. Esas que hay que empezar todos los días desde cero aunque el día anterior se haya terminado con 10.
Yo no conocía personalmente a Leonela, pero sí a su mamá Sandra. Y a su abuela, mi profe Leonor. No tengo para mí la pregunta del por qué, sino la del para qué. Para qué este dolor, que de tan incalificable que es, ni siquiera tiene un nombre. No hay forma de nombrar a un padre o madre que pierden a un hijo. ¿Qué clase de orfandad es esa?
Hoy, martes 29 de enero de 2013, día en que escribo esta columna de Noticias & Protagonistas, el lugar en el mundo donde pongo en acción un pedacito del oficio que aprendí con ella, Leonor Peruchena enfrenta el dolor más inmenso, abismal y trascendente que la vida plantea de tanto en tanto: en un accidente sin sentido, estúpido, irreal de tan irracional, perdió la vida su nieta Leonela Noble.
Así, de repente, sin anuncio ni sensatez alguna, una chica que iba camino a cobrar su primer medio aguinaldo en su primer trabajo, al cruzar una esquina cualquiera en esa ciudad última de su existencia, dejó todo: su pasado, su presente, sus sueños; su familia, sus amigos, su pueblo; su pelo largo, su sonrisa preciosa, su piel joven. Así, sin notificarse.
Nosotros sí que nos enteramos. Y nos condolemos y compadecemos.
Quienes la conocieron y la trataron, como mi hijo Francisco, esta noche dormirán con un gran signo de pregunta instalado en la cabeza y un dolor opresivo en el esternón. Seguramente, la pregunta será por qué, o cómo es posible. Y el dolor es por lo que no fue, por toda la inmensidad de posibilidades, el abanico increíble de la vida que ya no se abrirá para ella.
Yo no conocía personalmente a Leonela, pero sí a su mamá Sandra. Y a su abuela, mi profe Leonor. No tengo para mí la pregunta del por qué, sino la del para qué. Para qué este dolor, que de tan incalificable que es, ni siquiera tiene un nombre. No hay forma de nombrar a un padre o madre que pierden a un hijo. ¿Qué clase de orfandad es esa? El supuesto orden natural de las cosas no es tal, pero crecemos, nos hacemos adultos y luego mayores y luego aún más mayores en la creencia de que existe ese orden natural de las cosas, y que según él, primero se irán nuestros abuelos, luego nuestros padres y así sucesivamente. Tanto creemos en él, que no hemos encontrado en todos los años en que usamos la palabra como vehículo de expresión de vivencias, un nombre para designar aquello que contradice profunda y despiadadamente ese orden: la muerte de un hijo.
El dolor es general, y el reclamo es por justicia. Creo en la justicia como una herramienta de establecimiento de responsabilidades y culpas, pero no como instrumento de reparación. La justicia no repara, apenas ahuyenta el fantasma de la ignominia, de la impudicia de la impunidad. Es una enorme advertencia para el que aún no hizo nada: si lo estás pensando, y si no, mirá, esto es exactamente lo que te puede pasar. Es una adominición, un gesto para el futuro, un castigo posdatado. Pero no alcanza. Porque la pérdida de Leonela, para su familia, para la sociedad, porque era una chica de bien, trabajadora, que aportaba con su compromiso un granito de arena para volver a creer que una comunidad organizada y respetuosa de las reglas de convivencia es posible, no tiene sustituto. No lo puede proveer la Justicia.
El sistema de administración de justicia es punitivo, coercitivo, actúa sobre acontecimientos, no sobre eventualidades, y lo que necesitamos hoy todos, porque todos somos potencialmente víctimas o familiares de víctimas, es una acción concreta, preventiva y eficaz sobre la eventualidad. Para que la eventualidad, es decir un hecho que puede o no producirse, termine no produciéndose. Eso precisamos. No relato oficial, no pase de facturas viejas: acción preventiva. No entiendo de política urbanística sustentable, ni de estrategias o planificación de un desarrollo que priorice un tránsito saludable para vehículos, peatones, en armonía con el entorno. Sólo entiendo que es tarde, y que todo lo que se haga hoy, para Leonela, es tarde e insuficiente, casi una mueca horrible, una burla a destiempo.
A vos, Sandra: hay pocas cosas en la vida que unan más a las mujeres de toda condición, nivel y entendimiento, que ser madre. No todas las mujeres están llamadas a serlo, pero las que lo somos, conocemos la hondura del delirio, de la pasión, del llanto por dolor o por felicidad porque sí. Simplemente porque dejaron los pañales, el chupete o terminaron el jardín de infantes. Vos, además, Sandra, sos docente, sos una madre cotidiana y presente de hijos de otras madres, que te confían lo más preciado, lo que no tiene reemplazo. Así que sos doble madre. No puedo siquiera asomarme a tu dolor, porque bajo mis pies se abre un abismo que me llena los ojos de lágrimas, la garganta de llanto, y el día de un desasosiego que no sé cómo remontar. Mi vida está hecha de palabras, y la tuya, en algún sentido, también. Porque es con palabras de amor que se les enseña por primera vez a los niños a empezar a ser personas, a desarrollar ese germen de humanidad que todos traemos al nacer. Sólo tengo palabras que ofrecerte, que no te devolverán a Leonela, que no te conformarán ni confortarán suficiente, pero que te dirán que hoy todas somos Sandra Fewkes. Todas. No hay una madre en el mundo, te conozca o no, sea tu amiga o no, tu compañera o no, la haya visto alguna vez a tu hija o no, que no sienta el desgarro tuyo, que no esté aterrorizada de sólo pensar lo que debés estar atravesando. Todas somos vos. No sé cuánto puede servirte esto hoy o algún día, pero es verdad. Pura verdad.