La semana pasada, muchos argentinos pretendían que el Papa Francisco reclamase ante la Reina Isabel II por la soberanía argentina en Malvinas. Visión diminuta para la misión universal de un hombre que sabe cuál es su destino y su papel en la historia moderna.
El primer año de Francisco al frente de la Iglesia Católica no va a pasar desapercibido al momento de escribirse la historia de los pontificados modernos. El Papa ha marcado, desde su primer día al frente de la grey católica, la gran diferencia entre cristianismo y vaticanismo.
Y lo ha hecho crudamente, insistentemente, claramente.
Tal vez, para enojo de quienes pretenden que sea solo una continuidad del Jorge Bergoglio al que pocos conocían pero ahora todos “recuerdan” como el gran inquisidor del kirchnerismo, el Pontífice ha asumido su universalismo con una naturalidad que realmente hace pensar que aquello de la inspiración del Espíritu Santo es algo más que un cuento para captar mentes infantiles.
Todo en el Papa ha cambiado. Su rostro sombrío del ayer cardenalicio se ha convertido en una sonrisa diáfana, distendida; un permanente mensaje que le dice al mundo “soy feliz por estar donde estoy”.
Y así, puede hoy afrontar el problema más serio para el equilibrio mundial y mañana juntarse con los jóvenes para hablar de las cosas de la vida, imponiendo una agenda desconocida para la Iglesia sin abjurar de uno solo de los principios dogmáticos que le han dado vida por más de dos mil años.
O meter mano en las zonas oscuras del Vaticano al mismo tiempo que, en su sencillez y desaprensión por el miedo físico, se mezcla con la gente como si se tratase de alguien en el que nadie pone la mirada o señala como importante.
Busca, desde su trono, retornar al contacto con los pobres, con los desposeídos del mundo, con los olvidados. E intenta, con su palabra sencilla, acercar a los tibios, los decepcionados y los enojados con una institución que se cerró cada vez más dentro de los muros romanos y olvidó que el cuerpo místico de Cristo son los hombres -sobre todo, los que sufren- y no los símbolos ni las jerarquías.
El que sueñe que Francisco va a desarmar la Iglesia Vaticana, se equivoca. Nada de eso está en el pensamiento de este argentino que hoy encarna la herencia de San Pedro.
El Vaticano es a la iglesia de Cristo lo que la luz a un faro que alumbra la entrada a un puerto. Y aunque ese puerto aparezca hoy plagado de pecadores, lo importante será siempre rescatarlo para que los católicos sientan que su lugar en el mundo tiene espacio y geografías propias. Tal como lo entendió Pío XII cuando se negó a abandonar el pequeño territorio pese a las súplicas de los creyentes del mundo ante el inminente riesgo de una invasión nazi a la Sede Apostólica.
“Si Dios dijo que las puertas del infierno no prevalecerán sobre la piedra de la Iglesia, yo no soy quien para dudar de su protección”, declaró aquél injustamente criticado Príncipe de Roma que, sin embargo, dio al mundo un ejemplo de coraje, prudencia y liderazgo. Sin su alta edificación, ese faro no sirve para nada. Pero sin la luz de su punta, el edificio será solo una construcción inútil y desproporcionada.
La grey católica necesita mirar a Roma y sentir que está conducida, resguardada y contenida. Pero precisa que esa mirada le devuelva la tranquilidad de sentirse comprendida por hombres de Dios que vivan como tales y que, como Jesús, se atrevan a caminar entre los pecadores, a cobijarlos y mostrarles que, pese a todo, la felicidad del alma es posible.
Francisco habla todo el tiempo de eso, de la nueva Iglesia. Y se refiere a los que hasta hoy se sentían separados ominosamente de una institución que habla más que lo que predica y esconde más de lo que muestra.
Estoy seguro de que antes de fin de año va a comenzar a alumbrar un nuevo Concilio Ecuménico al que el sabio jesuita Bergoglio convocará para consolidar este cambio. Se nota en el aire, se puede preveer en sus palabras. Y además, es necesario.
Francisco se abraza al cristianismo con la misma vehemencia que las jerarquías lo hacen al vaticanismo. De quien gane la pulseada dependen muchas cosas; tantas, como las que deben sobrevenir de una primacía que no destruya en el camino a la otra parte.
La Iglesia no es el Vaticano, pero necesita del Vaticano para seguir marcando su presencia terrenal, la que le da sustento a su proyección espiritual. Y poco importan los vicios que la traspasan, como poco le importó a Jesús la presencia de Judas –del que ya conocía la traición- en la cena en la que consagró su propio cuerpo y su propia sangre dando principio al misterio eucarístico.
Porque aquella noche, el traidor también comulgó. Y sin embargo, aquella defección no anuló el acto ni puso en riesgo el futuro de la naciente cofradía universal.
Esas son las reglas que, uno supone, tuvo en cuenta Dios al encarnar en su propio hijo y éste al ordenar a Pedro que institucionalizara el mensaje. Y una de ellas -seguramente la más importante- es la continuidad misma de la Iglesia Católica en las colinas de Roma.
Nada menos.