Pese a sus recurrentes crisis y a la falta de inversiones, es el país de América Latina más preparado para afrontar la era de la automatización; grandes desarrollos en robótica e inteligencia artificial.
Si el señor que habla con LA NACION no está loco, si eso que muestra la pantalla de su celular es real y no una burda artimaña digital, lo que está haciendo es chatear con una vaca.
¿Chatear con una vaca? Eso dice Eddie Rodríguez von der Becke, fundador y CEO de la plataforma Tambero.com, que por esta creación fue premiada y financiada por Microsoft . La vaca se llama Chabela y está en un campo en San Francisco, Córdoba. “Hola, Chabela, ¿cómo estás?”, escribe el emprendedor desde Vicente López, a 550 kilómetros de distancia. “Hola. Con calor. Acá hay 32°”, contesta Chabela, un ejemplar de Holando Argentino. Lleva un collar con un sensor que registra toda su actividad y la transmite a la nube, el espacio virtual de almacenamiento y procesamiento de datos en internet.
En la era de la economía del conocimiento, el destino de un país puede medirse por su desarrollo tecnológico , coinciden gobiernos, la academia y las empresas: “Dime qué tecnología tienes y te diré cuál es tu futuro”.
A la Argentina, en ese Mundial no le está yendo mal. Vacas que chatean. Robots que limpian reactores nucleares. Drones que inspeccionan campos. Impresoras 3D que hacen manos ortopédicas. Chicos de escuelas primarias que reciben un kit de robótica para trabajar en el aula. Este paisaje, propio de Estados Unidos, Japón o Alemania, puede verse hoy en el país, cuyo estándar tecnológico no tiene mucho que envidiarles -en calidad, sí en cantidad- a los mercados más avanzados.
Esa realidad podría sorprender a quienes creen que el estatus de país subdesarrollado y con recurrentes crisis económicas se manifiesta también en el acceso a la tecnología de punta en áreas claves como inteligencia artificial y automatización. Los especialistas lo desmienten. “En robótica, por ejemplo, el país está logrando enormes progresos. Hay un gran desarrollo local”, dice Pablo De Cristóforis, del Departamento de Computación de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires.
De Cristóforis sabe de lo que habla: acaba de organizar en Buenos Aires un simposio al que vinieron algunos de los mayores investigadores en robótica del mundo. En los pasillos del Sheraton de Retiro, Ossama Khatib, director del Laboratorio de Robótica de la Universidad de Stanford, contaba, como si fuera una película de suspenso, las proezas de OceanOne, un robot de última generación que fue sumergido a 100 metros en el Mediterráneo para ayudar a desentrañar un naufragio del siglo XVII.
A su vez, Khatib y los cerca de 100 expertos que vinieron al simposio pudieron escuchar -no sin cierta sorpresa, admitieron- algunas de las cosas que se están haciendo en la Argentina. En un laboratorio de la Facultad de Ciencias Sociales y Naturales de la UBA desarrollan vehículos aéreos no tripulados, VANT (drones), que se podrán usar para el control de cultivos, el monitoreo de la tala indiscriminada de bosques o para conocer la población de pingüinos en la Antártida y de ballenas en Península Valdés. En Rosario se utilizan robots para controlar el abuso de agroquímicos en los cultivos.
Tecnología y empleo
En el país, las tecnologías de vanguardia han ido ganando espacio y prácticamente están en todos lados, pero todavía a escalas reducidas. Nadie teme que en el corto plazo se vayan a convertir, como sí ocurre en el mundo, en una amenaza para muchas profesiones y actividades. Se estima que en una o dos décadas ya habrá desaparecido el 50% de los empleos que hoy se conocen. “En tecnología todavía somos un país emergente, pero no porque no accedamos a lo que hay en el mundo o por falta de capacidad, sino porque faltan inversiones”, dice Hugo Scolnik, experto en informática y profesor en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.
En el Centro Atómico de Bariloche están diseñando un robot que se usará para el mantenimiento del primer reactor nuclear de potencia íntegramente desarrollado en la Argentina. En la Universidad del Centro, en Tandil, construyen un minisubmarino automatizado para el monitoreo de lagunas, que también se usará en las costas del litoral marítimo. Como informó LA NACION semanas atrás, permanentemente están surgiendo empresas argentinas de tecnología lanzadas a la innovación: Alto Estudio creó un asistente de carga omnidireccional para la industria; Inipop, un auto autónomo que utilizará el gobierno porteño; Ekumen, un robot móvil capaz de atender al público en hoteles (como ocurre hoy en Japón), y Robotgroup, kits de robótica educativa.
A un investigador argentino que participó del simposio del Sheraton le temblaron las piernas cuando le oyó decir a Khatib, suerte de deidad en el campo de la robótica: “Me voy impresionado de los avances que están logrando. En algunas áreas ya son una referencia en el mundo”.
Hablar con Chabela
Según Daniel Rabinovich, CTO (principal ejecutivo tecnológico) de Mercado Libre, la innovación que genera valor es más ingenieril que científica: tecnología orientada a resolver problemas concretos. En el mundo ya existen nanorrobots que “se meten en las venas y te curan”, dice, pero no es el tipo de avance al que la Argentina le debe prestar atención. “La vanguardia hoy es la inteligencia artificial. Acá tenemos mucha gente trabajando en eso, pero todavía estamos en Primera B. En cambio, en innovación tecnológica estamos en Primera A. ¡Somos héroes! Veamos, si no, el caso de Gino Tubaro, que tiene 23 años, inventó las prótesis de mano hechas con impresoras 3D y las regala”.
Meses atrás, un informe de The Economist Intelligence Unit y la empresa ABB ubicó a la Argentina como uno de los 25 países del mundo mejor preparados para la era de la automatización. El ranking, un campanazo que retumbó en gobiernos y corporaciones de todo el mundo, mide tres ejes: entorno de innovación, políticas educativas y mercado laboral. Con el puesto 17, la Argentina ocupó el lugar más alto entre los latinoamericanos, por delante de Brasil (19), Colombia (20) y México (23). “No me sorprende, porque nuestras universidades están formando ingenieros, técnicos, científicos e investigadores de primer nivel. El problema es el contexto económico y la falta de políticas de Estado”, dice De Cristóforis.
La aplicación para chatear con vacas, estrella de una plataforma a la que ya están conectados 180.000 establecimientos en todo el mundo, nació el año pasado. Es una creación íntegramente argentina, con soporte de Microsoft. “Se las presentamos, nos premiaron y nos fondearon para que la pudiéramos desarrollar: 150.000 dólares en efectivo y 400.000 en infraestructura”, cuenta Von der Becke, de Tambero.com.
Cualquier persona que asistiera al diálogo digital con una vaca quedaría tan impresionada como los expertos de Microsoft cuando se toparon con este invento surgido de la pampa húmeda. Von der Becke saca su teléfono y segundos después está conectado, a través de la nube, con Chabela, la lechera Holando Argentino de 3 años y medio que está en un campo en Córdoba. “Aparte del calor, ¿alguna otra novedad?”, le pregunta. Enseguida llega la respuesta: “Estoy en celo desde las 3 de la mañana”. “Ah, excelente, Chabela, gracias por avisarme!!! Cómo está tu producción de leche??” “Muy bien -responde ella, orgullosa-. Hoy di 36 litros, 4 más que el promedio de mi lote”.
A través del chateo se puede saber cómo se siente el animal, su peso, cuánto caminó, cuántas horas durmió, qué comió. Son datos fundamentales para la producción. Por ejemplo, saber que la vaca está en celo, un estado que dura solo 12 horas, permite actuar con rapidez para inseminarla o servirla. ¿Vanguardia pura? No tanto, dice Von der Becke: en unos meses, la comunicación será mediante voz humana. “Le hablaré a Chabela y ella me contestará hablando. Mucho más fácil”.
Un hijo metálico
Sol Pedre, doctora en Ciencias de la Computación y directora de Robotización y Automatización del Centro Atómico Bariloche (CAB), tiene 38 años y un hijo de 3. Se ríe cuando le dicen que su segundo hijo le está naciendo allí, en un laboratorio-taller a orillas del lago Nahuel Huapi: un robot de casi dos metros de alto y 650 kilos.
En realidad, el robot es alemán, similar a los que se usan en la industria automotriz. Pero Pedre y su equipo de ocho profesionales (todos argentinos de menos de 30 años) lo adoptaron como propio para convertirlo, mediante la incorporación de siete herramientas diseñadas por ellos, en un aparato único en el mundo, especialmente preparado para la inspección de reactores nucleares; en este caso, el Carem 25, una central de potencia que la Comisión Nacional de Energía Atómica está construyendo en la localidad bonaerense de Lima (Zárate), junto a Atucha I y Atucha II.
“Nos llevó dos años adaptarlo para que pueda hacer el mantenimiento de los 600 tubos generadores de vapor del reactor, de 30 metros de alto cada uno -explica Pedre, mientras desde un tablero pone en funcionamiento el robot-. Va a reemplazar el trabajo de 25 operarios, que están sometidos a temperaturas de 40° y el riesgo de contaminación radiactiva por el uranio. Lo hará en la mitad de tiempo y de forma más segura”.
En el Centro Atómico Bariloche, en cuyo predio de 46 hectáreas también tiene su sede el Instituto Balseiro, cuna de la elite física y nuclear del país, confían en que la tecnología creada para el robot pueda ser exportada. “Claro que sí. Esperamos eso. De todos modos, lo más importante para nosotros es hacer un aporte a la soberanía tecnológica y energética del país”, dice Pedre.
La era de los bots
Un señor se comunica con la página web del shopping Alto Palermo y pregunta: “Dónde puedo conseguir jeans marca Levi”. Aunque lo escribió mal, porque es Levi’s, enseguida le responden: recibe una lista de locales. Otro pregunta por el estacionamiento. Una mujer, por la ubicación de los baños. Otra, por descuentos.
No hay un ejército de empleados contestando las consultas vía chat que se reciben en los centros comerciales de IRSA, o las hasta 50.000 por día que le llegan al gobierno porteño. Lo que hay, en los dos casos, es un robot: inteligencia artificial.
“La automatización ya existía, igual que los robots, pero el fenómeno de estos tiempos es su aplicación a los servicios. Las computadoras aprendieron a entender el lenguaje humano, oral y escrito, y además tienen capacidad de visión. Ya la tenían, pero ahora entienden lo que ven”, dice Alejandro Zuzenberg, 45 años, fundador y CEO de BotMaker, una de las cuatro o cinco desarrolladoras de inteligencia artificial (IA) del país.
Exdirector de Facebook y exdirector comercial de Google, Zuzenberg no está hablando de Silicon Valley, sino de la Argentina. Hoy hay IA, o “bots” (aféresis de robots), en casi todo: cuando alguien se conecta a internet; cuando usa su teléfono celular; cuando sale a la calle y un dispositivo le lee la patente de su auto; cuando enciende su smart TV; cuando se conecta con oficinas públicas o empresas?
En los centros comerciales, los robots están preparados para responder sobre horarios, marcas, promociones, ubicación y muchas otras cosas. No son infalibles, claro. LA NACION le preguntó al de Alto Palermo “dónde queda” el shopping, y el bot se tildó. Sí reaccionó cuando la formulación fue distinta: “¿Cuál es la dirección…?”. Los especialistas explican que los robots, como las personas, necesitan entrenamiento: cuantas más conversaciones haya, más sofisticadas serán las respuestas y más variada la cantidad de problemas que pueden resolver. Y el lenguaje oral actuará cada vez más como interfaz: se les hablará (ya se les habla) al auto, al teléfono, a la televisión, a la casa.
“Nosotros vendemos conversaciones. Si al gobierno de la ciudad hoy le llegan hasta 50.000 consultas por día, básicamente para trámites, es porque la gente sabe que ahora si pregunta algo va a tener respuesta. Antes, no”, dice Zuzenberg.
Gracias a la IA, en el sector de los servicios el costo marginal de atender a un cliente pasó de 3 dólares por persona a 20,3 centavos de dólar. Se calcula que en el país hay unos 130 millones de conversaciones por día que podrían automatizarse, y que faltan al menos cinco años para que el mercado local madure: aunque la tecnología está, empresas, gobiernos y personas todavía no la usan.
En BotMaker, creada hace dos años y medio, procesan 3 millones de conversaciones por día, y también operan en Brasil, Colombia y Perú. Según los expertos, los bots argentinos son los más desarrollados de la región. Quizá por eso, y por la concentración del sector en un puñado de empresas, trabajo no les falta a las proveedoras de IA. “La verdad, no tenemos que ir a buscar clientes. Nos llueven”, dice Zuzenberg.
Elogios brasileños
A veces, los elogios a la Argentina pueden venir de Brasil. O de un brasileño que vive en Buenos Aires desde hace algo más de un año. Es el caso de José Paiva, country manager para la Argentina, Bolivia y Uruguay de ABB, la multinacional con sede en Zurich especializada en tecnologías para generación de energía y automatización industrial. ABB es una cuna de robots. En sus 95 años en el país ya instaló 1300: el 70%, en la industria automotriz.
“Los profesionales con los que trabajo acá tienen un nivel superior, que incluso acaba de ser reconocido por el estudio que hicimos junto a The Economist -dice Paiva-. De hecho, los ingenieros argentinos de ABB han logrado soluciones digitales y desarrollos que fueron exportados”.
La empresa importa robots, pero son programados e integrados a las líneas de producción por ingenieros argentinos. “La educación acá está mejor que en Brasil”, dice Paiva. La ABB local tiene 800 empleados, y 100 de ellos, en el área de robótica.
En la Argentina, unos 300 robots intervienen en la fabricación de un auto. Si se recorre la planta de Toyota en Zárate (130 hectáreas, 6000 empleados, 140.000 unidades producidas este año, líder en el país con 16% de market share), para no toparse con robots hay que ir al comedor o a los baños. Después, están prácticamente en todos lados. Incluso, cuando se camina por la planta hay que estar atentos, para no interferir, al desplazamiento de los AGV (en inglés, vehículo de guiado automático), robots que andan por toda la planta llevando partes de los autos, desde una pieza menor hasta la carrocería. En forma autónoma y siguiendo recorridos programados, aceleran, frenan, doblan, cargan, descargan y, gracias a sus “ojos” (sensores), si llegan a toparse con algún obstáculo inesperado en su camino, como una persona que se les cruza, se detienen; solo reanudan la marcha cuando el obstáculo ya no está.
“Esta es una de las plantas de Toyota más modernas y tecnificadas del mundo”, afirma Diego Prado, director de Asuntos Corporativos. Los estándares son similares a otras terminales de autos del país.
LA NACION acompañó en Zárate el proceso de producción de un vehículo (614 por día, entre Hilux y SW4), desde el paso inicial, la prensa o estampado (95% de automatización), pasando por la soldadura (50%), pintura (40%) y ensamblado final (100% manual). En esa cadena de montaje, de 13,5 horas de punta a punta, el grueso del trabajo está hecho por robots, tecnificación que progresivamente va desplazando al hombre. “Pero en Toyota lo que se pierde por automatización se compensa en otras áreas gracias al aumento en la producción -dice Prado-. Nadie pierde su lugar por un robot”.
Titanio en 3D
Alejandro Sioli, profesor del IAE Business School, tiene una impresora 3D en su casa, que armó con sus hijos. El juguete nuevo los llenó de ilusión los primeros días, mientras lo montaban y en los ensayos iniciales; por ejemplo, hicieron un pedal para una bicicleta y alguna otra cosa. “Pero la verdad es que después perdimos el entusiasmo, la guardamos y ahí quedó”, cuenta Sioli.
Una de las vedettes entre las tecnologías de vanguardia desde hace años, la impresión 3D no ha tenido todavía una gran expansión, especialmente en el país, entre otras cosas por su complejidad y su precio. Aquello de que “apretás un botón y empieza a imprimir” está lejos de ser así. Además, las máquinas domésticas, que trabajan básicamente con plásticos y tienen un valor promedio de 400 dólares, son limitadas en cuanto a lo que pueden hacer, mientras que las de mayor capacidad cuestan al menos cinco veces más.
Hoy, en el mundo, las impresoras 3D de alto desarrollo producen piezas para joyería, ortodoncia, prótesis, industria aeroespacial, arquitectura, diseño, medicina… “A una prima mía que tuvo un grave accidente, en Estados Unidos le hicieron en 3D una placa de titanio de unos 4 o 5 centímetros de diámetro para insertársela en el cerebro”, cuenta Maximiliano Bertotto, CTO de Trimaker, una empresa argentina especializada en esta tecnología.
En el país se comercializan tres tipos: las DIY (kits para armar, de 250 a 600 dólares), media gama (vienen armadas y cuestan entre 1000 y 2000 dólares) y alta gama (de 10.000 a 50.000 dólares). “Es una industria que en el mundo está creciendo anualmente al 20%. Acá, bastante menos. Somos unas 10 empresas y vendemos unas 250 impresoras por mes”, dice Fernando Fernández, director de Trimaker.
El mercado local está, en este rubro, lejos de los estándares de desarrollo de países como Estados Unidos, donde hay unas 10 tecnologías de impresión en 3D. Acá, no más de dos o tres.
Concretamente: la prima de Bertotto jamás podría haber encontrado en la Argentina alguien que le hiciera la placa de titanio que le salvó la vida.