No existen datos que nos hagan pensar que el clima se ha vuelto más loco que hace unos años: la gota fría es una característica de nuestro patrimonio climático, como las sequías en California y los huracanes en el Caribe, y no podemos hacer nada para evitarla.
Quince de octubre, 11 de septiembre, 14 de octubre, 25 de septiembre, 20 de octubre, 3 de octubre, 21 de septiembre… La franja entre la última semana de septiembre y la última de octubre, el otoño en evolución de nuestro hemisferio, es fatídica para la atmósfera en este rincón mediterráneo que habitamos. Apenas un mes donde se concentra el fenómeno meteorológico más español: la gota fría.
El nombre, ya de por sí, evoca desastre. Aunque en realidad no es más que un acontecimiento atmosférico común. El descolgamiento de una bolsa de aire frío desgarrada de la corriente polar de chorro (una de las cuatro grandes autopistas de aire que regulan el clima de la Tierra) origina una peculiar danza de energías y presiones. Esa «gota» gigantesca de aire puede desplazarse hacia latitudes como la nuestra y entrar en contacto con el aire más cálido todavía cargado de energía atesorada en el mar durante el verano. El agua del mediterráneo aún caliente genera masas de aire cálido a encuentro de la bolsa polar heladora. El proceso es algo más complejo y entran en juego las diferencias de presión, la circulación ciclónica de algunos frentes. Gota fría no es siempre sinónimo de precipitación extrema. Pero sí uno de los gatillos que la disparan.
Los científicos llevan años prefiriendo otra terminología para el complicado proceso que desemboca en las grandes precipitaciones: DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos), un término que recoge con más exactitud la catarata de acontecimientos que suceden sobre nuestras cabezas antes de la gran tormenta.
Sea como fuere, desde los primeros registros meteorológicos modernos (allá por las postrimerías del siglo XIX) hasta hoy, el suceso se repite entre septiembre y octubre, casi siempre. ¿Por qué entonces cada vez no sorprende, nos abruma? ¿Por qué siempre nos parece que la última cornada del clima ha sido la más profuda, que cada vez nos ocurren más desgracias, que el tiempo «se está volviendo loco»?
La memoria es débil como la carne. El 15 de octubre de 1889, la riada de Santa Teresa provocó más de 1.000 muertos en Murcia, Almería y Alicante. El 14 de octubre de 1957, las aguas arrasaron 81 vidas en Valencia. El 26 de agosto de 1983, la gota fría del Nervión mató a 34 personas en Vizcaya. No hay nada a priori que nos haga pensar que el tiempo hoy se ha tornado más loco y asesino que entonces.
La gota fría (la DANA) es una característica propia de nuestro patrimonio climático. En España tenemos dehesas, pinsapos, águilas imperiales ibéricas, cerdos de bellota y gotas frías. Forman parte de nuestra geografía humana como los huracanes en el Caribe, las sequías en California o el volcanismo en Indonesia. No podemos hacer nada para evitarlo.
En las últimas décadas, uno de los debates científicos más interesantes alrededor del cambio climático (interesante en tanto que no está resuelto) se ha centrado en determinar si el aumento global de las temperaturas provoca directamente un empeoramiento de los episodios ciclónicos (como los huracanes) y la inestabilidad extrema (como lo DANA). Y la respuesta sigue siendo incierta.
Evidentemente, uno de los componentes más importantes de un episodio de gota fría es la ascensión de masas de aire caliente desde la superficie del Mediterráneo. Parece obvio pensar que, a medida que las temperaturas del mar se elevan, la probabilidad de que estas masas de aire impacten con una bolsa polar descolgada aumenten. Pero los estudios más afinados al respecto no logran establecer una conexión directa entre el aumento de las temperaturas globales y el empeoramiento de las condiciones de gota fría.
Si se observa el histórico de acontecimientos, no se aprecian variaciones significativas en siglos. Hace un par de décadas, se vislumbró un ligero cambio en el patrón temporal de las gotas frías. De hecho, algunos científicos detectaron cierto adelantamiento de la franja de fechas propias del fenómeno: en algunas temporadas, se sufrieron en julio y agosto episodios propios del otoño.
Pero no ha sido el caso de este año. Los tristes acontecimientos que hemos vivido estas dos últimas semanas nos demuestran que la atmósfera sigue mostrando su peor cara donde y cuando siempre.
Si observamos al hermano mayor de este fenómeno mediterráneo, los huracanes atlánticos, encontramos una respuesta similar. Desde 1851, el número total de huracanes cada año varía sin encontrarse una curva mantenida al alza, aunque desde 1988 hay más años seguidos con más de diez episodios que nunca.
Si observamos la energía ciclónica acumulada (es decir, la gravedad de los huracanes) veremos que también desde 1988 hay más años que nunca en los que el valor supera los 100 (según una escala que mide la velocidad de los vientos en nudos y la energía desplazada).
Pero se observan varios datos reveladores. Por ejemplo, en 1851, se registraron tres huracanes con una energía acumulada (ACE) de 36. En 2015, cuatro huracanes generaron una ACE de 63. Pareciera que no hay más huracanes, pero sí los hay más potentes. En el caso de las gotas frías no es tan evidente la relación.
Si miramos los periódicos de 1889 y sus 1.000 muertos por las riadas de Santa Teresa y los comparamos con los de hoy parecería lógico pensar que el tiempo estaba más loco entonces que ahora.
Aun así, siempre nos parece que el último episodio es el más anormal. De hecho, esta misma semana, muchos medios nos hemos lanzado a alertar de que la gota fría del jueves sería la más grave en una década.
La gravedad de los acontecimientos atmosféricos no solo depende de la propia atmósfera. Solo nos acordamos del suelo cuando llueve. Una de las razones por las que las riadas pueden ser más graves y causar más daños es el cambio del uso del terreno. Con el aumento de las zonas urbanizadas y el descenso de arbolado boscoso, se dan más facilidades para las grandes avenidas de agua. Los suelos boscosos retienen lodos y agua, la falta de árboles genera canalizaciones naturales donde el agua corriente adquiere más energía cinética…
Con todos los datos en la mano, en fin, parece más fácil decir que los seres humanos nos hemos vuelto un poco más locos. El tiempo, en cambio, no tanto.
Los meteorólogos coinciden
Roberto Brasero: «Nos enfrentaremos a desafíos mayores»
Para Roberto Brasero, a partir de ahora, el tiempo va a ser mucho más variado y complicado de predecir: «Eso dificultará mucho las previsiones, lo que podría dar lugar a a consecuencias muy graves». Pero también reconoce que sera una época «apasionante para nuestro trabajo, pues tendremos que enfrentarnos a desafíos cada vez mayores. El tiempo será muy imprevisible, sin los patrones de ahora».
Joanna Ivars: «Viviremos cosas desconocidas en 10 años»
Estamos ante un momento de inflexión. Así lo adelanta Joanna Ivars, para quien «vivimos un momento crucial y crítico» ya que hay que tomar medidas «que sean drásticas». «En diez años, viviremos cosas que nunca han pasado antes en España», asegura. Otro hándicap es la dificultad de exigir a países como India o China que no contaminen cuando previamente nosotros hemos hecho lo mismo.
Rosemary Alker: «Los fenómenos se van a intensificar»
«Los fenómenos que ya existen se van a intensificar». Así de contundente lo avanza Rosemary Alker. «El mejor ejemplo lo acabamos de vivir: no estamos acotumbrados a huracanes como Leslie. La meteorología será más adversa. Aún así, este año ha sido bueno: en invierno y en verano ha llovido y eso nos ha dejado bastante agua».
Mar Gómez: «Los efectos serán muy adversos»
Mar Gómez lo tiene claro: la alteración de la frecuencia y la intensidad de los fenómenos meteorológicos extremos, así como el aumento del nivel del mar, tendrán «efectos muy adversos sobre los ecosistemas y el ser humano». «El cambio climático, las olas de calor y la mayor frecuencia de los incendios agudizarán los riesgos» que repercutirán sobre nosotros.