El que se va ha sido un año desperdiciado para la Argentina. Con todas las señales de la historia delante de nuestras narices, no supimos leer ni tan solo una de ellas. Y nos enfrascamos en la reiteración de errores difíciles de entender.
Ha sido una constante de los tiempos que cuando al mundo le va mal, a la Argentina le va bien. Productor eterno de comida, nuestro país no ha sabido aprovechar esas olas, reiteradas desde los primeros años siguientes a nuestra emancipación.
Cada vez que se hicieron presentes, la Argentina prefirió enfrascarse en peleas intestinas. O en ciclos demagógicos inentendibles. La demagogia siempre lo es, pero muy especialmente cuando campea en una nación que no necesita regalar nada a su gente para lograr un bienestar que, para otros países, será siempre inalcanzable; aun en medio de la mayor disciplina posible en democracia.
En otras ocasiones, nuestro país eligió sumergirse en aislamientos internacionales que ponen en evidencia la inmadurez y la estupidez de nuestros gobiernos. De todos nuestros gobiernos.
Tiempo de acumular reservas
Como ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial, la crisis que vive hoy el planeta encontró al país con un alto nivel de reservas.
Reservas que debieron incrementarse con solo mantener una política de cambio suficientemente alto como para crecer en competitividad. También, para vender los alimentos y la energía que todos los países reclamaban. Y para incrementar aquel caudal de ahorro y poder respaldar cualquier negociación internacional de pago de nuestra deuda pública. Algo que, por los albores de la crisis, para el gobierno kirchnerista parecía una mala palabra; hoy, lo encuentra mendigando por los tribunales internacionales algún fallo que no termine por desbarrancar sus ya exhaustas arcas, necesitadas de créditos, perdones y plazos.
Una política que permita, sobre todo, mantener constante el valor de nuestra moneda, alejándola del riesgo de una devaluación constante que alimenta la inflación.
Sencillo, de manual, y más fácil de hacer que lo contrario.
Sin embargo, se hizo todo lo menos indicado. Se mantuvo una política prebendaria disfrazada de asistencialismo. Se quemaron en ello las reservas que no han parado de caer desde hace tres años. Se privó de respaldo a la moneda, hasta lograr la sinrazón de que ocho y medio de cada diez billetes que circulan sean de la máxima denominación. Se afectaron intereses internacionales con nacionalizaciones nunca pagadas y al margen de cualquier norma del derecho mundial. Y se terminó persiguiendo fantasmas con forma de ciudadanos que solo querían pasar unas vacaciones fuera de nuestras fronteras.
Como siempre en la historia, la clase media terminó siendo el pato de la boda de los errores de la demagogia gubernamental.
Y también, como siempre -otra señal de los tiempos tampoco leída por el poder-, aplastarla no alcanzó para corregir el rumbo equivocado.
El pecado original
¿Cuál es el motivo por el que todo aventurero que se encarama en el poder, termina haciendo lo que quiere con los argentinos y con su destino?
La respuesta ha sido, hoy y siempre, una sola: la endeblez de nuestras instituciones, comenzando por la debilidad histórica de nuestra propia Constitución.
Sería absurdo fingir u ocultar lo que todos sabemos: a los argentinos, nuestra Ley Fundamental jamás nos ha importado seriamente; y mucho menos hemos demostrado apego alguno a su cumplimiento. De ahí para abajo, todo ha sido posible.
Cada gobierno que quiso reformarla, lo consiguió. Cada vez que sentimos que nos “convenía” suplantarla por algún bando militar o por alguna hijuela de la demagogia más abyecta, nos hemos prestado para ello, sin que un atisbo de rubor apareciese en nuestras caras.
Porque otra de las cosas que nos han hecho fácilmente detectables para el resto del mundo es nuestra capacidad para gritar histéricamente que tenemos razón, aunque todas las razones de la tierra demuestren lo contrario.
Si nos burlamos del mundo, tenemos razón. Si dejamos de hacerlo (siempre por necesidad) y le pedimos ayuda, tenemos razón en enojarnos cuando “ellos” insisten en no olvidarse de nuestras perradas.
Si vivimos en una fiesta permanente, producto de nuestras ficticias y recurrentes apreciaciones de un dinero que sin embargo ha perdido treinta y seis ceros en apenas cincuenta años, encontraremos cien justificaciones de semejante sinrazón.
Y cuando, siguiendo la lógica más elemental, estallemos en mil pedazos (1981, 1987, 1989, 2001), siempre encontraremos un culpable y un pretexto para descargar en ellos nuestras irresponsabilidades.
Y este año que termina ha sido un “leader case” de la argentinidad en estado puro.
Menos de doce meses después de plebiscitar a Cristina Fernández como líder indiscutida de un país que pretendía engañarse a sí mismo, descubrimos la realidad de un relato berreta, obvio y expuesto para todo aquel que no quisiese mentirse. Y estallamos de furia contra una Presidente que no era, al día siguiente del velo corrido, ni mejor ni peor de lo que era el día anterior.
Cristina siempre mintió. Su gobierno siempre engañó. Ésa ha sido su única técnica de supervivencia. Y manotear plata de donde fuese (ANSSES, Banco Central, Banco Nación, AFJP, etc.), sumado a la corrupción desenfrenada, han sido siempre una medalla de dudoso cuño que todo kirchnerista que se precie gusta de lucir en su inflado pecho.
¿Qué cambió, entonces, parea que ahora todos la odien? Muy sencillo: la gente. La misma que amaba a Videla porque traía orden y a Martínez de Hoz porque podíamos comprar coches importado. La misma que quería “Alfonsín por cien años” cuando Sourrouilhe dibujó un Austral que nos lanzó por el mundo al tristemente recordado “deme dos”. La que idolatró a Menem y su Primer Mundo.
La gente, esa miserable masa de argentinos que no nos merecemos el país que tenemos, al que hemos destrozado con nuestra falta de respeto, patriotismo y amor a su tan vapuleado destino.
Un canto a la esperanza
¿Queda, entonces, algún atisbo de esperanza para el año que se inicia? Por supuesto, para éste y para todos los que vienen.
Pero para que esa esperanza encarne, tendremos que aceptar de una vez por todas una verdad que nos duele pero que hoy parece muy difícil de discutir: lo peor que tiene la Argentina es su gente.
No a título individual, no en aspectos grupales. Pero sí en lo colectivo.
No somos una nación, porque no tenemos un sueño común que estemos dispuestos a llevar adelante entre todos.
No somos una república, porque no tenemos leyes que nos convoquen a una obediencia general, casi sagrada y sobre todo convencida.
No somos un pueblo, porque hemos cambiado el espíritu gregario que identifica al concepto por un individualismo enfermo, enquistado en nosotros y convertido en defensa y autojustificación de los desmanes de cada uno.
Y por eso, nunca hemos hecho nada por la Argentina que, sin embargo, abre cada día sus entrañas para seguir haciendo cosas por nosotros.
Y en ello radica una esperanza que no merecemos, pero siempre está ahí.