Un perdón al sheriff Joe Arpaio significaría un retroceso mayúsculo en momentos que la extrema derecha cobra mayor visibilidad.
Cuando en noviembre del año pasado los electores le cerraron la puerta a un séptimo mandato de Joe Arpaio como sheriff del condado de Maricopa, Arizona, también le pusieron un límite al racismo. La prisión precaria que erigió en pleno desierto, llamada por él mismo “campo de concentración”, debió cerrar sus puertas después de casi 25 años. En tanto, la justicia, que desde 2007 tramita decenas de causas en su contra por persecución y malos tratos a inmigrantes, ya lo condenó por desacato y acaso termine mandándolo preso por seis meses si en octubre lo vuelve a encontrar culpable del mismo delito.
La sociedad de su condado se tomó un tiempo muy largo para completar la digestión dolorosa de este personaje que se enorgullece del apodo de “sheriff más duro” de Estados Unidos por sus prácticas de tortura y humillación.
“Estamos muy cerca del límite y es por eso que tenemos grandes problemas con los ilegales que ingresan a nuestro país. Ya enviamos a la cárcel a más de cien mil extranjeros. ¡No puedo creer lo que está pasando! Los inmigrantes tienen las condiciones para cometer crímenes y van a la cárcel”, afirmó Arpaio en una conversación por videoconferencia con Ámbito Financiero en septiembre del año pasado.
Para entonces, el funcionario ya había comenzado a cuidar sus declaraciones a los medios, pero en el terreno su comportamiento se mantenía inalterable. Las detenciones y redadas por “perfil étnico” no se detuvieron. Tampoco mejoraron las condiciones en su centro de reclusión en el desierto. Los presos soportaban 50 grados de temperatura durante las tardes y frío de noche. Eran obligados a usar uniformes a rayas y alimentados con el reciclado de la basura de la ciudad dos veces por día. Era lo único que ingerían.
Fue tal su empeño antiinmigratorio que destinó parte del personal dedicado a investigar delitos sexuales a la persecución de extranjeros. Como resultado, cuatrocientas denuncias de abuso fueron ignoradas, incluso las que involucraban a menores.
Sin embargo, Trump lo calificó de un “gran patriota” que “se implicó mucho en la lucha contra la inmigración ilegal”.
Arpaio “era Trump” mucho antes de que el magnate llegara a Washington. Agitó el miedo al otro desde la década del 90, cuando las leyes migratorias de Estados Unidos se endurecieron. Más de dos décadas después, en su etapa de candidato republicano, el actual presidente hizo una campaña en torno al mismo temor, asesorado por el publicista Steve Bannon, el ultraderechista que entre enero y el viernes de la semana pasada ocupó el cargo de estratega jefe de la Casa Blanca. El mismo discurso los acercó, y juntos encabezaron mitines.
Pero la salida precipitada del consejero -cercano al movimiento “alt right”, la “derecha alternativa”– tras la cuestionada reacción del presidente al atentado supremacista en Charlottesville, Virginia, había ilusionado a los ingenuos con una mutación en el discurso.
De producirse el indulto a Arpaio que Trump prometió el martes por la noche, Estados Unidos sufriría un retroceso mayúsculo. No se trata de palabras, reacciones ambiguas, marchas y contramarchas. Es un aval fáctico por parte del Estado al racismo y a una política siniestra que el propio presidente ya pone en práctica: el odio.