El proyecto espacial más ambicioso de nuestro país revoluciona a un pueblo de 900 habitantes golpeado por el cierre de la industria y el ferrocarril.
“Gente así no se veía desde que estaba la fábrica”, comenta Don Carlos desde la caja del supermercado que lleva su nombre al contar la expectativa que comenzó a gestarse en Pipinas hace unos meses. La fábrica a la que se refiere es Corcemar, la cementera que de algún modo dio origen al pueblo: fue su principal motor económico durante más de medio siglo y lo dejó sumido en la incertidumbre más absoluta tras cerrar sus puertas en 2001.
Es por eso que, dicha por alguien a quien le tocó vivir esa historia, la comparación basta para vislumbrar lo que significa para el pueblo el hecho de haber sido elegido como centro de ensayos del proyecto Tronador II. Que Pipinas, una población de 900 habitantes sin cajero electrónico ni farmacia, fuese la base de lanzamiento de un cohete espacial, parecía una broma malintencionada cuando en abril del año pasado empezó a correr el rumor.
Pero apenas unas semanas más tarde comenzaron a verse en sus calles vehículos de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE); y en mayo ya se estaban adecuando las instalaciones del antiguo Club Deportivo y Cultural para convertirlas en el futuro centro de operaciones del lanzador.
El más ambicioso de los proyectos espaciales que lleva adelante Argentina, el del Tronador II, encierra el sueño de convertir al país en el primero de América Latina y uno de los pocos del mundo en contar con medios propios para poner en órbita sus satélites. Demás está decir que no se trata solo de ahorrarse los 600 millones de dólares que cuesta alquilar un lanzador a Estados Unidos cada vez que es necesario realizar este tipo de operación; se trata, además, de la posibilidad de desarrollar tecnología de punta con valor estratégico para nuestro país. Pero ese sueño -como bien saben los expertos en tecnología aeroespacial y pudo comprobar gran parte de nuestra sociedad hace poco más de un mes- es largo, costoso y lleno de altibajos.
De ahí que el 26 de febrero, cuando el primer prototipo del Tronador II se alzó apenas dos metros en medio de un formidable nube de humo para desplomarse de costado un segundo después, hubo quienes supieron entender que no se trataba de un fracaso sino apenas de un tropezón. El primer cohete falló, pero el proyecto sigue en pie. Y lo mismo sucede con las expectativas de Pipinas de recuperar cierta prosperidad.
“Cayó del cielo”
“Fue un montón de trabajo que cayó del cielo para mucha gente”, resume Breyner Torres. Por una de esas cosas de la vida, Breyner, que es colombiano –“de la costa”, aclara-, integra hoy la cooperativa de jóvenes de Pipinas que recuperó el único hotel del pueblo y armó un proyecto turístico para impulsar su reactivación luego de que el cierre de la cementera dejara sin empleo a muchos de sus padres. Acostumbrado a trabajar mayormente con una clientela de huéspedes de fin de semana que buscan comer rico y descansar bien, el desembarco del proyecto Tronador II hizo que de pronto tuviera que empezar a rechazar cualquier otra reserva.
“Desde principios de octubre, la primera fecha anunciada para el lanzamiento, hasta fines de febrero, cuando finalmente se concretó, tuvimos el hotel colmado de ingenieros y técnicos. Todos los socios estuvimos trabajando a full y fue necesario convocar personal”, cuenta Breyner. Y dice que si bien casi todas las personas involucradas directamente con el proyecto ya dejaron el pueblo, se espera que regresen en los próximos meses para el segundo de los seis ensayos previstos para el Tronador.
Claro que el hotel no fue el único que se benefició con el proyecto. Desde albañiles y choferes hasta comerciantes y pequeños proveedores, tanto de Pipinas como de Verónica, la capital del Partido, se vieron por esos días agitados por una demanda imprevista de trabajo que esperan no tarde en volver. “Tal vez no le haya cambiado la vida a nadie, pero es trabajo, y el trabajo siempre viene bien”, dice Rosa Serafín, famosa en el pueblo por sus pastas caseras.
“De un día a otro tuve que hacer ochenta porciones de canelones para el hotel”, cuenta Rosa, y asegura que desde que en 2007 un equipo de filmación encabezado por Anthony Hopkins estuvo rodando una película en Punta Indio no le encargaban semejante cantidad. También, a los científicos les gusta comer bien. Que el desembarco del proyecto en el pueblo no le cambió la vida a nadie es algo que se podría discutir. De hecho, sí lo hizo en cierto modo con Verónica Maciel, integrante de una cooperativa municipal que se encarga de recuperar el antiguo Club Deportivo y Cultural de Pipinas donde ahora funciona el Centro de Control de Lanzamiento del Tronador II.
“Me permitió quedarme en el pueblo -dice-. Estaba a punto de irme con mi nena a buscar trabajo a otro lado cuando surgió la oportunidad”.
Materia gris local
Lo cierto es que así como el Tronador II revolucionó Pipinas, no lo hizo menos con las facultades de Ingeniería y Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de La Plata, una de las principales patas científicas del proyecto de lanzador. Su construcción y puesta a punto involucra de manera directa a un centenar y medio de profesionales de primera línea, en su mayoría ingenieros aeronáuticos, electrónicos y mecánicos, pero también a físicos del Instituto Argentino de Radioastronomía y el Centro de Investigaciones Opticas de la CIC.
“La Universidad Nacional de La Plata y en particular nuestra facultad tienen desde hace tiempo las herramientas para desarrollar un lanzador espacial. De hecho, ya en la década del ’70 participó en algunos lanzamientos, tiene un par de desarrollos propios de lanzadores, creó un motor único en el país y posee esta tecnología en sus planes de estudio. Lo único que nos faltaba era apoyo del Estado para llevarlo adelante, algo que gracias a la CONAE hoy nos permite retomar una línea de investigación que estaba parada desde hace más de cuarenta años”, cuenta el ingeniero Marcos Actis, decano de la Facultad de Ingeniería de la UNLP y figura protagónica en el proyecto Tronador II.
“En los últimos meses, los integrantes de nuestra facultad que participaron del desarrollo del primer vehículo experimental (el VEX1A) dedicaron mucho esfuerzo para cumplir con los plazos previstos. Para muchos de ellos, al igual que para mí, trabajar en el plan espacial argentino es un sueño hecho realidad”, dice Actis.
Acaso por ese motivo, cuando el 26 de febrero pasado en La Capetina, un cangrejal de las afueras de Pipinas devenido en base de lanzamiento, el primer prototipo del Tronador II no llegó a recorrer ni una centésima parte de los cerca de 300 metros de altura que se esperaba que alcanzara, muchos de los más jóvenes del equipo lo vivieron casi como un fracaso propio y fue necesario que sus colegas con mayor experiencia les dieran una pequeña lección de historia aeroespacial para consolarlos.
En los diez años que lleva intentando desarrollar un lanzador propio, Brasil ya suma tres intentos fallidos; la Agencia Espacial Europea tuvo que construir y probar ocho cohetes distintos, seis de los cuales fallaron en su lanzamiento, hasta lograr un prototipo definitivo en 2006. Y hasta el propio Wherner Von Braun, el científico alemán que permitió que Estados Unidos pusiera al primer hombre en la Luna, debió sobreponerse antes a cerca de doscientos fracasos. En la carrera espacial, una prueba que no sale como se esperaba no necesariamente es un paso atrás.