Problemas tecnológicos y legales traban la mayor revolución en la industria del motor.
Relata The New York Times, en una crónica de 1902, cómo los granjeros disparaban a los coches que circulaban cerca de sus tierras porque asustaban a los caballos. El artículo narra un cambio: de qué manera la admiración inicial por el automóvil se transformó en una “abierta hostilidad”. Pero el desarrollo impuso su tiranía. Pronto, los animales dejaron paso. Y los autos conquistaron el mundo. En solo dos décadas —entre 1900 y 1920— los propietarios de automóviles pasaron en Estados Unidos de 8.000 a 8.000.000. A medio camino del tiempo, en 1908, Henry Ford, y su Ford T, revolucionaban la industria.
Un siglo después, algunos vuelven a sentir esas balas, pero también son conscientes de estar bajo el dintel de la mayor revolución del automóvil desde la producción en cadena de Ford. Si cuaja, el coche de conducción autónoma podría cambiar el mundo. La industria lo sabe. Por eso, muchos fabricantes tradicionales están probando vehículos autónomos, y bastantes (Ford, Nissan, Mercedes y Audi) han abierto plantas de I+D en Silicon Valley. “Dentro de tres años ya habrá coches autónomos circulando en nuestras carreteras”, prevé Elon Musk, consejero delegado de Tesla. Su objetivo es crear el primer vehículo comercial de esas características. A su lado, Google acelera su apuesta. Desde hace más de un año, los 24 Lexus Rx450h equipados con sensores del coloso tecnológico han recorrido, sin un solo accidente, 1.126.540 kilómetros en Estados Unidos. Pero su ambición no se frena. En mayo pasado, Google presentó un vehículo autónomo propio. Lanzando un desafío al statu quo automovilístico.
Como se ve, la hoja de ruta que impone esta revolución surge fascinante. Luis Willumsen, ingeniero y reconocido experto en transporte, imagina un mundo muy diferente del de nuestros días. Cerremos los ojos. La propiedad de los coches perderá importancia (“la mayor parte de los vehículos autónomos serán alquilados por horas”, reflexiona Willumsen); se reducirá el número de automóviles; caerán los costes de transporte (al igual que el de los seguros); desaparecerán los taxis (el automóvil autónomo será más barato); los hospitales soportarán menos gastos de accidentes y, por lo tanto, podrán dedicar mayores recursos a atender una población que vivirá más años.
Pero donde, quizá, este solitario vehículo lo cambia todo es en el transporte público. El coche autónomo es un sustituto para los sistemas de movilidad pública de superficie (autobuses y tranvías), pero no para los masivos (cercanías y Metro). En esta ciudad que está por llegar discurrirán buses de conducción autónoma, seguramente más pequeños y con servicios acorde a la demanda, y allí donde los viajeros sean pocos (suburbios) este medio resultará dominante. En esta neourbe, al metro y cercanías llegaremos conducidos automáticamente. “Este vehículo puede revolucionar el transporte público”, apunta Ramón González, experto en transporte urbano. Y añade: “los servicios serán más personalizados y adaptados a la demanda con lo que, además, resultarán más rentables”. En la mirada individual también habrá muchos cambios. Los menores y los ancianos podrán conducir. “Y a su alrededor se generarán nuevos negocios relacionados con los satélites o los sensores que necesitarán calles y autopistas“, aventura Jorge Sánchez, también consultor.
Sin embargo, ¿querrá emprender la lobista industria del automóvil semejante viaje? En principio, infinidad de fabricantes (Mercedes, Nissan, Volvo, Ford, BMW) están haciendo pruebas. Nissan ha mostrado en Arizona (Estados Unidos) un prototipo basado en su modelo Leaf, y Mercedes trabaja en las carreteras alemanas con su vehículo autónomo S-Class. Ambas han asegurado que en 2020 ya tendrán un automóvil apto para el asfalto público. Una fecha que nada tiene que ver con los tres años que auguraba el consejero de Tesla. A rebufo, Audi prueba su modelo Connect en las carreteras de Florida. E incluso Baidu —el Google chino— se atreve a lanzar su propio vehículo. Dejen paso. “Los coches autónomos están llegando. Pero la tecnología aparecerá antes de que la sociedad sepa manejarla. Existe todo un elemento nuevo que necesita ser entrenado”, señalaba a la revista Forbes William Ford, presidente de la compañía automovilística. Un ejemplo. La Universidad Libre de Berlín ha creado un dispositivo (brain driver) que lee las ondas cerebrales y a través de ellas permite conducir un coche.
¿Pero es solo eso, un problema tecnológico? No. Las grandes innovaciones muchas veces generan rechazo. Tesla Motors colocó el año pasado 18.000 unidades en Estados Unidos de su coche eléctrico Model S. Fue el más vendido dentro de la categoría de los sedán de lujo. Aun así, enfrentó el boicot en algunos Estados de los autodenominados free-marketers, que defendían las marcas tradicionales. Consciente de que la sociedad puede no estar todavía madura, Elon Musk montará en sus vehículos los sistemas de guiado automático, pero dará al conductor la opción de encenderlo o apagarlo. También surge otro problema, el miedo. El FBI teme que puedan utilizarse, repletos de explosivos, para provocar atentados.
En este cruce de caminos que conduce, con sus incertidumbres, al vehículo autónomo, los fabricantes clásicos han hallado una veta en la ayuda asistida a la conducción (retrovisores con cámaras o giros anticolisiones). Aquí la apuesta de la industria resulta evidente. Se trata de un sistema caro y deja un alto margen incorporado a sus automóviles de lujo. Como en su día sucedió con los coches híbridos. Por eso BMW, Nissan o Lexus juegan esta partida. Al fondo, observa Francisco Roger, socio de automoción de KPMG, se atisba “una gran batalla para saber quién se hará con estas nuevas tecnologías de conducción. Los fabricantes de coches o las empresas de software”.
Mientras se averiguan respuestas, algunas posturas quedan claras. “La conducción autónoma tardará mucho en llegar y nosotros creemos que el conductor tiene que tener poder de decisión sobre ella”, asevera Miguel Carsi, director general de Lexus. Palabras que llevan a otras similares. “El día que exista un coche que se conduzca solo; no lo compraré. No quiero renunciar al placer de conducir. Y como yo hay muchos españoles”, resume Leornardo Benatov, presidente de Euroconsult, una ingeniería de transportes.
¿Quién es el responsable en caso de accidente?
El ingeniero chileno Luis Willumsen, una autoridad mundial en transportes, ha planteado una hoja de ruta del vehículo de conducción autónoma. Entre 2017 y 2018, asegura, ya será una realidad. Y estará disponible comercialmente en Europa alrededor de 2020-2022. Según sus cálculos, en 2030, como tarde, un 25% del parque automotriz será autónomo. Y en 10 años se completará el 75% restante.
Por ahora, el Gobierno británico asegura que los llevarán a las carreteras públicas en 2015 y en Gotemburgo (Suecia) mil vehículos Volvo sin conductor circularán en 2017. Expectativas que serán difíciles de cumplir si este coche no encuentra su espacio en el mercado. Por eso, explica Francisco Roger, experto en este sector de KPMG, tienen que ser cómodos, con una seguridad comprobada, un coste razonable y permitir la conducción manual y autónoma.
En ese momento, la normativa tendrá que haber dado ya respuesta a una duda esencial: ¿si ocurre un accidente, quién será el responsable? ¿El fabricante del coche o el desarrollador del software?
Llegados a este momento, el gran negocio para la industria del automóvil no será fabricar coches, sino el software que los conducirá, el mantenimiento de los vehículos, el recambio de las piezas y, como relata Pablo Cabricano, de la consultora everis, “el calibrado de los sensores”, que posibilita el desplazamiento sin interferencias de los autos.