Su tío abuelo fue John Fitzgerald Kenedy y su abuelo Robert Bobby Kennedy. Nació en Boston en 1980. En la ciudad donde ya mandaba otro ancestro mítico, John F. Fitzgerald.
Con su pelo color zanahoria, su mandíbula inmediatamente reconocible y su verbo lúcido y un punto tradicional, Joseph P. Kennedy III, 37 años, licenciado en Harvard, ex alumno de Elizabeth Warren, entró de lleno en la política americana. Es congresista por Massachusetts desde 2012, pero lo del martes, dando respuesta al discurso del Estado de la Unión del Presidente, tiene mucho de puesta de largo.
Un movimiento ambicioso, que trata de demostrar que el partido demócrata no sigue preso de las melancolías provocadas por la retirada de Obama, y que al mismo tiempo parece cortejar a esa parte del electorado, blanca, obviada o incluso maltratada por las consignas culturales y sociales de unos demócratas que en 2016 y con Hillary parecían haber renunciado a sus focos tradicionales de votantes. Sí, claro, hubo quien criticó que Kennedy sea eso, un Kennedy, pero olvidan la potencia de la que todavía goza el apellido. Y luego estuvo el discurso. Que puso el acento en cuestiones como el movimiento contra los abusos policiales y el acoso sexual, y por supuesto en los desprecios continuos del presidente contra los inmigrantes y, sobre todo, contra los mexicanos para los que tuvo palabras en español. Un gesto en un tiempo en el que la lengua de Cervantes ha desaparecido de la Casa Blanca. Pero también hizo hincapié en las cuestiones laborales, en los olvidados por la globalización. Un discurso que de alguna forma permite atisbar a unos demócratas convencidos de la necesidad de renovarse. Cierto que un Kennedy no parece la persona más alejada de las convenciones del partido. Puede volverse en contra con acusaciones ensimismamiento aristocrático, pero nadie discute su brío.