EL MUNDO entró en el único penal del mundo segregado para nativos, que entran en él voluntariamente.
“Sentarse en el retrete es difícil, no los conocemos. Allá fuera nos ponemos detrás de un matorral y hacemos nuestras cosas. Aquí esperaba a que fuera de noche y los otros presos estuvieran durmiendo para ir al baño”, explica Matías Valenzuela, indígena tepehuán y bibliotecario de cárcel. Estuvo antes preso por homicidio y ahora por violación de su hijastra. “Me mataron a mi familia y yo maté a la suya”, recuerda con voz suave.
“Andaba con mis dos primos y vinieron tres tipos armados a buscar pleito. Me dispararon en la oreja y uno me agarró por detrás. Saqué la navaja que llevaba y le metí dos puñetas en la costilla derecha. Uno salió corriendo y el que se quedó siguió peleando. Le pegué cinco o seis puñaladas”, dice Juan Roberto, tepehuán también, mientras lee tranquilamente en la litera de su celda por primera vez en su vida. Antes de estar preso no sabía leer.
“En prisión he aprendido muchas cosas. Como yo no tuve papá no tuve ningún consejo. Nunca tuve un cariño. Cuando uno se porta mal también tienen que portarse mal con uno”, recuerda José Loreto Muela, indígena raramuri. Está preso por matar a su primo en una noche de borrachera. “Me fui a la casa y le dije a mi jefa que había matado a su sobrino. ‘¿Por qué?’ , me preguntó ella. ‘Me obligó, era la mía o la de él'”, cuenta. Disparó varias veces al hijo de la hermana de su madre y lo tiró al fuego. Sonríe al contar su historia; el primo le amenazaba, dice, con una pistola.
“Mi señora llegaba borracha y no me dejaba salir. Vivía con mi hijastra de 13 años y entonces hubo lo de los tocamientos… Me denunció mi mujer y me presente en la Policía voluntariamente para ser detenido. Bajé tres veces del rancho a entregarme y no estaba el licenciado que debía atenderme, así que les dije que me volvía a trabajar a la montaña y les di el teléfono para que me localizaran”, narra Ángel Hernández, indígena raramuri, que añade: “Estoy preso por la ley mexicana, no por la mía”. Para los raramuri tener relaciones sexuales con niñas de 13 y 14 años es algo normal.
Los cuatro testimonios anteriores son de cuatro presos de la peculiar prisión estatal, Cereso número 8 de Chihuahua, a la que ha podido acceder EL MUNDO durante varias jornadas. Enclavada en medio de la Sierra Tarahumara se levanta un remodelado presidio que desde el 1 de enero de 2015 tiene una peculiaridad única en todo el planeta: es una cárcel exclusivamente para indígenas. El alcohol, la pobreza y la mezcla con los ‘chabochis’ (hombres blancos en raramuri) marcan la condena de un pueblo perdido en estas frías montañas. Nada se escucha, ni ladrar a los perros ni llorar a los hombres, cuando cae la gélida noche. Nada.
“En otras cárceles los indígenas eran maltratados”
“Se decidió crear este penal porque en otras cárceles los indígenas eran maltratados y convertidos en esclavos por otros presos. Se abusaba de ellos. Aquí conservan y se fomentan sus costumbres y además está más cerca de sus familias”, explica Juan Martín González, director del penal.
“Cuando van a otros penales muchos vuelven con tatuajes y aros en las orejas, algo impropio de su cultura. A veces traen los pantalones remangados, símbolo de que pertenecen a algún grupo narco. Cuando entran aquí se quitan de todo eso”, comenta César Payán, criminólogo del Cereso. “Por indio no tenía derecho a hablar ni trabajar. Me ponían el último en la fila de la comida. Nos humillaban y maltrataban”, recuerda Matías Valenzuela, el bibliotecario, de los años que estuvo preso en la cárcel de Sinaloa junto a chabochis. “Una vez en la cárcel de Cuauhtémoc me pegaron una paliza unos presos porque pensaban que yo pertenecía a otra pandilla”, cuenta con extrañeza.
Aquella paliza que Matías no entendió, como tantas cosas, es parte de esa brecha entre los dos mundos que habitan en la sierra. En ocasiones, en los juicios, ni siquiera comprenden los delitos que han cometido. “Yo trabajo de traductora y les explicó a veces las acusaciones y condenas”, comenta María Leonila Ramós, una raramuri que trabaja de guarda en el reclusorio y ofrece apoyo de traductora. “La mayoría son analfabetos. Sólo el 20% tiene estudios de primaria. Muchos en las audiencias necesitan traductores que les expliquen por qué están aquí”, apunta Cristina Payán, la profesora del Cereso.
Esa es parte de la batalla social de esta zona donde convergen dos culturas. Los indígenas viven ancestralmente en esta sierra que es hoy zona de narcos. Indios, sicarios y fantasmas pululan por estas bellas y crueles montañas. “Cuando los narcos presionan mucho en una zona ellos huyen y se mueven a zonas más tranquilas. El crimen organizado ha intentado muchas veces captarlos, pero es complicado. Ellos trabajan una semana para comprar algo y cuando lo obtienen dejan el trabajo, no les interesa el dinero”, explica Payán. “Imponer otro aprendizaje de cultura es una doble condena para ellos. Aprenden delitos si los metemos en la universidad del crimen”, dice Jorge Barrero, doctor del Cereso 8, en referencia a la posible estancia de los indígenas en otros penales mixtos.
Entrega voluntaria a la Justicia
Otra singularidad de este penal es que la mayoría de los internos se entregan voluntariamente a la Justicia. Al igual que narraba Ángel Hernández, José Loreto se presentó por consejo de su gobernador (jefe tribal) en comisaría. “Yo me entregué solo. Me soltaron porque no había denuncia y me dijeron que volviera cuando se presentara y les dije que yo ya no venía más, que vivía muy lejos y subieran ellos. Un día vinieron y yo estaba por el campo. Mi jefa me dijo ‘apúrate mi hijo que ya están aquí estos señores'”. José Loreto cumple 10 años de condena.
“Es preferible que los maten a que los ignoren. Ellos se entregan porque no quieren ser rechazados por su comunidad”, explica el doctor Barrero. “Cuando cometen un delito de violación se les impone un primer castigo. Se les encierra en un cuarto por nuestros soldados durante dos o tres noches. Entonces le damos un nawezari (consejo o sermón en raramuri) y si reinciden con otras dos violaciones los mandamos a que se entreguen al municipio”, explica Alejandro Hernández, gobernador de la comunidad raramuri de Papajichi. El asesinato, por contra, se castiga a la primera, sin sermón ni demoras.
“Muchas veces nos cuesta mucho detenerlos si no se entregan. Viven en las montañas, deciden por gusto cambiarse de pronto de nombre en el registro electoral (su único registro por el que reciben alguna ayuda del estado) y son casi nómadas”, explica Isidro, un agente de la estatal con el que acudimos a una comunidad. “Son muy violentos cuando beben. El problema es que lo hacen en sus fiestas, las tesgüinadas y luego no recuerdan lo que han hecho”, explica el agente.
La tesgüinada es una fiesta básica para el sentido comunitario de los indígenas tarahumaras. Es allí donde sociabilizan, pactan sus matrimonios y se construyen los lazos afectivos. “Antes bebían sólo el tesgüino, una bebida alcohólica de maíz fermentado que ellos elaboran. Ahora lo mezclan con tequilas y alcoholes muy baratos adulterados que les venden los mestizos. Eso pasó cuando llegaron las carreteras”, dice el doctor Barrero. El nuevo mundo, alcohol y carreteras de los blancos, les trepa y pudre las entrañas.
De hecho, en una zona controlada por el narco y con constantes enfrentamientos entre el Cártel de Sinaloa, el Cártel de Juárez (La Línea) y las fuerzas del Ejército y del Fiscal Estatal, Jorge Enrique González, cuya labor de brega al crimen ha mejorado mucho las altas cifras de violencia en todo el estado, los agentes reconocen que “la mayor parte de las veces estamos involucrados en casos de violencia entre indígenas. Los asesinatos son a veces muy violentos”, apuntan los policías estatales que nos acompañan. Recientemente un tipo le había clavado un hacha en la cabeza a un familiar u otros dos habían dado decenas de puñaladas a otro y luego le habían aplastado la cabeza con una enorme piedra. Siempre borrachos en una lúgubre ceremonia que se repite con milimétrico resultado: primero la fiesta, luego el alcohol, luego los muertos y luego el Cereso 8.
Penas por homicidio y violación
Sin embargo, toda esa violencia parece vaciarse fuera de los muros. La previsible violencia del penal, más del 97% de los presos cumple condena por homicidio o violación, contrasta con la rutina de una cárcel donde las puertas de cuartos y baños están abiertas las 24 horas y las celdas de castigo, por desuso, se convirtieron en un almacén. “Nunca las hemos tenido que utilizar”, admite el director de la prisión, Juan Martín González Aguirre.
Los penales hablan en los silencios impuestos, los gritos que se escuchan desde las celdas, las miradas furtivas de los presos o los cuartos en los que está prohibido entrar. En Guachochi no se encuentra ese lenguaje porque no hay zonas oscuras, se entra y sale de las celdas sin que nadie te vigile y los raramuris, warojios, tepehuanes y pimas , los cuatro grupos indígenas tarahumaras allí encerrados, escupen sus en ocasiones macabros delitos con una cierta inocencia. No hay nada violento que no sea su ayer.
Los presos practican sus bailes tradicionales, la lucha raramuri o sus juegos de mesa tribales como el 15 o el 4. “Hablamos con ellos y nos piden que mantengamos sus tradiciones. En ocasiones, como pasa con la tradicional lucha raramuri, ya casi sólo se practican en el penal”, dice el director.
Otro ejemplo de ese respeto al indigenismo es el botiquín de la clínica. “Tenemos hierbas y tratamientos naturales con las que ellos se curan. Algunos no aceptan los fármacos químicos”, señala el encargado del botiquín. “Sufren muchas depresiones por la falta de libertad, son personas que necesitan vivir en la naturaleza. Aunque no enseñan sus sentimientos sufren mucha tristeza al estar encerrados”, apunta el doctor. “Al principio a mí por ser mujer no me hablaban y nunca me miran a los ojos, pero nunca me han faltado el respeto”, señala la joven maestra de la cárcel. “Yo nunca los he visto llorar”, comenta María, una agente ministerial. “Nunca, ni cuando vamos a recoger sus cadáveres entre los familiares”.