Cuando se inundó deliberadamente una enorme extensión de tierra en la costa de Somerset, un político local tachó el proyecto de “ridículo”. Pero los resultados han sido transformadores.
La lluvia ha caído durante lo que parecen dos años seguidos: lloviznas, chaparrones y, con preocupante regularidad, aguaceros. El tiempo siempre ha sido el tema de conversación favorito de los británicos. Las nubes son familiares. Sin embargo, con cada vez más frecuencia, también son una amenaza.
En septiembre, en un solo día llovió lo que llueve en un mes en algunas zonas de Inglaterra. Los 18 meses transcurridos hasta marzo de 2024 fueron los más lluviosos de la historia de este país. Incluso en una isla que ha construido al menos parte de su identidad en torno a su tolerancia con las inclemencias del tiempo, ha sido imposible ignorar el diluvio. Las inundaciones han sumergido campos, arruinado casas y, a veces, aíslan a pueblos enteros.
A medida que sube el nivel del mar y se hacen más frecuentes las condiciones meteorológicas extremas, los expertos afirman que las defensas tradicionales del Reino Unido —malecones, barreras contra las mareas y bancos de arena— serán insuficientes para enfrentar la amenaza. No es la única: en septiembre, unas inundaciones mortales en Europa Central causaron la muerte de al menos 23 personas.
Pero en un área de terreno accidentada que sale de la costa de Somerset, en el suroeste de Inglaterra, un equipo de científicos, ingenieros y conservacionistas ha adoptado una solución radical.
En un proyecto que costó 20 millones de libras (alrededor de 26 millones de dólares), en 2014 se permitió que las aguas de las mareas inundaran la península de Steart por primera vez en siglos.
En vez de intentar resistir al mar, se le devolvió esa tierra. Fue, en palabras de Alys Laver, la conservacionista que supervisa el lugar, un “gigantesco experimento científico”.
Una década después, sus resultados podrían ofrecer un modelo de cómo algunas zonas del Reino Unido —y del resto del mundo— podrían adaptarse a la realidad del cambio climático.
“Un plan extravagante y ridículo”
Cuando Laver visitó la península por primera vez hace poco más de 10 años, parecía un “paisaje lunar”, recuerda. Hectáreas de tierras de cultivo, utilizadas como tierras de pastoreo para la cría de ganado vacuno y lechero, estaban siendo removidas por excavadoras y buldóceres. Se arrasaron vallas, setos y zanjas. Se estaba retirando casi medio millón de metros cúbicos de tierra.
Se excavó una nueva red de arroyos, que serpenteaba hacia el interior desde el río Parrett, cuyas aguas desembocan en el canal de Bristol y más adelante en el océano Atlántico.
Laver estaba allí en nombre de su empleador, el Wildfowl and Wetlands Trust, una organización benéfica que diseñó el proyecto junto con la Agencia de Medio Ambiente, el organismo gubernamental responsable de proteger la tierra y la costa de Inglaterra. La idea era convertir lo que habían sido tierras de cultivo en marismas saladas, un antiguo ecosistema que absorbe el agua cuando sube la marea y la libera cuando el mar se retira.
No era un plan universalmente popular. A los granjeros se les pagaban unas 5000 libras por acre (unos 4000 metros cuadrados) para que cedieran sus tierras. “No todo el mundo estaba a favor”, dijo un agricultor local, Andy Darch. “Pensaba que podría traer oportunidades. Pero había muchos que querían que se reforzaran las defensas tradicionales. Tenían la sensación de que el gobierno estaba organizando una retirada controlada de las defensas contra el mar”.
Un agricultor desplazado, Robert Pocock, declaró a un periódico local que el plan era “vandalismo medioambiental”. Ian Liddell-Grainger, que en ese entonces era legislador del Partido Conservador de la zona, lo denunció en el Parlamento como “un plan extravagante y ridículo”. Describiendo las inundaciones en Somerset como “una crisis casi anual”, acusó a la Agencia de Medio Ambiente de creer que “debería permitirse que los niveles volvieran a ser el páramo pantanoso que eran en la Edad Media”.
En realidad, eso era más o menos cierto. Las marismas saladas, creadas por los depósitos de lodo fino y limo que deja el retroceso del agua del mar, existen desde hace miles de años. En la época romana se utilizaba para fabricar sal y como pasto para los animales.
A lo largo de los siglos, las marismas se consideraron cada vez más improductivas. Miles de hectáreas fueron drenadas y convertidas en tierras de cultivo o urbanizadas para viviendas e industria. Desde 1860, Reino Unido ha perdido el 85 por ciento de sus marismas saladas, según el Centro de Ecología e Hidrología del Reino Unido, un instituto de investigación.
Devolver Steart a la naturaleza pantanosa era, en parte, un reconocimiento de que el desarrollo excesivo de las tierras costeras había hecho que las inundaciones fueran más probables, no menos.
Y así, al amanecer del 8 de septiembre de 2014, se permitió que la marea inundara la península. El agua fluyó por una nueva brecha, de unos 200 metros de ancho, y luego por canales y riachuelos que, desde arriba, parecían las venas de una hoja. La tierra había sido cedida. El experimento había comenzado.
Vender barro
El problema de los pantanos, reconoció Laver con un movimiento de cabeza, es que no son románticos. Objetivamente, es barro húmedo. Y el barro húmedo no es algo que entusiasme a la gente.
Sin embargo, un día nublado de principios de año, mientras paseábamos por un mundo creado por ella, al menos en parte, no pudo evitar que su voz se llenara de asombro. Bajo el tranquilo recubrimiento de la marisma, salpicada de charcas y arroyos, había una notable sensación de actividad. “Resuelve muchos problemas”, dijo Laver.
La marisma actúa como un baluarte natural y enormemente eficaz contra las inundaciones, absorbiendo y ralentizando las mareas antes de que puedan invadir el interior. Ni siquiera el invierno pasado —el más lluvioso que se recuerda en la zona— se inundó el pueblo situado en uno de los extremos de la península. Los caminos a través de la marisma seguían siendo transitables. Una orilla escarpada, cubierta de hierba y bastante más alta que el antiguo muro de contención, ahora bordea el río.
La zona también es un refugio para la fauna. Las persianas de observación de aves con ventanales gigantes ofrecen atisbos de agujas, chorlitejos, ostreros, garcetas y garzas. Alrededor de los charcos de agua salobre se ha reunido una creciente población de avoceta, ave zancuda blanca y negra con un característico pico rizado.
Con el tiempo, la marisma se ha convertido en un motivo de orgullo para la población local. Darch, que dedicó gran parte de su carrera a la avicultura, empezó a criar ganado allí en 2019, invitado por el Wildfowl and Wetlands Trust.
Sin embargo, se han registrado complicaciones: este año, Darch se encontró observando el cielo con nerviosismo, preguntándose cuándo estaría el tiempo lo bastante seco como para volver a llevar a su ganado a los pastos. Si el suelo está demasiado húmedo, explica, puede crear problemas de salud en las pezuñas de las vacas. “Les gusta tener las pezuñas bien secas”, dijo.
Pero las recompensas son abundantes. En la marisma, el ganado no está acorralado por vallas, sino que sus movimientos se rigen por collares digitales, que emiten música para disuadirles de adentrarse en determinadas zonas. Sus dietas son variadas y ecológicas, lo que significa que proporcionan carne de alta calidad criada en libertad.
El origen rastreable de la carne refuerza el vínculo entre agricultores y consumidores, dijo Darch. A menudo, observó, “hay una desconexión entre nuestros alimentos y su procedencia”. Él y dos colegas crearon una empresa, Blue Carbon Farming, en un intento de acortar esa brecha.
Las vacas también aportan otros beneficios. “Las vacas son ecoingenieros naturales”, dijo Darch. “Comen la hierba pero no la arrancan directamente, como harían las ovejas. Eso significa que la hierba crece más, lo que proporciona más cobertura a la fauna”.
A las vacas les gustan unas hierbas más que otras; al igual que a los niños, a veces hay que animarlas a comer ciertas verduras. Sin embargo, incluso las que ignoran son pisoteadas, lo que permite que florezcan otras cepas y da cobijo a una fauna más abundante.
La alianza entre los conservacionistas y la población local ha ayudado a superar las objeciones iniciales al proyecto. Ahora, Laver supervisa un pequeño ejército de voluntarios que ayudan a mantener la marisma: recortan setos, despejan caminos. Son tantos los que quieren ayudar que hay una lista de espera.
El proyecto de Steart tiene otra ventaja. Al fin y al cabo, la belleza de este lodo húmedo no está en su aspecto, sino en lo que hace.
Una esponja de carbono
El efecto más obvio de la marisma salada de Steart es cómo contrarresta algunas de las consecuencias del cambio climático: absorbiendo el creciente volumen de agua que cae del cielo y se hincha en las orillas del río Parrett.
Pero también ayuda a abordar la causa subyacente.
Cuando planearon el proyecto en Steart, Laver y sus colegas sabían que la marisma salada atrapa carbono. Lo hace de dos maneras. Las plantas que prosperan en las marismas crecen con rapidez, extrayendo carbono de la atmósfera. Y los suelos de las marismas son en gran medida anaeróbicos, lo que significa que descomponen el carbono de los sedimentos dejados por las mareas en retirada muy lentamente, a lo largo de cientos o miles de años.
Lo que no se sabía con certeza era la eficacia de la marisma para atrapar carbono.
Una década después, los datos que han surgido son alentadores. “Hemos llegado a 19 toneladas de carbono por hectárea y por año”, dijo Laver. Esa cifra carece de sentido para la mayoría, pero ella está acostumbrada a explicarla: “Equivale a cargar 15 billones de teléfonos” al año, dijo, o a “calentar 33.000 hogares”.
Ese logro viene con dos advertencias. Una: Laver sabe que el pantano no seguirá capturando carbono a un ritmo tan prodigioso. Y dos: incluso esa marca representa una fracción de las emisiones totales del Reino Unido.
“Hemos realizado estudios sobre todas las marismas naturales del Reino Unido, y capturan unas 46.500 toneladas de carbono al año”, dijo Craig Smeaton, profesor de geografía de la Universidad de St. Andrews. “La huella de carbono del Reino Unido es de unos 58 millones de toneladas al año”.
Smeaton es un ferviente partidario tanto de conservar las marismas saladas que quedan en el país como de recuperar las que se han perdido, pero advirtió que utilizar la captura de carbono como justificación principal sería imprudente.
“Es absolutamente sensato crear más marismas saladas en el Reino Unido, pero los principales beneficios son para la defensa contra las inundaciones y para la vida salvaje”, dijo. “La captura de carbono debe considerarse un beneficio secundario o terciario”.
El impacto puede ser más significativo en otros lugares. En Norteamérica y en Australia, en particular, la marisma es casi “como la turba”, dijo Smeaton, y por tanto atrapa carbono a un ritmo mucho mayor. “Pueden absorber cantidades disparatadas”, dijo. “Y el manglar es mil veces mejor”.
Quizá por eso ha habido tanto interés internacional en el experimento de Steart. Laver ha dado charlas en Canadá y Corea del Sur. El lugar ha acogido incluso a delegaciones de Holanda, un lugar que sabe un par de cosas sobre retener el mar.
Steart se describe a menudo como un proyecto de “renaturalización”, pero Laver prefiere no utilizar ese término. El terreno se ha devuelto a la naturaleza, pero ha sido diseñado por el ingenio humano y es cuidado por manos humanas.
“Cuidar el lugar requiere mucha intervención”, dijo Laver, resguardándose de una breve y furiosa tormenta en una persiana para pájaros. A través de una ventana observamos un paisaje quieto, pero siempre cambiante; natural, pero hecho por el hombre; nuevo, pero como era antes.