Un español lidera un proyecto millonario financiado por Bill Gates para obtener supercereales.
Casi tres millones de personas se mueren de hambre, ahora mismo, literalmente, en Zimbabue, un país azotado por una de las peores sequías de su historia. Pero, pese a la hambruna, el dictador Robert Mugabe, un sátrapa de 92 años culpable de miles de asesinatos y torturas, ha negado la entrada en el país de maíz transgénico como ayuda humanitaria. Su ministro de Agricultura proclamó que los zimbabuenses no serían “conejillos de indias” de los organismos modificados genéticamente. Y la decisión del tirano no es original: antes los vetaron países como Angola, Sudán, Zambia y Etiopía.
El bioquímico Luis Manuel Rubio se indigna al escuchar algunos de los argumentos de las organizaciones antitransgénicos, como los esgrimidos por Greenpeace y Amigos de la Tierra. Hace un mes, recuerda, la Academia Nacional de Ciencias de EEUU certificó que, tras 30 años de uso, no se ha encontrado “ninguna prueba” de que los alimentos modificados genéticamente tengan un impacto negativo en la salud. Tampoco se han hallado pruebas “concluyentes” de que provoquen problemas medioambientales. “Pero el miedo es libre”, se resigna Rubio.
El investigador acaba de recibir cinco millones de dólares de la Fundación Bill y Melinda Gates para un proyecto cuyo objetivo final es obtener maíz y arroz que apenas requieran fertilizantes nitrogenados. El nitrógeno es la gasolina de la agricultura moderna. Casi 200.000 millones de kilos de abonos nitrogenados se esparcen cada año por los cultivos de todo el mundo, para aumentar las cosechas. Junto a los plaguicidas, estos fertilizantes fueron los protagonistas a partir de 1960 de la llamada revolución verde, un esfuerzo internacional para disparar la productividad agrícola que consiguió alimentar a millones de bocas hambrientas en Asia y América Latina. Su líder, el ingeniero agrónomo estadounidense Norman Borlaug, “salvó más vidas que ninguna otra persona en la historia de la humanidad”, según Josette Sheeran, exdirectora ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas.
Pero la revolución verde tuvo un precio. En los países ricos, el abuso de abonos nitrogenados contamina las fuentes de agua. En el África subsahariana y el sudeste asiático, el precio de estos fertilizantes sigue siendo prohibitivo para los pequeños agricultores, condenados periódicamente al hambre. El sueño de Rubio, un investigador de 45 años de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM), sería lograr plantas transgénicas que multiplicaran sus frutos fijando nitrógeno de la atmósfera, del aire, eliminando totalmente la necesidad de abonos. De tener éxito, “las semillas serán gratis o a precio de coste y podrían duplicar la producción” de un agricultor sin recursos, afirma. Rubio sería un sucesor de Norman Borlaug, pero a la cabeza de una revolución transgénica para alimentar al planeta.
El bioquímico español tiene los pies en el suelo. “Este es un proyecto a largo plazo, de alto riesgo, que requiere financiación estable durante al menos 15 años”, advierte. La dificultad es endiablada. Las leguminosas —como el garbanzo, el frijol, la alfalfa y la soja— cuentan en sus raíces con unas bacterias que, en una simbiosis natural, fijan el nitrógeno de la atmósfera y lo ponen a disposición de la planta, gracias a una molécula conocida como nitrogenasa. Este fenómeno no ocurre en los cereales, como el arroz y el maíz, que son la base de la alimentación mundial. Sin nitrógeno añadido, no se forman proteínas y la planta crece menos.
“Necesitamos coger al menos seis genes diferentes de estas bacterias que fijan nitrógeno e insertarlos en el genoma del cereal. Pero no es tan sencillo que se activen tantos genes de bacteria en una planta”, reconoce Rubio. Hace una década, cuando investigaba en la Universidad de California en Berkeley (EE UU), el bioquímico consiguió fabricar nitrogenasa, la molécula clave, en su laboratorio, a partir de proteínas, hierro y molibdeno. “En ese momento pensé: si hemos logrado identificar los componentes esenciales de la nitrogenasa y producirla en un tubo de ensayo, quizá podamos conseguirlo en una planta”, relata.
En 2008, Rubio consiguió una Starting Grant, una ayuda del Consejo Europeo de Investigación de hasta 1,5 millones de euros para jóvenes científicos excelentes. El bioquímico regresó de Berkeley, con algunos miembros de su equipo, y se estableció en el Centro de Biotecnología y Genómica de Plantas de la UPM, al oeste de Madrid. En 2011, consiguió una primera ayuda de tres millones de dólares de los Gates para arrancar el proyecto. Ahora, ha obtenido otros cinco millones al frente de un consorcio internacional que incluye al bioquímico estadounidense Paul Christou y a científicos del Instituto Tecnológico Massachusetts y el Virginia Tech, ambos en EE UU.
Rubio es una autoridad mundial en la fijación de nitrógeno. Su brazo armado para insertar genes bacterianos en plantas es Christou, que investiga en la Universidad de Lleida con cultivos cuyo genoma ha sido modificado para producir medicamentos, como un maíz transgénico con anticuerpos contra el virus del sida. El equipo de Christou ha desarrollado en los últimos 20 años una nueva metodología, bautizada Transformación Combinatoria, que “permite introducir fácilmente cualquier número de genes en la planta de destino”, explica. “Me atrevo a decir que somos uno de los pocos grupos en el mundo con esta capacidad”.
“Otro desafío es asegurarse de, que una vez que están introducidos en el genoma de las plantas, los genes bacterianos no se separan en las siguientes generaciones”, detalla Christou. El bioquímico estadounidense, que se incorporó hace 12 años a la Universidad de Lleida, cree que su técnica facilitará que los genes se comporten como una única pieza de ADN y se activen de manera efectiva para producir la anhelada nitrogenasa en el maíz y el arroz. “Este proyecto es muy emocionante y tiene el potencial para revolucionar la agricultura y hacerla no sólo más eficiente sino también más respetuosa con el medio ambiente”.
Rubio pide que se separen las críticas a una empresa concreta, Monsanto, de la opinión sobre los organismos modificados genéticamente, investigados en cientos de centros científicos en el mundo para conseguir alimentos más nutritivos o plantas más resistentes a la sequía o a las enfermedades. Su antecesor Norman Borlaug también fue implacable frente al rechazo irracional a los organismos modificados genéticamente: “Lo dicen porque tienen la panza llena. La oposición ecologista a los transgénicos es elitista y conservadora. Las críticas vienen, como siempre, de los sectores más privilegiados: los que viven en la comodidad de las sociedades occidentales, los que no han conocido de cerca las hambrunas. Yo fui ecologista antes que la mayor parte de ellos. Pero tienen más emoción que datos”.
El bioquímico español también cree que el santo grial de la agricultura está al alcance de la mano, pero a lo mejor no de la suya. “Yo no prometo que vayamos a conseguir cereales que fijen nitrógeno de la atmósfera. Es posible que yo no termine este trabajo y lo acabe otra persona dentro de 20 años”, admite.