Desde siempre, el debate entre lo público y lo privado ha dividido a la sociedad argentina, y la irritante costumbre de la ostentación de los dirigentes ha ayudado a ello.
Tal vez la lógica violenta del kirchnerismo comience a pasarle factura a sus propios creadores y paguen ahora el precio de haber hecho durante una década aquello que ahora los mortifica hasta el punto de obligar a “la jefa” a pedir desde su proscenio una tregua de afabilidad.
¿Tiene derecho a reclamar por su privacidad aquél que se esfuerza por todos los medios en mostrar y lucir su casa, sus autos, sus viajes y en definitiva su vida? ¿No enajena su privacidad cuando vive pensando en cómo hacer conocer a la mayor cantidad de personas su éxito y bienestar? ¿Importa si se trata de un actor, un músico o un político?
Muchas más son las preguntas que podrían llevarnos a un juicio definitivo de valor. Sin embargo, parece oportuno recordar que las dudas que las preceden han sido creadas por los mismos protagonistas y por una prensa inculta, sin criterio de prioridades y sin escala de valores que le permita discernir con naturalidad ante cuál de las circunstancias estamos.
En el mundo del espectáculo, se es más exitoso/a por un cachetazo en cámara que por recibir la admiración del propio Shakespeare por la interpretación de su Hamlet. Un desnudo cotiza mucho más que una idea, y un romance arrastra mucho más que un buen texto.
¿Pueden entonces los “artistas” –siempre a la caza de ese escándalo que los catapulte a la gloria- reclamar por una intimidad que ellos violan sistemáticamente? Por cierto que no.
Los límites de una intimidad debe ponerlos, en primer lugar, el involucrado en forma directa. Si yo meto a la prensa en mi casa para que fotografíe mi lujosa alcoba, no tengo derecho luego a quejarme si esa misma prensa cuenta lo que hago dentro de ella.
Y esta exposición delirante se da hoy en tantas otras disciplinas, que uno ya termina sospechando que en realidad ya se ha convertido en parte de la cultura nacional. Deportistas, políticos, profesionales de las más diversas disciplinas, sindicalistas y otras yerbas compiten para mostrar sus “teneres” de forma tan contundente que sirva para tapar sus carencias de “seres”.
Y la sociedad, como siempre, termina confundida. Y esa confusión se vuelve, en tiempos difíciles, sumamente peligrosa.
Porque la gente piensa que, ante la falta de respuestas del Estado, puede marchar sobre los domicilios particulares de los responsables y escracharlos cuando pasean con sus familias o se sientan a comer en un lugar público con sus amigos.
Tal vez haya llegado el momento de echar luz sobre tan delicado tema y buscar juntos los límites de la lógica. Porque también la lógica debe ser parte integrante de nuestras decisiones comunes así como lo son la ley, las costumbres, el amor a la patria y el espíritu gregario. Valores que sin la presencia de aquella terminan dando como resultado un chauvinismo autoritario que es la negación misma de lo que queremos buscar.
Si Boudou se para muy pimpante en un escenario y pretende dogmatizar acerca de lo que hay que hacer, no puede extrañarse –y mucho menos enojarse- por el repudio de la gente en forma de abucheo. Así como él tiene todo el derecho del mundo a pensar que quienes lo miran son amnésicos señores que no van a recordar la cantidad de trapisondas y venalidades que el vice ha cometido, éstos también lo tienen de hacerle saber en forma ruidosa y directa que está equivocado. Pero no es un acto privado, es un acto público.
Si Kicillof viaja con sus pequeños hijos en un ferry, en una travesía particular, pagada de su propio bolsillo y hacia una casa de descanso por demás sobria y que poseía antes de ser el todopoderoso funcionario que hoy es, tiene derecho a exigir respeto y a sospechar que no va a ser agredido por algunas decenas de personas que no tienen en cuenta la presencia de los menores y los derechos del destinatario de su furia.
La gente puede estar enojada con Kicillof en función de lo que representa y de la importancia que hoy se percibe tiene al momento de apoyar sus labios en la oreja presidencial para extraer arrobadas decisiones económicas y ardientes definiciones.
Pero es que el hombre no estaba en un palco, ni en una marcha, ni en un estudio de televisión, ni siquiera en su despacho. Y tenía, por tanto, el mismo derecho que cualquiera de nosotros a no ser insultado ni molestado.
Tal vez la lógica violenta del kirchnerismo comience a pasarle factura a sus propios creadores y paguen ahora el precio de haber hecho durante una década aquello que ahora los mortifica, hasta el punto de obligar a “la jefa” a pedir desde su proscenio una tregua de afabilidad. Tal vez…
Pero mucho más importante que todo esto sería que los argentinos recordásemos tiempos no tan lejanos en los que estas divisiones marcaban la vida social, el tiempo político y hasta la mesa familiar.
Esta etapa que estamos viviendo será recordada, entre otras cosas que poco tendrán de rescatables, por haber sido la del resurgir de los enconos, las soberbias y las descalificaciones.
Un tiempo en el que reapareció el miedo a hablar críticamente en presencia de un seguidor del oficialismo y en el que cada uno de los valores adoptados por los argentinos fue ninguneado, agredido y, en la medida de lo posible, demolido.
Suele pasar cada vez que los iluminados aparecen en el horizonte, y poco importa si lo hacen vestidos de militares o de civiles. En el fondo, se trata tan sólo de autócratas que desprecian la capacidad del “otro” para elegir el camino correcto y se sienten con derecho a dirigir sus vidas desde la mañana a la noche. Y muchas sociedades, tal vez por la cantidad de problemas acumulados, aceptan por un tiempo que alguien las rigoree a cambio de alguna dosis de comodidad.
Esta Presidenta y sus colaboradores que hoy se exponen al insulto público y al rechazo social, son los mismos que con idéntico estilo y similar desprecio por la institucionalidad y por todos aquellos que no piensan como ellos ganaron hace poco más de un año una elección por guarismos casi plebiscitarios. ¿Cambiaron ellos o cambiamos nosotros? Ellos no son distintos ahora de lo que eran entonces; por el contrario, Kicillof o el mismo Timerman son infinitamente más educados y respetuosos que Aníbal Fernández, Luis D’Elía o “aquel” Moyano.
Y nosotros, si por arte de magia hoy cambiara esta angustiante situación económica que percibimos como un tobogán al abismo, por otra en la que pudiésemos comprar dos televisores y tomar algún solcito caribeño, volveríamos a votarlos y nos olvidaríamos de las libertades, la Constitución, la modosidad propia de la democracia y hasta la honestidad.
Siempre fue así en nuestra historia y seguirá siendo así en el futuro, mientras ésta sea una nación con tanta facilidad de recupero como de despilfarro.
Y es la gente, y no otra cosa, la que le da a la realidad esta tonalidad miserable.
Pero un día se cansa, se violenta y sale a cobrar facturas. Que a veces se pagan en forma de desprecio, pero generalmente son saldadas por la violencia y la revancha. Justamente lo que no queremos para nuestro país.
La versión lugareña
Un grupo de vecinos preocupados por la inseguridad creciente se convocó en la Plaza del Agua para protestar y reclamar. Ya durante la semana previa pudo detectarse en las redes sociales que algunos fundamentalistas del orden como valor impuesto estaban con ganas de utilizar la reunión para dejar volar sus sueños autoritarios y sus nostalgias fascistas.
Tal vez por ello la respuesta de la gente no fue la esperada; los marplatenses –como todos los argentinos- han desarrollado un olfato muy especial para tomar nota de este tipo de manipulaciones. En algún momento, “alguien” invitó a la cuarentena de marplatenses presentes a ir “a la casa de Pulti”. Y así lo hicieron.
Violentando la lógica y los límites, se apersonaron en el domicilio particular del Intendente –que en ese momento se encontraba ausente- y comenzaron con sus gritos y provocaciones aun a sabiendas de que en la vivienda sólo se encontraban los familiares de aquel al que iban a buscar.
A los pocos días, los periodistas recibimos un video en el que uno de los “voceros” de los “indignados ciudadanos ante la falta de respuestas a sus reclamos” aparecía rindiendo homenaje, brazo derecho en alto y sonoro “heil” en sus labios, a la horrenda cruz que se convirtió en símbolo del nazismo y terror del mundo entero.
¡Lindo defensor de la democracia y los derechos ciudadanos! La alternativa que se nos plantea, ¿es la paz social que pregonaba Adolfo Hitler?
Ya existe una denuncia radicada en la justicia federal, y no se descarta por estas horas que la misma dispusiese algunas medidas entre las que podía existir un allanamiento al “templo” hitleriano.
Pero el incidente debe dejarnos una lección: no todos los que se acercan a las protestas populares están consustanciados con aquello que la gente quiere reclamar. Y es bueno estar atentos y no dejar que las cosas se vayan de las manos.