Poder judicial | La Cámara de Apelaciones refrendó una condena por mobbing contra el juez de menores Néstor Salas, y encima otorgó una indemnización seis veces mayor a la prevista. Consideró que el trato violento y descortés era injustificable.
Ella es Luján Teresa Durante, y accionó contra su jefe, Néstor Salas, titular del Tribunal de Menores 2, ya que durante años se sintió hostigada en su desempeño laboral. Ya el juez en lo contencioso administrativo 2 de Mar del Plata había hecho lugar al reclamo, y había condenado a Salas y a la provincia de Buenos Aires al pago de $8.400, más intereses. Por entonces, Durante trabajaba como asistente social del tribunal de menores, y afirmaba que los actos de violencia laboral se habrían cometido en el marco de la relación de empleo que los vinculaba, entre los años 2002 y 2007.
En la sentencia de primera instancia se hacía referencia a los caracteres temperamentales de ambos, pero también a la tensa relación que existía entre ellos, ya que era evidente que arrastraban diferencias del pasado, Decía también que el trato dispensado por el magistrado al resto del personal de la dependencia no lucía como propio de su investidura, y que hubo un sumario disciplinario que se instruyó contra Salas ante la S.C.B.A., por lo que fue sancionado oportunamente.
Este antecedente fue tomado como un indicio de prueba para la consideración de los hechos que se investigaban, aunque en este caso, no todas las conductas que figuraban en la demanda fueron evaluadas de la misma manera. Consideraba el juez que algunas de las medidas adoptadas por Salas podían entenderse como derivados razonables del ejercicio de su función y tenían directa relación con las facultades de organización del órgano judicial a su cargo, pero, obviamente, otras no.
Decidió tomar en cuenta como reprochable el episodio sucedido en febrero de 2004, cuando ella visitó la comisaría de Miramar y advirtió al magistrado por escrito de que allí estaba alojado un menor desde hacía más de siete meses. Ante esto, dice que Salas tuvo una “sobrerreacción” con un fin “intimidatorio”: un llamado de atención, y la amenaza de aplicar una sanción ante una conducta que claramente no resultaba merecedora de ello.
También se le reprocha que se haya negado a autorizar la liquidación de viáticos a favor de Durante por los gastos que implicaba su trabajo: si bien la situación de demora se daba con todos los empleados, se acentuaba en el caso de la señora Luján. Esta era una actitud reiterada y casi sistemática: aplazaba irrazonablemente los pagos.
Cuentan que la denunciante pretendió solicitar una licencia para cuidar un familiar, y que Salas reaccionó exigiendo el cumplimiento de una serie de recaudos inusuales para el caso. Era un trato desigual respecto del que se tenía con el resto del personal. Otra vez ella solicitó una licencia compensatoria, y se la denegó por escrito diciendo: “tomátelos en el 2004”, frase que a criterio del juez de primera instancia resultaba “alejado del trato que debe brindarse al personal”.
Cuando Durante, harta de pasarlo tan mal, solicitó un traslado, diciendo que deseaba desempeñar sus tareas en otra dependencia, Salas demoró intencionalmente la comunicación de la respuesta positiva de la Suprema Corte, aun cuando sabía perfectamente la importancia que para ella tenía el traslado. El juez consideró que Salas generó adrede la demora: “no puede tener otra lectura que el intento de generar una intranquilidad en el espíritu de su dependiente”. Le comunicaba las decisiones violentamente, y hasta la había echado de una oficina mientras ella tomaba una audiencia. Los testigos dijeron que era habitual que el juez Salas le levantara la voz y pegara portazos.
La sentencia indica: “un estado de situación hostil de parte del demandado”, y que la relación asimétrica, en virtud de la jerarquía que detentaba el doctor Salas como magistrado del Tribunal, era la que hacía que estas conductas resultaran disvaliosas, más allá de las diferencias que pudieran existir entre ambos. Hubo actitudes tendientes a amedrentar, que fueron percibidas por terceros como violentas e injustas y que afectaban la dignidad: configuran maltrato psicológico y verbal, valiéndose de la posición jerárquica.
Por su posición, Salas debió mostrar mesura y trato equitativo desde su rol de magistrado, pero sin embargo llevó a cabo acciones con mala intención: “no pueden suponer otra cosa que la existencia de una intención de dañar en el demandado”.
A pagar
Por esa razón, el juez de primera instancia dijo que debían responder ambos demandados: Salas, por tratar mal a su empleada, y la Provincia, por no supervisar el trato que el magistrado daba a sus empleados, para evitar la situación de abuso de la cual la asistente social fue víctima recurrente. Los hechos se repitieron durante varios años, lo cual demostraba que los órganos con competencia en la regulación de la relación de empleo no supieron hacerse cargo de un problema que no podían desconocer.
Consideró el daño moral y el daño psicológico alegado en la demanda, ya que ella había experimentado ciertos trastornos que tornaban necesaria la realización de un tratamiento psicológico de no menos de seis meses, con frecuencia semanal. Eso hay que pagarlo, y el gasto debía ser compensado: $5.000 por daño moral, y $3.400 para pagar la terapia psicológica.
Por supuesto que la parte condenada apeló la sentencia ante la Cámara en lo Contencioso Administrativo, integrada por los jueces Roberto Mora y Elio Riccitelli. La Provincia dijo que esa administración no omitió ninguna acción, que el supuesto mobbing no estaba probado, y que el monto de la indemnización generaría un enriquecimiento indebido. Salas, lejos de ser autocrítico, dijo que sólo se trataba de un puñado de hechos aislados que carecían de entidad para configurar violencia laboral, que eso requeriría una “conducta o actitud sistemática”. Dice que no hizo más que exigir el cumplimiento fiel de la reglamentación sobre personal: es como decir que puede maltratar si lo hace de vez en cuando. Para fundar su posición, Salas cuestiona además el daño moral, porque dice que no se puede indemnizar “sin explicitar cuál es la alteración o lesión espiritual que en concreto se ha dado”.
La denunciante, por su parte, también apeló, diciendo que la suma fijada en concepto de daño moral resultaba insuficiente, a la luz de la magnitud de los padecimientos sufridos. En cuanto a la cuestión física, decía haber padecido tensión corporal, cefaleas, disturbios gastrointestinales, náuseas y vómitos, además de estrés, brotes periódicos en el rostro, infecciones y caída de cabello, a raíz de que el maltrato recibido la obligó al consumo de medicación. Por eso solicitó: “se haga lugar al recurso de apelación deducido, en cuanto fuera materia de agravio y se eleve el monto del daño moral reconocido, y el daño físico”.
En efecto, la ley 13.168 procura garantizar un entorno de labor sano y libre de comportamientos nocivos que puedan afectar la salud psicofísica del agente estatal, y atentar contra su dignidad. A los efectos de su aplicación, la norma entiende por violencia laboral el accionar de los funcionarios y empleados públicos que, valiéndose de su posición jerárquica o de circunstancias vinculadas a su función, incurran en conductas que atenten contra la dignidad, integridad física, sexual, psicológica y/o social del trabajador o trabajadora, manifestando un abuso de poder llevado a cabo mediante amenaza, intimidación, amedrentamiento, inequidad salarial, acoso, maltrato físico, psicológico y/o social. Y ella lo pasaba muy mal.
Pero también es cierto que, según la opinión predominante, los comportamientos que atormentan al trabajador deben ser habituales, reiterados, perpetrados durante un tiempo más o menos prolongado. Un solitario episodio de maltrato puede ser producto de una reacción impulsiva y dar lugar a otro tipo de figuras, pero no constituye -a priori- violencia laboral.
La respuesta
Por eso ahora, el juez de Cámara Roberto Mora indica: “No comparto el cuestionamiento de los recurrentes, quienes parten de una concepción equivocada de valorar la magnitud de cada una de las conductas imputadas al demandado Néstor Salas desde una perspectiva meramente estática, sin ponderar el papel que cada una de ellas ha jugado en un contexto de maltratos reiterados que, por sus características, bien pudo dar paso a un supuesto de violencia laboral como el que se verificó en el fallo”. Considera que es menester estudiar la cadena de acontecimientos en su conjunto, y determinar cómo se fueron desenvolviendo en el marco de la relación de empleo. Agrega: “Que la violencia laboral requiera -para su configuración- de una cierta reiteración de comportamientos hostiles hacia el trabajador, no quiere decir que en la búsqueda de la verdad haya de primar un criterio estrictamente cuantitativo, como proponen los demandados (…) el fallo apelado hace mérito de un considerable número de situaciones disvaliosas, a partir de las cuales es razonable desprender -en mi opinión- un supuesto de mobbing del tipo vertical descendente, cometido por quien se vale -para ello- de la posición jerárquica que detenta dentro de la estructura de la dependencia pública”.
Del trato irrespetuoso y despectivo que tenía el demandado con la asistente, los testigos dijeron: “el juez muchas veces le gritaba, con voz muy fuerte, se sentía de afuera y a veces él pegaba portazos fuertes también”; que tal estado de cosas provocaba una profunda angustia en la licenciada Durante: “la he visto llorar en el juzgado muchísimo, la veía a veces desbordada”.
Otros recordaron que ella rompía en llanto a causa de sus problemas laborales, sobre todo ante las negativas reiteradas de Salas a firmar las planillas de cobro de viáticos. En general todos caracterizaron la relación laboral como complicada y difícil: “Un día estaba bien con uno, otro con otros, pero siempre a la larga llegaba el problema con alguno (…) cada vez que había problemas con alguien nos enterábamos porque alguno salía llorando (…) nosotros decíamos que era al que le tocaba, al que estaba de turno, digamos”.
Un testigo funcionario del tribunal refirió que siempre tenían que lidiar con una tensa “carga psicológica”, dado que Salas muchas veces decía, sobre todo luego de la feria: “ahora voy a entrar con los tapones de punta” o “ahora van a ver quién soy yo”, lo cual atemorizaba a muchas de las asistentes sociales a los fines de efectuar reclamos, como por ejemplo el de los viáticos.
El maltrato periódico que recibió la actora de parte del magistrado judicial redundó en lo que suele ser una constante en los casos de mobbing: la partida del agente de su ámbito de trabajo. No se trató de un hito aislado: durante el período citado, se produjo un éxodo de agentes y funcionarios en el seno del Tribunal.
Para la Cámara, nada justifica este trato: “si por hipótesis, el doctor Salas hubiera advertido que alguno de sus agentes había incurrido en comportamientos que atentarían contra el respeto que merece su investidura, contra la organización jerárquica del órgano a su cargo o contra el ejercicio legítimo, razonable e imparcial de su autoridad, la solución al problema no era introducirse en la arena de combate y hacer frente a la autora de la supuesta ofensa mediante tácticas de asedio psicológico y verbal, sino articular -de corresponder- los mecanismos de composición de conflictos que la reglamentación aplicable prevé a tal fin”. Por eso es que la instancia superior decidió refrendar la solución del fallo de grado.
En cuanto a la indemnización, los jueces evalúan el daño moral diciendo: “la magnitud de los tortuosos episodios que fueron narrados a lo largo de este voto, claramente sobrepasan las molestias o preocupaciones normales que una persona está dispuesta a tolerar, máxime cuando se desenvolvieron en una franja de tiempo que insumió algo más que un lustro”. Por eso consideran que debe buscarse una relativa satisfacción del damnificado: una suma de dinero justa que no deje indemne el agravio, pero sin que ello represente un lucro que pueda desvirtuar la finalidad de la reparación.
Así y todo, los $5.000 que había establecido el juez de grado como resarcimiento al daño moral, le parecieron pocos a la Cámara, y propuso a cambio una reparación de $60.000; seis veces más de lo previsto. Es posible que así duela, que los jueces terminen de actuar como caprichosas estrellas de rock y piensen que los que trabajan no merecen sus gritos, como no los merecería nadie.
Sólo resta decir: si este es el trato del caballero a la señora titulada universitaria que trabaja bajo su órbita, la que tiene noción de sus derechos y uso de la normativa vigente, ¿como será su falta de ecuanimidad y aplomo a la hora de hojear un expediente de menores? ¿Gritos y portazos?