Un navegante ucraniano pasó años viviendo en la calle casi ciego. Sobrevivió por la caridad de la gente común. Hoy, la directora del refugio para personas vulnerables se da el lujo de decir que le molesta hacerse cargo de él. Funcionarios sin piedad para el dolor ajeno, tolerados por un sistema cruel.
Nikolay es un refugiado. Oficialmente un refugiado. Así lo reconoció una Comisión Nacional para los Refugiados, a través de un acta de 1991. Llegó a ese estado por circunstancias oscuras, aunque se sabe que a fines de ese año, un gran barco factoría soviético ,el Latar II, quedó varado en el puerto de Mar del Plata con sesenta tripulantes sin documentación. No hablaban castellano, y para poder sobrevivir comenzaron a vender partes de la embarcación. Algunos no superaron el trance, otros se marcharon con rumbos diversos, y un puñado se quedó a vivir en aquel inmenso navío herrumbrado.
No fue el único caso. Otro grupo de oficiales, ingenieros de frigoríficos, electricistas y mecánicos quedó varado en La Boca en el mismo estado de desesperación. La Unión Soviética había caído, Gorvachov renunciaba a su cargo, y los estados constitutivos -ahora países- entraban en crisis que afectaban directamente a sus empresas. Algunas quebraron, como fue el caso de las navieras, que optaron por abandonar a su gente en diversos lugares del mundo cuando no imaginaban cómo recuperar un buque factoría y pagar las cifras adeudadas a un montón de profesionales que trabajaban viaje tras viaje. Los buques factorías tienen tripulaciones de entre 70 u 80 personas.
Después de los primeros meses de atraso, los ucranianos de La Boca ocuparon las oficinas que tenía Galapesca en Leandro N. Alem y sólo las desalojaron cuando les dieron un documento donde reconocían la deuda. Aparte de los pasajes, la empresa debía a cada uno alrededor de diez mil pesos. “Ocupamos oficina –dijo otro de ellos en media lengua–, hicimos acta de acuerdo” y señaló una carpeta de papeles.
Otros tres barcos ucranianos quedaron también varados en el puerto de Mar del Plata. La empresa retiró su oficina de Buenos Aires, pero los marineros aseguraban que en la oficina local no había nadie y que todos los directivos vivían en Buenos Aires.
En ese momento, la empresa se comprometió a pagarles alojamiento y comida mientras tuvieran que quedarse en la Argentina, pero les advirtieron que no dijeran nada a los medios de comunicación porque les cortarían esa ayuda. Obviamente, pasado el primer momento, el dinero se terminó. Unos fueron a parar a la calle, otros murieron; un par logró volver a Ucrania gracias a los premios de un documental. Otros, como el personaje de este caso, terminaron en la calle sin poder hablar con nadie que entendiera su tragedia; él, además, ciego.
La película
Nikolay quedó en la Argentina en un limbo legal, como el personaje de “La Terminal” de Spielberg, sin embajada ni consulado. Pasaron veinte años, y fue encontrado por un marplatense que no consideró que fuera natural ver a un hombre durmiendo en las ruinas de una fábrica de pescado del puerto en posición fetal, y visiblemente enfermo. Allí supo que “el ruso” tenía 48 años, que peligraba seriamente su vida, y que estaba casi ciego por el avanzado estado de las cataratas bilaterales: la situación lo había puesto en serio riesgo de muerte, porque ni siquiera podía buscarse recursos de subsistencia básicos.
Por supuesto que alguien puede pensar que el Estado tiene previstos mecanismos para resolver estas situaciones. Es necesario partir de aceptar que si los tiene, no los puso en juego en veinte años. En veinte años nadie vio a un ruso en la calle casi ciego llevándose cosas por delante y sin darse a entender. Se volvió invisible.
Ante esta denuncia de 2013, la secretaria de Desarrollo Social Alejandra Urdampilleta se comunicó con la jefa del servicio Social del Hospital General de Agudos, Gabriela Re, y le dijo que era urgente que atendieran a Nikolay, que necesitaba operarse: ya había estado tirado en la calle 20 años, y le parecía una crueldad que siguiera así un día más.
Por supuesto que se pusieron en marcha los canales legales, en la exacta manera en que los canales legales gustan tratar a las personas: con papeles. El hospital tiene un área social que recurrió al Programa de Salud Ocular y Prevención de la Ceguera para solicitar los insumos necesarios, con el fin de que los profesionales del hospital realizaran la operación.
La jefa del programa era Rosario Barrenechea, quien contestó rauda que nones. Que por la seguridad del paciente, y por las normas de la Auditoría Nacional, ella no podía autorizar trámites que presentaran irregularidades, y en este casos se trataba de un extranjero que no tenía número de identificación. Por lo tanto podría ser un ilegal, a los cuales está prohibido ayudar, como todo el mundo sabe.
Obviamente que es ilegal, es ilegal que lo abandonaran acá. Es ilegal que el sistema lo haya dejado tirado del otro lado del mundo sin pasaporte ni visa ni dinero ni traductor, y que a nadie le haya importado que se muriera a la vista de la gente.
En el hospital hubo personas que buscaron la manera de seguir adelante con la atención. Se le pagaron estudios necesarios en una clínica particular, y así se logró que recuperara la visión de uno de sus ojos. Cada lente intraocular costaba $500, y de todo se ocupó el nosocomio, con la buena predisposición de su directora.
Pero la cuestión es que la misma persona que encontró a Nicolay viviendo entre los escombros de la fábrica abandonada, siguió adelante con las gestiones para ubicarlo en un sitio de acogida para que viviera en condiciones dignas. A través de la secretaria de Desarrollo Social, Alejandra Urdampilleta, se dio la orden para que el paciente fuera al Centro de Asistencia Social del municipio llamado El Campito, que funciona en el marco del programa Urb-Al, creado en Europa para el intercambio de experiencias entre colectividades locales y de América Latina. El predio se dedica a asistir a personas en situación de calle, quienes están en riesgo porque sus circunstancias les impiden, por ejemplo, alquilar una vivienda, tal el caso que nos ocupa. Es necesario agregar que Nikolay ni siquiera cuenta con la documentación necesaria para acceder a otra clase de beneficios sociales.
Pero ElCcampito, que funciona en la calle Etchegaray 252, es dirigido por la licenciada María Elena Kirincich, quien resultó ser una de esas personas rotundamente confundidas en su vocación: los pobres, al parecer, le molestan, y mucho.
Recibió a Nikolay y a su benefactor de muy mala gana, diciendo que no lo podía alojar porque no tenía ni personal, ni recursos ni infraestructura: considérese que es jefa de división social del municipio y que cobra por eso. Luego de recibir indicaciones telefónicas de Urdampilleta, exclamó: “los clavos siempre me los dejan a mí”. Cabría preguntarse qué clase de menesterosos desesperados y sin recursos la licenciada gustaría de recibir, cuáles serían los que a su criterio no son clavos.
Cuando se le explicó la delicada situación de salud que parecía Nikolay, y que sería operado del ojo del que aún estaba ciego en cuanto el Hospital General de Agudos consiguiera la otra lente, opinó que tal cosa no sucedería, y que la directora y la licenciada Re eran unas “mentirosas”.
A pulmón
Lo cierto es que el benefactor no se dejó amedrentar, y siguió adelante con las gestiones. Se dirigió a la División General de Migraciones con el fin de lograr la documentación necesaria para el extranjero, y hasta contactó a su hija para que lo visitara con cierta periodicidad.
Pero ha de ser una cuestión de familia, porque la hermana de la funcionaria, Ana Kirincich, cuestionó a la gente del hospital por haberle enviado a Nikolay sin haberle hecho estudios previos ya que podría “contagiarles alguna peste”, aduciendo que a ellas “no les pagaban por actividad de riesgo”. Actualmente sólo están buscando la manera de echarlo para recuperar la cama vacía: el predio funciona a un tercio de su capacidad porque sus funcionarias hacen lo posible por no admitir personas. Aclaremos que la comida y los insumos llegan todos los días como si la casa funcionara con toda su capacidad.
Por eso tratan a todos de manera hostil, aun a los amigos que el benefactor ubica y lleva hasta allí para que Nikolay no se deprima y logre mejorar su situación de salud. Pero cuando lo visita, es echado hacia el hall donde puede mantener un mínimo diálogo con el enfermo en medio del frío de la calle. Hasta se logró ubicar a quienes pudieran compartir con él el idioma, para mejorar su estado de ánimo: las funcionarias no tuvieron piedad.
Tan poca piedad tienen, que en un ocasión el benefactor lo visitó, como lo hace todo el tiempo, y encontró que Nikolay había sido puesto a pelar cebollas. Sí, la última actividad que podría hacer una persona con cataratas y con un ojo recién operado, por la irritación que produce la cebolla. Crueldad sin límites. Las Kirincich llevan a cabo una verdadera política de exclusión social que ocultan, porque ante la menor pregunta responden que hay que estar facultado para entender, que no comprende quien no está preparado profesionalmente. Ajá.
La política asocial inadecuada, una vez más, no pasa necesariamente por la falta de recursos. Pasa en todos los casos en que estos cargos se han convertido en verdaderos nichos de la inacción, donde cualquiera con un título más o menos afín y los contactos necesarios puede pasar una vida vegetando y cobrando, como en casi todos los estamentos del Estado. El problema es que en este caso, se muere gente. Lo que se arruina es gente, no ladrillos ni puentes. Las personas que hacen de la crueldad una condición necesaria para trabajar en la pseudo política social de la inoperancia, hacen también que nos dé vergüenza compartir el mundo con ellas. Les deseamos un destierro en Rusia.