La Corte Suprema confirmó que el Estado no indemnizará a los deudos de Pochat por su muerte, ya que no podía preverse el desenlace trágico. Se deduce que las investigaciones de la víctima no habían descubierto una mafia organizada. Sólo fue una venganza por los despidos, y alguna frase desafortunada.
Corría 1997 cuando asesinaron a Alfredo María Pochat en su despacho de la administración de la ANSES filial Mar del Plata, cuando le habían sido encomendadas tareas de reorganización. Era el nuevo gerente, tarea que lo llevó a despedir a la anterior funcionara a cargo, Silvia Albanesi. Hay que poner las cosas en contexto, claro, y recordar que eran los tiempos del menemismo, y que el mismo Presidente fue quien le otorgó una pensión a la viuda de Pochat, considerando que su trágico fallecimiento se había producido en el cumplimiento del deber, cuando pretendía desenmascarar hechos de corrupción.
En aquel momento, el compañero de estudios del fallecido, el ex fiscal del juicio a las Juntas, Luis Moreno Ocampo, llegó a Mar del Plata con la versión de que el crimen devenía de que Pochat estaba investigando una mafia organizada con más de cuatrocientos casos en análisis. Su relato resultaba pintoresco, y se hacía verosímil en un momento histórico en que cualquier noticia de corrupción desenfadada hubiera resultado más que cierta.
Pero él sabía bien que una cosa es la corrupción presente en las oficinas del Estado, y otra muy diferente la existencia de una mafia organizada, con fondos y sicarios propios. Por eso sus dichos se agotaron pronto, y el asesinato de Pochat terminó en una sentencia por un homicidio común y corriente, cuyo proceso estuvo a cargo del Tribunal Oral Federal de la ciudad, integrado por los jueces Roberto Atilio Falcone, Néstor Rubén Parra y Mario Portela.
Pero en aquel momento, el abogado de los Pochat había sido entrevistado por la 99.9 cuando buscaba instalar su versión, y allí dejó para siempre su frase: “yo no sé qué pasa con los periodistas de Mar del Plata”. Lo que pasaba era que había más elementos para hablar de la locura del asesino que de una mafia organizada que enviara un asesino preparado. Eso pasaba. Los hechos habían ocurrido como se narraron.
Parece que Armando Andreo, el marido de Albanesi, llegó ese día a la oficina como lo hacía con bastante frecuencia, y que estaba en un estado depresivo, a pesar de lo cual se hacía cargo de que debía entregar un certificado médico a nombre de su mujer. Era –según sus palabras- “para ganar tiempo”, ya que la funcionaria estaba en ese momento ausente de su cargo, y en proceso de investigación. Fue atendido personalmente por el nuevo Gerente de Investigaciones de la ANSES en su despacho, y en ese momento, según declaró el condenado por el crimen ante el tribunal que lo juzgaba: “Me dijo lo que nunca me debía de haber dicho”. Aseguró que Pochat calificó a su esposa Silvia Albanesi como una “amoral”, y a él mismo como un “cornudo”, tras lo cual Andreo le disparó hasta darle muerte.
Armas
La cuestión se revive ahora, a 17 años del crimen, cuando la semana de noticias no ha hecho más que reinstalar las consecuencias de actos demenciales derivados de la portación ilegal de armas. Andreo estaba siempre armado, porque era un obsesionado de la inseguridad desde que había sido asaltado. Su propia esposa lo reconocía con cierta naturalidad. Y se apoyaba en esa condición cuando decía antes sus empleados: “Si me echan, él los va a matar a todos”.
Pero no sólo eso. Afirman los testigos que la conducta de Andreo solía ser autoritaria para con los empleados, que daba órdenes como si él mismo fuera un funcionario de la entidad, y que era habitual que se paseara por las oficinas a su antojo.
No obstante, aquel día había llegado tranquilo y hablaba en voz baja. Estaba atravesando una etapa muy depresiva a raíz de un desprendimiento de retina que afectaba su visión, y una enfermedad del páncreas. Nada podía hacer prever el desenlace fatal.
De todas maneras, la posición de los deudos – ya que sus hijos entonces menores han alcanzado la mayoría de edad- es ahora reclamar al Estado ante la posibilidad de que se haya incumplido un deber, toda vez que Pochat no tenía custodia. Para ellos, el Estado no se hizo cargo de velar por su seguridad, y por lo tanto consideran que merecen ser indemnizados por su pérdida. Ahora bien: ¿qué podía hacer pensar que el funcionario requiriera una custodia?
Los solicitantes se basan en afirmar que hubo una omisión del Estado sobre el cuidado de su funcionario, lo cual obviamente- para que procediera- debía de ser probado. Ellos consideran que el carácter del señor Andreo, más su condición de ser alguien que habitualmente portaba armas, debió de ser razón suficiente para que alguien en la ANSES impidiera el acceso, y de esa manera se evitara el final luctuoso de los hechos. Más aun cuando se trataba de un funcionario que, a su criterio, había sido contratado para desmembrar hechos de corrupción. El abogado afirmaba que Pochat había atendido personalmente al asesino “porque no tuvo otra opción”. Es la posición de la familia, y por esa razón el mismo Moreno Ocampo pedía que la causa se caratulara homicidio con alevosía, lo cual no prosperó.
Locos sueltos
La Corte Suprema realiza ahora un análisis diferente. Para ellos se trató de un caso imposible de prever ya que, como afirman, si bien habían existido despidos, como puede suceder en cualquier dependencia, el mismo Pochat tenía a su disposición la posibilidad de solicitar una custodia personal, y no lo había hecho.
Además, consideran que no es posible probar que haya atendido a Andreo “porque no tenía otra opción”, porque sí la tenía. La otra opción era no atenderlo. No había una cita con el marido de la despedida, ni ninguna situación que ameritara una conversación privada. Podría no haberlo hecho pasar, y menos aun a su despacho privado si, como afirman, todo el mundo sabía que se trataba de un hombre armado.
Afirman además, los magistrados, que la oficina de la ANSES, como todo organismo nacional, tiene en la entrada una custodia de la Policía Federal, y que la función estaba siendo cumplida por un agente en el día de los hechos. Pero que el agente no tiene entre sus tareas verificar la portación de armas de cada una de las personas que ingresan a las dependencias, lo cual hubiera sido perfectamente imposible.
Ahora bien: si como afirma el ex fiscal, Pochat hubiera estado investigando una mafia organizada con todos los elementos del caso, que en efecto cobraba de manera sistemática por el otorgamiento de jubilaciones en la ciudad, seguramente la intervención de la justicia y de las fuerzas de seguridad hubiera sido inminente. En tal caso, la oficina sí se hubiera convertido en un territorio custodiado, donde además de despidos hubiera habido detenciones, más allá de la del propio asesino. En el caso de rigor, a Pochat le hubiera correspondido la asistencia de una custodia personal, independientemente de su requerimiento voluntario. Pero tal cosa no sucedió.
Lo que sí sucedió es que Andreo era un loco de la guerra, más allá de que Moreno Ocampo haya intentado probar que era en realidad un amigo del ex general Jorge Rafael Videla, que tenía fotos con él, y que había integrado un grupo de tareas, para darle así más carácter a lo que terminó siendo un crimen ordinario. Cruel sí, pero ordinario. Un loco que anda armado y que alguien, en el lugar y el momento menos indicado, le dice que su mujer -despedida de un puesto de poder- encima lo engañaba. Mal momento, mala situación, en el que todos los astros coincidieron para que lo matara y después pidiera la pena de muerte ante un tribunal.
Porque fue lo que hizo: “Estaría muy feliz si me dieran la pena de muerte”, dijo Andreo con su ropa impecable frente a un tribunal que lo miraba atónito. Porque reconoció su culpa en el homicidio, pero en definitiva no era suya la responsabilidad. Adujo una provocación que para él era justa razón: “No tendría que habérmelo dicho”.
Otra vez las armas donde no tienen que estar. Otra vez a recordar a los muertos por el gatillo más que a mano. En la misma semana en que una mujer mató a su vecina porque se quejaba de los diecisiete perros, y una médica baleó un coche porque le ocupó el sitio en el garaje, y encima amenazó al empleado de la cochera. Armas cargadas. Y siempre el mismo final con los locos sueltos, diecisiete años después.