La Cámara de Apelaciones, en un fallo histórico, ordenó reabrir la causa por el atentado perpetrado por Montoneros contra un comedor de la policía federal el 2 de julio de 1976
Existen causas complicadas, delitos difíciles de entender y tipificar, situaciones cuya complejidad requiere un análisis más pormenorizado pero, en general, la Justicia se trata de aplicar el sentido común: robar está mal, y matar es aún peor. Conceptos sencillos que entiende hasta un niño de cinco años. Cuando las cuestiones se embarran, y empezamos a ver argumentos tirados de los pelos, es porque ahí ya se metió la ideología y estamos ante alguien que nos quiere tomar por estúpidos y vendernos gato por liebre o victimario por víctima.
Meter 9 kilos de TNT en un maletín con bolillas de acero, llevarlo al comedor de un edificio, hacerlo detonar a la hora del almuerzo y matar a 24 personas y herir a otras 60, está mal. Es un delito. No importa en qué contexto se haga, o con qué justificación. Pero si además se tiene en cuenta que el edificio en cuestión es un punto neurálgico para el funcionamiento de la Policía Federal, que el objetivo era demoler directamente todo el edificio, y que el ataque tenía como claro objetivo no sólo incapacitar a la fuerza, sino además enviarle un claro mensaje a toda la sociedad argentina al respecto de la mortal eficacia con la que la organización Montoneros podía llevar adelante este tipo de ataques, causando terror ante la idea de que ni siquiera la Policía Federal podía protegerse —y, por lo tanto, proteger al resto— de este tipo de acciones, entonces es claro que se está ante un ataque terrorista.
¿Es lógico que un hecho así de grave e impactante para toda la sociedad prescriba? Claramente que no, porque más allá de la cuestión legal, también está la cuestión histórica: la sociedad se debe a sí misma comprender cabalmente qué fue lo que sucedió, y quiénes fueron los responsables. Además, tal como muy bien argumenta el fallo que firman los jueces Mariano Llorens, Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi se está ante un delito imprescriptible no sólo por la gravedad del hecho, sino también porque la actitud del Estado de nunca avanzar con esta causa supone una violación a los derechos humanos de las víctimas y sus familiares.
El fallo
Argumentan los jueces: «Ningún estrato de la Policía Federal —desde el oficial con más alto rango o el subalterno de la más baja jerarquía— iba a quedar indemnes a la ofensiva. Y si la propia policía no podía proteger a sus miembros, ¿qué protección podía brindar a la ciudadanía? El golpe no estaba dirigido a uno, sino a todos. […] El destinatario directo fue cualquiera. No importó su jerarquía, su género, sus creencias ni su origen. Tampoco importó si eran hostiles al movimiento o simples trabajadores. Si los afectados eran unos pocos, o muchos. Lo importante nunca fueron los muertos o los lesionados, sino el mensaje concreto, claro y tangible. Lo importante fue lo que el hecho iba a comunicar a la Policía Federal Argentina, a las fuerzas de seguridad y al resto de la sociedad. La seguridad en su punto más vulnerable, la calma estremecida, el terror espoleado. ¿Qué lugar ocuparon aquí las vidas y los destinos de esas personas? Ninguno. Sólo simples instrumentos en el camino de las metas de la organización».
Al respecto de la importancia simbólica de este crimen, dicen los magistrados: «No se trataba tan sólo de tomar por las armas la soberanía del Estado dejando de lado los principios y valores de una recuperación constitucional, sino dominar la razón y la emoción de muchos que compartían un mismo espacio. La arena del combate no estaba sencillamente en el suelo. Y la agrupación lo sabía. Su pelea no era en el campo; era en las mentes. De ahí la importancia de sus comunicados y su propaganda; de la diversidad de libros y revistas, de contar entre sus filas con amigos, vecinos, colaboradores que les permitiera filtrarse por los intersticios de la sociedad».
Para los jueces, esta investigación es indispensable de cara a una sociedad que merece saber qué fue lo que pasó: «la conformación de los hechos también debe ser completa y genuina. Un historiador serio debe reconstruir los eventos de la manera más fiel posible, sin recortes egoístas ni composiciones interesadas. La verdad histórica —para aquellos— y la cabal pronunciación del derecho —para nosotros— dependen de la lealtad impuesta en el desarrollo de esa tarea. En este punto un jurista cumple cabalmente su misión cuando amalgama el arte de ambas disciplinas: la reconstrucción histórica de un hecho, luego pasado por el tamiz del derecho».
La prescripción de las causas tiene que ver con la construcción de la memoria, y la dinámica de una sociedad que, naturalmente, va dejando de lado algunos sucesos que terminan siendo olvidados. Pero, en este contexto, los jueces adecuadamente señalan: «el olvido se trata de un acto deliberado, que debe asumirse de manera colectiva, consciente y compartida; el olvido no puede ser impuesto y, menos aún, artificialmente, generado por un tribunal de justicia».
Continúan: «Tantos fueron los crímenes y tan difíciles de asimilar, que su magnitud y complejidad obligaron a imponer una prelación en su tratamiento. Era imposible gestionar tanto dolor en tan poco tiempo; y hacerlo por el camino correcto fue otro desafío, que conoció de avances y de retrocesos, de pruebas y de errores. Algunos fueron tan atroces que esmerilaron lo que estaba alrededor, como esas luces fulgurantes que enceguecen la vista a todo lo demás. Los horrores de la dictadura se llevaron, por lejos, el primer lugar en la competencia de atrocidades y barbarie. […] Pero una vez que ese resplandor pudo ser apaciguado, los contornos se definieron, dejando ver que también había otras crueldades para analizar».
Agregan: «no se trata de diseñar una justificación simétrica entre los condenados de ayer por gravísimos delitos de Lesa Humanidad, e imputados de hoy en esta causa, sino de entender que los crímenes de la dictadura no absuelven los crímenes de quienes sentaron el terror desde otros ámbitos».
Dicen además: «la colocación de una bomba por parte de la organización “Montoneros” en el comedor de la Policía Federal, instrumentalizando esas vidas como parte de su embate militar y de su costado propagandístico, no era un delito común que el tiempo pueda sanar. Por el contrario, la banalización de esos cuerpos, en ese marco histórico y con esa finalidad política, clama por recibir la necesaria reacción por parte de las autoridades judiciales».
Finalmente, argumentan: «Estamos frente a un expediente iniciado por un acto criminal de una magnitud extraordinaria, considerando para su calificación solo parámetros objetivos tales como número de personas que murieron, heridos y daños causados. Por otro lado, el lugar donde se colocó el explosivo (comedor), el día y horario de la detonación, la finalidad de provocar el derrumbe total de edificio (tal como surge del comunicado del grupo que lo ocasionó), son elementos de análisis que dan a entender no solo la envergadura efectiva de la agresión, sino también la enorme carga de intencionalidad criminal, reflejada sobre todo por la indiscriminación de indefensas víctimas que se buscó causar y la clara demostración, por las circunstancias de tiempo, modo y lugar en que se produjo, de la aviesa intencionalidad de generar la mayor cantidad de daños y muertes posibles. Se buscó, y se logró, otorgar al acto una siniestra carga comunicacional de destrucción y muerte», por lo que: «sin necesidad de un esfuerzo técnico adicional y en virtud de la interpretación amplia proporcionada por la CIDH, es posible calificarlo como una grave violación a los derechos humanos».
Las quejas
Ante esta decisión histórica, no faltaron voces que salieron a oponerse públicamente a la reapertura de la causa, asegurando que se trata de una reversión de la «teoría de los dos demonios». Los argumentos hacen agua por todas partes, porque acá la cuestión es clara: poner bombas está mal. E investigar el hecho, señalar culpables, y permitirle así a los familiares de las víctimas algún atisbo de reparo, es una responsabilidad ante la cual el Estado ya no puede hacerse más el distraído.
«Memoria, verdad y justicia» son tres palabras que fueron apropiadas como una bandera que, demasiadas veces, termina tapando curros y negociados. Es hora que la sociedad argentina se vuelva a adueñar de estos conceptos bajo una luz distinta: una memoria completa, una verdad desnuda, cruel y prístina compuesta por todos los hechos fácticos sin importar quién los perpetró, y una justicia que no deje a nadie de lado y le permita a todos los que sobrevivieron llorar a sus muertos y cerrar sus heridas.