Resarcimiento a Adriana García | La Suprema Corte de Justicia reconoció que los estamentos del Estado no actuaron a tiempo, a pesar de las denuncias de Adriana García. Podrían haber evitado que su ex marido matara a sus dos hijos. Pasaron 18 años.
Los pequeños tenían 4 y 2 años cuando su padre los asesinó con un cuchillo mientras estaban sentados a la mesa. Le tocaba su horario de visita y, por más que era violento y tenía un desequilibrio cuyo tratamiento psiquiátrico solía interrumpir, la madre no podía evitar que se los llevara los días en que le correspondía pasar a buscarlos. Ese día, cuando los retiró, cínicamente les dijo a los chicos, frente a ella, que le iban a dar una sorpresa a la mamá para su cumpleaños.
Un rato después los mató. Tuvo la oportunidad de hacerlo porque la justicia no actuó, a pesar de que ella lo denunció en muchas ocasiones: nadie escuchó sus ruegos. Encima, la justicia llegó a decirle a esta madre que ella era “cómplice moral” de lo sucedido.
Casi dos décadas después del crimen, Adriana García encontró aquello que había buscado todo este tiempo: la Suprema Corte de Justicia reconoció la inacción de los actores públicos, considerando que ella había denunciado la violencia que ejercía Ariel Bualo contra la denunciante y contra sus hijos de 4 y 2 años. Reconocieron que fiscales y policías podrían haber hecho algo para que el horror no sucediera.
El fallo definitivo aparece en una semana sumamente convulsionada, en la que la violencia contra la mujer ocupa otra vez la primera plana en la discusión acerca de los organismos del Estado, los que deberían concurrir en la protección de las mujeres víctima de violencia. Porque otra mujer fue hallada asesinada —presuntamente por su marido—, tras haber efectuado un mínimo de seis denuncias contra él mientras cursaban una pelea por la tenencia de tres hijos adolescentes. Se llamaba Andrea López, y a ella tampoco nadie la escucho. El asesino la descartó en una bolsa en un volquete.
Sordos y ciegos
Los jueces de la Suprema Corte —Héctor Negri, Eduardo de Lázzari, Hilda Kogan, Luis Genoud y Eduardo Pettigiani— escucharon por fin el reclamo indemnizatorio de García, que tenía sustento en la responsabilidad que le cupo al Estado en los hechos que culminaron con el asesinato de sus dos hijos, perpetrado por Ariel Rodolfo Bualo hace ya 18 años.
Ya en oportunidad de su sentencia a cadena perpetua ocurrida en 2010, el tribunal destacó:“…los hechos hubiesen sido distintos de haberse tomado medidas adecuadas, o aunque fuera mínimas…”, y “…una restricción de acercamiento o alguno que otro llamado de atención hubiesen disparado en él mecanismos de alerta y dejado de alimentar esa sensación de impunidad típica del individuo violento a quien nadie pone límites…”.
En la primera de las denuncias efectuadas por Adriana, se expuso una situación de violencia familiar: golpes a ella y a sus hijos. En esa oportunidad se dejó asentado que era costumbre del marido de la señora Mabel Adriana García ingresar a la vivienda de la denunciante, pegarle y romper cosas. Punto final.
Luego, en la segunda denuncia, Mabel Adriana García expuso que su esposo —de quien estaba separada de hecho desde hacía meses— se había presentado en su ausencia en su domicilio y había sacado por la fuerza a la hermana de García. También, rompió una computadora en presencia de sus hijos. Como si esto fuera poco, ella agregó que Ariel Bualo la amenazaba, y que el día 1 de agosto de 2000 la había tirado del auto en marcha al enterarse de que había iniciado acciones legales. Indicó también sucesos vinculados a conductas sexuales perversas del denunciado, que se hallaba bajo tratamiento psiquiátrico y que anteriormente ya la había agredido físicamente. García relató que la policía le dijo que ellos no podían “tomar partido” en una pelea familiar.
Pero la fiscalía, si bien tomó conocimiento de los hechos narrados en la primera denuncia, esperó a que se registrara la segunda —luego de dos meses—, y recién dispuso la realización de medidas de instrucción. Pero esas medidas fueron llevadas a cabo por el personal de la comisaría recién en la segunda quincena del mes de septiembre de ese año, tres meses después de la primera denuncia formalmente recibida. Tres meses de violencia familiar que no le importaron a nadie: todo el mundo se tomó su tiempo como si la cuestión no fuera urgente.
Recién entonces, la autoridad policial remitió las actuaciones a la fiscalía interviniente, que en octubre del año 2000 decidió remitirlas al Centro de Asistencia a la Víctima a fin que se convocara a las partes a una audiencia de conciliación. Sí, conciliación, como se lee.
Pero como si esto fuera poco, se resolvió archivar las actuaciones. La fiscal tomó esa decisión tras considerar que no encontraba debidamente acreditada la materialidad de los delitos denunciados, y lo hizo el mismo día en que fueron encontrados los cuerpos sin vida de los niños. Qué oportuna.
Completa soledad
En ese momento, la Policía de la Provincia de Buenos Aires no tomó debida cuenta de las declaraciones de Mabel Adriana García. Así, se impidió a la fiscal conocer lo que estaba sucediendo. También tuvieron una tremenda lentitud en ejecutar las medidas de instrucción que habían sido ordenadas por la Unidad Fiscal N°4. Encima, se ventiló que en una oportunidad, los policías escuchaban la denuncia de la mujer mientras miraban televisión.
Como si todo esto fuera poco, la Suprema Corte da por acreditado ahora que el Tribunal de Menores N°1 del Departamento Judicial de Mar del Plata dio un “trato irregular” a la denuncia efectuada por García el 15 de junio de 2000: ella hace alusión a las agresiones sufridas por sus dos hijos menores de edad y, sin embargo, la causa —en forma errónea— se abrió únicamente con relación a un niño. De esta manera, queda comprobado que no se tomó contacto personal con las víctimas.
Ya parece ficción, porque tres días antes del homicidio, Ariel Rodolfo Bualo se había constituido personalmente en la sede del Tribunal de Menores, y había reconocido la conducta por la que fuera denunciado, es decir que golpeaba a su familia. Refirió ser enfermo psiquiátrico, y que a veces solía interrumpir su tratamiento. El tribunal ni siquiera le avisó a la fiscal, que terminó archivando la causa.
Ahora, Adriana García ha reiniciado su vida en otra ciudad, y hasta ha modificado su nombre. En oportunidad de una entrevista para la 99.9 explicaba: “18 años después recibí la confirmación de lo que pensábamos en su momento: no estábamos locas”. Luego abundó: “esperábamos todas las mañanas para ver si alguien nos pedía disculpas, porque el día después de que ocurrió el hecho recibí la notificación de que la causa se cerraba por falta de pruebas de que el denunciado era violento. La fiscal era María de los Ángeles Lorenzo”.
Fueron muchos años, muchos reclamos y denuncias, y nadie tuvo la valentía de aceptar sus errores durante tantos años. “Todos los días iba a mover el expediente, para que no se archivara. Nunca hicieron nada, estuvieron cinco meses denuncia tras denuncia sin hacer nada. Encima me seguían diciendo que yo lo había permitido, que era cómplice moral”, recordó.
Pero la muerte de sus dos hijos de una manera despiadada no fue el único dolor que le tocó atravesar. Por si hiciera falta alguna demostración más del accionar del sistema judicial, contó en la entrevista otra situación impiadosa: “cuando fui a pedirle el divorcio, no lo encontraba en ninguna comisaría. Cuando fui al Registro de La Plata me enteré que estaba preso bajo otro nombre, y que por eso no le llegaban las notificaciones. Pregunté el motivo de esa decisión de ponerlo bajo su apellido materno y con el segundo nombre de pila. La contestación fue que era por protección ante los otros presos. Me llenó de odio porque lo estaban protegiendo a él, pero nunca me protegieron ni a mí ni a mis hijos. Él me siguió llamando por teléfono estando preso y la llamaba a mi mamá también. El sistema avala todas estas cuestiones”, dijo para cerrar.
Escuchar este relato genera vergüenza ajena: una vergüenza que no tienen los responsables. Como siempre, la cuestión nos lleva a repensar la justicia de familia como un punto ciego, que no termina de resolverse casi 20 años después.