Otra entrega de las pruebas que demuestran que la causa en marcha contra el juez Pedro Federico Hooft fue armada por un grupo de abogados de la ciudad, con apoyo de funcionarios de alto rango del Poder Judicial. Nadie alza la voz porque todos les tienen miedo, no vaya a ser cosa de que tomen venganza otra vez.
Les tienen miedo, porque ellos son los dueños del poder. Sí, del poder que se dice judicial, pero es poder nomás. Simple y puro poder, capaz de hacer con la vida de la gente cualquier cosa. Cualquier persona puede ser mañana presa del poder, que dibuja de un día para otro un frondoso prontuario de oscuridades. Que ya no conforma con enchufarle a otro alguna irregularidad administrativa, o un pariente impresentable. No se arregla con hacer aparecer el nombre de un desprevenido en una lista de alborotadores o insurrectos. No. Ahora el poder puede adjudicarle a otro, crímenes de los peores. Puede, por ejemplo, hacer a alguien cómplice de delitos de lesa humanidad. De esos que en la historia han ocurrido tantas veces, pero ahora son moneda de pago y cobro de facturas pendientes. El peor de los fantasmas.
Sucede que desde hace años ya, el juez Pedro Federico Hooft enfrenta una investigación que lo posiciona como responsable de no haber llevado adelante con suficiente énfasis los pedidos de hábeas corpus de detenidos de la dictadura militar, en los años de plomo del país, cuando efectivamente fue juez en lo penal.
Pero también están los memoriosos, los que de alguna manera guardan en sus archivos mentales las sensaciones más vívidas de hace cuarenta años, y saben de lo complejo que es analizar los hechos de entonces con la perspectiva de acción de un funcionario judicial de la actualidad: las voces coinciden en que, si hubo un juez que se atreviera a visitar las comisarías en épocas de la dictadura, cuando nadie lo hacía, y menos en horas de la noche, ése fue el juez Hooft, enemigo de lo que en aquel momento se llamaba simplemente “apremios ilegales”. Ese era el eufemismo de las torturas, que ni se nombraban.
Pero hay otro ingrediente. Fue durante los noventa, que esta ciudad enfrentó el espantoso devenir de numerosas desapariciones y muertes de prostitutas, frente a las cuales la policía no investigaba y el Poder Judicial prefería lavarse las manos. Había mucho que esconder, y la causa avanzaba poniendo bajo la lupa el accionar de numerosos poderosos que consumían prostitución con asiduidad, y por lo tanto tenían varias cosas que explicar. Esa causa vino a dar al tribunal de Hooft.
Pero algunos de los acusados de las desapariciones y muertes fueron defendidos por abogados del estudio de César Sivo, y la condena de Hooft les fue adversa. La consecuencia fue la esperable: ya en ese momento, el abogado Sivo -que hoy se llena la boca hablando de los derechos humanos, sólo porque de ese sector provienen sus mejores contactos políticos- clamó por venganza. Juró a viva voz que se iba a vengar de Hooft, porque había mandado presos a los involucrados en las muertes y no se había comido el sapo del supuesto “loco de la ruta”, ése que terminaría con la investigación postulando la existencia de un psicópata serial que mataba mujeres de la noche al estilo de una película norteamericana. Dijo que se iba a vengar y lo hizo, como también debe querer vengarse el fiscal García Berro, después de que su auto tuvo tanto que ver con la desaparición de Verónica Chávez.
Sigue así
Pero como los poderosos se pagan favores entre ellos, parece que el fiscal Daniel Adler también le debe el cargo a Sivo, que lo defendió de muchas habladurías, y ahora ha decidido hacerle las segunda en ésta: es el encargado de apretar al fiscal para que lo empapele a Hooft con todo lo que tiene a mano. “Firmalo así”, le dice a Claudio Kishimoto cuando le alcanza documentos judiciales que debe respaldar sin chistar, aunque ni siquiera los ha escrito él mismo.
Claudio Kishimoto es el fiscal federal subrogante de primera instancia en la Fiscalía Federal Nº 1 de Mar del Plata, y Daniel Eduardo Adler es el fiscal general ante la Cámara Federal de Apelaciones de Mar del Plata. Se supone que el último no puede intervenir en la investigación, pero resulta que nos sorprende. El hijo de Hooft fue a verlo a Kishimoto, con quien lo une una relación laboral, y grabó una conversación que ahora es innegable. El fiscal reconoce allí que lo están volviendo loco, y que el Poder Judicial es un nido de ofidios que se picotean el cuello entre sí. Alcanza una muestra de esta conversación para tener un ejemplo de las presiones sobre el fiscal:
Kishimoto (Se refiere a una discusión con el fiscal Adler porque Kishimoto no quería responder a sus presiones): -Adler me vino a decir:…“Sacá ese escrito”… Boludo, si yo lo acabo de firmar… “Sacalo”, me dice. Tuve un quilombo serio con Adler… ¿Cómo voy a borrar lo que yo pongo? ¡Vos estás loco, me voy preso yo! A ese nivel…
Hooft: Pero tiene vedado meterse en cualquier causa, un fiscal general.
Kishimoto: ¡Se mete en todas las causas! ¡En todas, en todas!
El fiscal Kishimoto dice estar entre la espada y la pared. Sabe y acepta que Hooft no tiene nada que ver con delitos de lesa humanidad, pero lo está acusando en la causa porque no puede resistir las presiones, que también incluyen a personajes de la Procuración. Ellos obviamente están operando en apoyo de Adler y su gente, que a su vez está pagando favores al estudio de Sivo. ¿No es claro?
Hooft: Y por atrás está presionando al fiscal.
Kishimoto: ¡Lógico!
…
Kishimoto: Me están metiendo el dedo en el culo no sabés cómo. Pero yo, en la medida que pueda, les voy a saltar al cuello bien. Pero yo estoy esperando mi momento también, ¿eh? Porque ahora me dejo tacar el culo. Cuando llegue el momento que…ahí vamos a mostrar las cartas sobre el tapete”.
Pero ¿cuál será ese momento que promete? ¿Cuándo el juez esté condenado y las cosas no tengan posibilidades de volver atrás? ¿Cuándo esté en una instancia superior y él pueda decir que actuó por presión? ¿Cuándo se va a jugar Kishimoto? Dice que tiene miedo, porque si los enfrenta se van a quedar con su cabeza. ¿Hasta cuando la pensará conservar, a cambio de la cabeza del juez?
Hooft: Pero ya lo sé que Adler es el que foguea. Y Adler afuera se hace el inocente, el que no tiene nada que ver.
Kishimoto: Sí, sí, el que tiene amistad con tu viejo. Es una vergüenza. Te puedo asegurar que es una vergüenza. Yo lo miro a la cara y le digo, y se lo digo a Larriera: “Ojo con este tipo porque no se puede confiar, porque así como te dice las cosas acá, afuera te dice otra cosa”…
Kishimoto: Son funcionales. Igual que Adler. Cuando yo fui a la Procuración: “Mire doctor…”, le decía a Auat, “…no puedo firmar esto porque es como que me lo trajo Adler, y me está presionando Adler, y yo no sé qué es lo que estoy firmando”. Me dice: “Para nosotros Adler es funcional y a nosotros nos sirve”. ¡Me quedé así! “Ah, quiere decir que entonces esto ya está todo cocinado”. (Se refiere a lo que le dijo al fiscal general Auat). “Mirá, para mí, Adler es funcional a nosotros”, dice. Es funcional a todo el mundo.
Una de terror
En los tiempos de la Santa Inquisición, el verdadero terror que inspiraba su autoridad -el Señor Inquisidor- provenía de la plena impunidad que él tenía para adjudicarle a cualquiera el peor de los pecados para el pensar de la cristiandad: el acuerdo con el diablo, que lo hacía ejecutor de la brujería como práctica que venía a sellar aquel acuerdo oscuro, y recaía en males para la humanidad y beneficios para sí mismo.
Y el Señor Inquisidor le adjudicaba la condición de aliado del diablo a quien él quería: a sus acreedores, a las mujeres que no aceptaran ser sus esclavas sexuales, a quienes le debieran dinero a él, o a quien simplemente le cayera mal.
Alguna vez creímos que la Inquisición había terminado, y allí supimos que la caza de brujas no es la definición de una época oscura de la historia sino casi una estrategia del poder, capaz de adjudicar los delitos que quiere a todos a los que puede. Y cuando lo que puede es mucho, no hay límites. Como tampoco los tuvo el macartismo.
Ahora bien, si en el siglo XXI, un abogado local puede enchufarle a un juez penal con años de trayectoria una causa por delitos de lesa humanidad simplemente porque asusta al fiscal y le hace tirar las orejas, ¿qué no podrían hacer con los demás mortales? ¿Será cuestión de tiempo entonces que cualquiera de los demás “aldeanos” seamos presas del inquisidor que nos cobre malhumores mañaneros, o que le hemos ocupado la cochera del edificio, y nos haga partícipes de cualquier crimen con un par de llamadas telefónicas? ¿Será así que funcionan las garantías de legalidad en la sociedad contemporánea, al menos en esta ciudad?
Es decir, si han podido con él, si han podido con un juez con años trabajo, conocimiento de los procedimientos legales y de los bordes del sistema, en condiciones económicas de sostener un buen abogado y de presentar todos los requerimientos del caso, entonces ¿qué? Si el juez Hooft puede ser víctima de una causa armada, entonces qué queda para los simples mortales, condenados per se a poblar las cárceles argentinas acusados de alquimia, de traficar antigüedades vikingas o de cuatrerear llamas sagradas. ¿Cuál será la grabación clandestina que pondrá al descubierto las estrategias del poder siniestro que se adueña de las vidas de la otra gente, como una vez se adueñó de la memoria de treinta mujeres en situación de prostitución, de las que nadie habla nunca, por ninguna razón? ¿Quién?