Mientras el Islam le gana terreno a los credos tradicionales europeos, Putin redobla su apuesta contra occidente amenazando extender su ordalía de destrucción y sangre en pos del imposible sueño de la restitución del zarato ruso.
En su libro «Continente Salvaje», el autor Keith Lowe describe la situación de Europa luego del fin formal de la Segunda Guerra Mundial: «Casi todo lo referente a la Segunda Guerra Mundial ha sido estudiado y difundido. Sin embargo, muy poco es lo que se conoce de los cinco años posteriores a la guerra en los que murieron también millones de europeos y decenas de millones sufrieron los horrores de la posguerra. Basado en documentos originales, entrevistas y estudios académicos en ocho lenguas diferentes, Continente salvaje cambia radicalmente la visión que hasta hoy se tenía de la Segunda Guerra Mundial y ayuda a entender la Europa de nuestros días, heredera de aquellos conflictos».
Dichos conflictos quedaron expuestos cuando estalló en Ucrania la llamada «Revolución del Maidan» con la posterior retaliación rusa: la ocupación de Crimea en 2014. La frustrada invasión rusa a Ucrania, la «operación especial» que supuestamente duraría sólo 96 horas y que ya lleva dos largos y penosos años consumiendo vidas, propiedades y miles de millones en recursos volcados al esfuerzo bélico, es uno de los puntos de conflicto que quedan expuestos en un continente que supo lograr los estándares más altos en los 70 años de esplendor que le dio la paz.
Al momento de escribir estas líneas, el resultado en Francia aún es incierto, aunque ya se da por cierto que el partido de la pro rusa Marie Le Pen buscará un acuerdo con el autócrata ruso Putin o, cuando menos, frustrará la ayuda francesa a Ucrania. A esto se suman los cambios políticos en Inglaterra y el incómodo rol de Víctor Orban, actuando por fuera de los acuerdos de la Unión Europea y hablando de forzar un acuerdo de paz que de fin a la sangrienta invasión de Ucrania.
El escenario es muy complejo porque justamente los países rusificados bajo los zares y el comunismo —en particular, los bálticos y Polonia— velan armas esperando una confrontación que sus estrategas ya evalúan como inevitable. Y, en ese contexto, no es un buen augurio ni para Ucrania ni para Europa en genral que Donald Trump vuelva a presidir los Estados Unidos.
A tal grado es grave el escenario en ciernes, que Vladimir Putin, el cruel líder del zarato ruso, se atreve a lanzar un ukase de detención contra la premier estonia, Kaja Kalla, y funcionarios de su gobierno y Polonia por el «grave delito de insultar la memoria rusa», es decir, la versión putinista de la historia.
A como sea, los tambores de la guerra suenan impiadosamente y el mal putinista no es el único problema que aqueja al viejo continente: la relación con la población musulmana en toda Europa es ya un drama cotidiano. En Inglaterra —incluida Londres— se suman alcaldes islamitas y se ven escenas que, cuando menos, inquietan a la sociedad británica.
En toda la región del Benelux, el crecimiento de la población islamita es frecuente motivo de tensiones y conflictos. Los datos más recientes nos dicen que el islam en Bélgica es la segunda religión más practicada, después del catolicismo. El gobierno de Bélgica no publica ni recoge estadísticas acerca de las creencias religiosas de la población, por lo que no existen cifras oficiales a este respecto. Se estima que el porcentaje de musulmanes en Bélgica en 2014 oscilaba entre el 4% y el 6,5%. Un estudio demográfico de 2016 apunta a que el porcentaje de musulmanes ha aumentado al 7% de la población o 780.000 personas. La percepción pública es muy diferente y se habla de la teoría de reemplazo por la cual, en 2050, varias naciones europeas tendrían población mayoritariamente islamita.
La catástrofe está a la vista.