Las reglas morales han sido escritas en piedra antes que la memoria fuera contenida en códices organizados. El código de Hammurabi, escrito mil ochocientos años antes de Cristo, reunía ya parámetros que involucraban la vida intima y publica de las personas. La violación era castigada con la castración y el pago de una indemnización a la familia de la víctima. No a la víctima, a su familia.
Es innegable el rol que el sexo y el poder han jugado y juegan en la construcción de cualquier sociedad. No son pocas las carreras políticas que han tocado su fin cuando el sexo ha ocurrido en términos que la sociedad de ese momento consideraba moral o políticamente incorrectos, o cuando las pasiones y la compulsión de someter han derivado en conductas de violencia como expresión de poder. No obstante, la reacción social no siempre ha acompañado la explicitación de estas situaciones.
En 1998, en Estados Unidos, los demócratas tenían un pre-candidato soñado: Gary Hart, quien arrastraba una fuerte fama de mujeriego. El propio Hart, quien en esa época se desempeñaba como senador por el estado de Colorado, desafiaba a los medios y decía: “pongan a alguien a seguirme, no me importa, se aburrián”. Días después, el Miami Herald lo fotografió en brazos de Donna Rice, una modelo exitosa de dicho tiempo, y su carrera, y sueños presidenciales colapsaron.
Pero no siempre lo correcto parece ser lo que la sociedad exige. En distintos tiempos los valores, que en sí son los mismos, parecen flexibilizarse. Un caso ha sido el del actual presidente de EE.UU., Donald Trump, quien sortea las acusaciones en su contra en el seno de la sociedad que lo votó aun con elementos fuertes de prueba al respecto de sus acciones moralmente cuestionables y posiblemente delictivas.
En Argentina no era un secreto que Federico Luppi trataba salvajemente a Haydee Padilla, la exitosa actriz reconocida por su personaje de “la chona”. Padilla, en 2013, al conocerse una violenta reacción de Luppi para con una periodista, aceptó hablar de sus experiencias con el actor. El impacto mediático de su relato no duró prácticamente nada. Hay un párrafo que, a ojos de esta situación social de hoy en Argentina —intensificada de manera exponencial por la denuncia que pesa sobre Juan Dhartes—, hiela la sangre. En el programa de televisión de Ernestina Pais, Padilla dice: “yo amo a Soledad Silveira, Selva Alemán, y Virginia Lago. Ellas fueron testigos cuando llegaba al teatro rara, tarde, tapada… y me apoyaron en todo momento. A veces uno puede defenderse por miedo. Había otro Federico Luppi para el mundo. Yo era la loca, ¿cómo un tipo tan bueno y culto iba a hacer eso?”.
A diferencia de lo sucedido con el caso de Dhartes —quien se declaró muerto en vida, y que cuanto más habla, más se lo condena—, para Haydee Padilla no hubo colectivo de actrices. Las que la rodearon y cobijaron, entendieron que la debían aupar pero en silencio, discretamente y lejos de la mirada de la sociedad. Un largo camino hasta este hoy que está cambiando paradigmas; quizá, para muchos, violentamente, aunque no tanto como ha sido la violencia y el pesar que generaciones milenarias de mujeres han sufrido y soportado por su sola condición de mujer.
Hoy hay un cambio. Quizá sea partero de muchos otros, que aun no podemos visualizar.