Los datos de la pandemia por Coronavirus están en discusión. Lo que parece un aserto hoy, es una duda mañana. Estas dudas se replican a nivel mundial, generando un debate sobre cuál es el éxito real de las medidas, cuyo índice es el nivel de fallecidos por la enfermedad. Números que se dan por cientos o miles, y que se temen por millones.
En Argentina, el presidente repite como un mantra que, entre la economía y la salud, elige la salud, a lo que algunos le responden que, sin economía, los problemas de salud no harán más que agravarse. Alberto Fernández señaló este fin de semana que, en una publicación que compara las conductas en distintos países, se mencionan claras diferencias en el comportamiento de los dirigentes femeninos comparados con los masculinos. Fernández se complace de ser, entre los hombres, una excepción. El presidente argentino actúa como si fuera mujer, e incurre actitudes extremas como el cierre de algunas actividades, convencido de que es en estas acciones en las que basa el éxito de la baja performance de contagio del COVID-19 en el país.
A caballo de este convencimiento, avanza con ideas que, cuando menos, son peligrosas. El control social que se busca con la app que pretende monitorear la circulación de los ciudadanos es un tema político central que es alentado por un corifeo de medios, en particular, la televisión metropolitana. Una idea de lo espantoso que son estas pretensiones de imponer un control social la da el mayor experto sueco en materia de epidemiologia, Johan Giesecke, quien en una entrevista para el portal Infobae señala por qué duda de la efectividad de la cuarentena en Argentina: “El problema de lo que ocurre allí es que no se puede sostener para siempre un cierre de esas características. La gente se levantará y se rebelará si se prolonga por tanto tiempo. Sí puede hacerse en China, por ejemplo, pero China no es exactamente una democracia”.
Existe una contradicción cultural inmensa en nuestro país entre republicanos demócratas y autócratas oligárquicos que están cómodos en un mundo de enorme pobreza asistida por los amos de la gleba. Ahí es donde el presidente da pistas de su pensamiento profundo. Un trascendido reciente pone en boca del presidente la frase “con el Papa creemos que viene un mundo más pobre pero más justo”.
Esta idea atraviesa todo el espectro cultural de lo que, en Argentina, se envuelve en los entorchados de lo que usualmente se conoce como “peronismo”. Otra afirmación interesante del presidente fue “nos dimos cuenta de que había 10 millones de argentinos que no recibían nada porque el Estado argentino no los registraba”.
Esos 10 millones son carpinteros, plomeros, taxistas, transportistas escolares, manicuristas, peluqueros. Emprendedores en general, a los que se les pasa por la cabeza estar con la palma hacia arriba esperando que les solucione la vida un gobierno. No son pobres, pero están perdiendo capital y poder adquisitivo. Y no parece que estén dispuestos a quedarse de brazos cruzados mansamente mientras los empobrecen para hacerlos dependientes de un Estado manejado por unos pocos y, por si fuera poco, someterlos a la vigilancia estricta de sus quehaceres diarios.