La muerte —nada sorprendente— de Diego Maradona puso en foco el brutal retroceso cultural que las políticas educativas y económicas en este país le han provocado a un sector de la población que está convencido de que todo es responsabilidad del Estado, y que el esfuerzo y el mérito, no son necesarios.
Ante el espanto de los miles agolpados en la Plaza de Mayo, y atravesando la capital hasta la avenida 9 de Julio, surgieron los dichos en las redes que hablan de un “país inviable”, la vergüenza mundial por los hechos ocurridos, y el consabido mantra de “no tenemos destino como país”.
Hay una serie de circunstancias que explican lo ocurrido. Primero, la tentación de tapar con un hecho conmocionante la tremenda realidad que atravesamos como país. Nada es sorpresa. Ni la muerte de Maradona —cuya vida fue una loca carrera hacia la muerte—, ni el uso de la Casa Rosada, ni el desborde que debió ser controlado por la policía de la ciudad, tal como era su deber.
Desde la muerte de Gardel en Medellín que el país no atravesaba un estado de estremecimiento popular como el vivido esta semana. Las exequias de Juan Domingo Perón, si bien fueron masivas, tuvieron otro sesgo. Como Gardel, Maradona atraviesa la Argentina de modo trasversal. Es la historia del héroe popular, no del dirigente político y su circunstancia.
La multitud que se presentó a las puertas de la Rosada estuvo, en buena medida, compuesta por miembros de una subcultura feroz que se amasó en estos años de democracia como un subproducto de la dinámica política que une al peronismo y a la Iglesia Católica. Son los hijos del pobrismo que denuncia Miguel Ángel Pichetto. Nos gobierna un presidente que, una y otra vez, insiste con que el mérito no es un valor y que, en coincidencia con Jorge Bergoglio, quieren una sociedad más pobre, la cual peroran como “más justa”.
No hay justicia en la pobreza, sólo miseria. La cita al velatorio en la casa de gobierno tenía un sólo propósito, y era el del beneficio político. La llegada de la vice presidenta de la nación, quien exigió que se cerraran las puertas para tener ella un tiempo íntimo ante el féretro y con la familia, desató el pandemónium. Comenzaron los forcejeos que provocaron literalmente la toma del palacio de gobierno, y que dejaron destrozos tremendos.
Afuera, la locura de los convocados por los jefes de las barras bravas llevó a que se enfrentaran, primero, entre ellos y, como reflejo, con la policía, que respondió con eficacia y profesionalismo. El saldo, es el de una sociedad en la que hay círculos de impunidad que deben ser corregidos en términos republicanos, y entendiendo que, esa, es sólo una fracción de la sociedad, y no “la Argentina”.