El caso del chofer de colectivo asesinado en La Matanza destacó nítidamente en la opinión pública por sobre una larga lista de situaciones de criminalidad que habitualmente los medios caracterizan como episodios de inseguridad.
Rápidamente, la vocinglería mediática metropolitana y sus replicantes en el resto del país demandaron urgente solución al presidente Mauricio Macri y la ministro Patricia Bullrich. Reclamo oportuno pero mal dirigido, toda vez que La Matanza pertenece a la provincia de Buenos Aires, tiene fuerza policial propia y es responsabilidad directa de la gobernadora Vidal y su ministro de Seguridad Cristian Ritondo.
Un relevamiento de lo publicado en los medios durante 2107 dejó en evidencia que en provincia de Buenos Aires hubo 143 muertos en situación de robo. De esas 143 víctimas, 94 murieron baleadas, y las áreas de mayor impacto son La Plata -hoy en una situación insoportable de violencia urbana-, San Martín, partido industrial por definición del Conurbano, y obvio es, La Matanza. La noticia ínfimamente alentadora es que, respecto de 2016, la cifra fatal descendió un 11%.
Según revelara el diputado provincial Ramiro Gutiérrez (FR), en 2014 se votó una ley provincial que debía imponer colocar cámaras de seguridad en todos los colectivos de la provincia; la fecha tope para que las unidades en todo el territorio porten cámaras de seguridad era el 31 de diciembre de 2015, y aún sigue siendo una utopía.
Luego de 24 horas de ocurrido el asesinato de Leandro Alcaraz, el ministro Ritondo se hizo presente en La Matanza. Su respuesta fue la inmediata puesta en marcha del programa que impone colocar cámaras de seguridad en los micros. Sin embargo, ya es una solución que atrasa y no alcanza: en Londres, que es colocada como modelo en videovigilancia, el 80% de los casos no se resuelve. Londres lleva invertidos más de 280 millones de euros en cámaras de vigilancia en las calles, sin que los resultados a la baja del crimen se correspondan con la inversión.
El tema clave parece pasar por forzar al sistema judicial a la protección de la vida y al fin de la impunidad de las que la arrebatan. No es cuestión de cámaras ni de colores de los patrulleros. Hace falta un cambio profundo de paradigma jurídico y su consecuente ejecución, y mientras ello no ocurra, seguiremos contando vidas sesgadas tempranamente en estadísticas frías que en nada reflejan el tamaño de las tragedias personales.