Es obvio que el Gobierno nacional ha comprendido que debe gobernar para los convencidos, su masa de votantes, que quieren una agenda diferente, en un país en el que los derechos sean equivalentes para todos bajo el amparo de la Constitución nacional.
Es una decisión fuerte, en la que Mauricio Macri apuesta a la sociedad real y no a la dibujada por los medios, que suele converger con una dirigencia a la que le gusta hacer del drama social la energía de la que se nutre para actuar. Ello quedó palmariamente expresado en el desalojo de Pepsico en San Vicente, cuando la ministro Patricia Bullrich copó el centro de la escena y avaló la acción de desalojo, exponiendo a los dirigentes de izquierda que fogoneaban un sinsentido y no una auténtica reconsideración de la situación laboral.
La presencia de Bullrich en la conferencia de prensa -que hizo pasar casi desapercibido al ministro provincial Cristian Ritondo- fue un mensaje ex profeso del Presidente, quien les habla a sus electores de modo claro y contundente: por encima de la ley, nada ni nadie, y se hará todo lo que haya que hacer al respecto. No es el primer mensaje que Macri envía en forma de acción directa: el anterior fue el desalojo del corte en la avenida 9 de Julio, luego del cual quedó perfectamente establecido el rol de dirigentes que responden a Cristina Fernández, y el embricamiento de estos con la siempre oscura organización Quebracho.
La acción del Gobierno está respaldada por cientos de encuestas que revelan, entre otras cosas, que el sentimiento del votante macrista se negativiza cuando las acciones que espera no se producen. Dar por finalizado el dominio de la calle a manos de organizaciones políticas de izquierda o kirchneristas es claramente un mandato cierto y explícito del votante de Cambiemos. En su recorrida de timbreo por barrios del Conurbano, Ritondo adhirió a la línea de Bullrich, y graficó: “esto es algo político; ellos juegan un rol y hacen de la violencia un modo de hacer política”.
Es la primera vez que el Gobierno toma la iniciativa integral ante el juego de presiones que, desde la caída de la convertibilidad, se ha transformado en una marca de acción política que mantiene cautivos a millones de argentinos viviendo en una mendicidad organizada y administrada por grupos que no han promovido jamás políticas para la inclusión y el crecimiento.
Lo que viene desarrollándose es una campaña virulenta, que pretende acorralar a los gobiernos en todos los órdenes tomando la calle, para afectar el voto en octubre: el premio máximo sería una nueva víctima. Hoy, cuando los nombres de Teresa Rodríguez, Kosteki, Santillán y Fuentealba ya no impactan como lo hicieron en el escenario mediático social, un muerto, otro nombre a llevar como emblema, es la pieza mayor de este juego perverso que ha marcado la agenda política argentina por veinte años.
Trazar la raya con severidad y profesionalismo es la conquista superlativa, una que deberá imponer el Gobierno, pero que más temprano que tarde, beneficiará a todo el conjunto.