Se ha vuelto común estos días leer que el mundo está cambiando, y que ya nada será igual. Que nace una nueva era, como si lo que ocurre fuera novedoso para la humanidad.
Lo nuevo es la conjunción tecnológico-científica que ha alcanzado hoy la especie humana, al contrario de lo concurrido en épocas pasadas. Las epidemias —o “las pestes”, como se ha dado en llamar a estas manifestaciones letales de la naturaleza—, son de larga y documentada data. El sitio FRANCE 24, en un elegante trabajo al respecto, señala: “En su libro ‘Historia de la Guerra del Peloponeso’, el historiador Tucídides, quien se contagió de la enfermedad, describió sus síntomas como fiebre, mucha sed y manchas en el cuerpo. También detalló cómo se produjo la llegada de la epidemia: su origen fue en Etiopía, pasó por Egipto y luego llegó a Europa, en particular, a Grecia”.
Según señala el artículo del medio galo, Tucídides es un modelo porque describió la manera en que una ciudad asediada por una epidemia perdía sus criterios y sus referencias. Había una profunda desorganización y una desbandada moral y religiosa. El virus se propagó rápidamente en el mundo de la antigüedad: un tercio de la población de Atenas habría muerto a raíz de la peste y, según algunos historiadores, la debilidad posterior a la epidemia habría marcado el inicio del declive de la ciudad-estado griega. Este relato en primera persona es revelador y necesario en un momento en que hay tanta especulación travestida de afirmación científica.
Las epidemias son un compañero de la historia de la humanidad y han funcionado como corrector del poder a través de la historia. Fue la peste lo que hizo caer al imperio Romano. La peste bubónica tuvo varios brotes: en el siglo VI golpeó en los territorios de la cuenca del Mar Mediterráneo, debilitando considerablemente al Imperio Romano. Siglos más tarde, en la Edad Media, resurgió de nuevo la enfermedad, matando a casi 200 millones de personas en todo el mundo. Sólo en Europa, mató a un tercio de su población. Las pulgas de las ratas que venían en barcos provenientes de China fueron las causantes de la muerte de 200 millones de personas en la Edad Media, entre 1.347 y 1.351. Los animales transmitieron la bacteria Yersinia Pestis a los humanos, provocando la inflamación de los ganglios en la ingle, las axilas y el cuello.
La conquista de América fue un ejemplo extremo de la llamada “patología del viajero”. Se estima que 90 millones de indo americanos murieron a consecuencia del contacto con los europeos de viruela, gripe, o sarampión, enfermedades para las que los nativos del continente no tenían defensas. Lo que ocurre no es nuevo y, tal como señala esta editorial, tiene historia. Sí es nuevo que la población mundial acepte reglas generales al unísono, independientemente de su sistema político o cultura.
Lejos de algunas lecturas y estadios apocalípticos, que 80 laboratorios en todo el mundo estén trabajando en desarrollar una vacuna o métodos de curación es un dato único y valioso en la historia de la humanidad. Tres grupos anuncian la vacuna para septiembre, a las puertas del otoño boreal, en una carrera de millones invertidos en ciencia y tecnología, algo que no tiene parangón en momento histórico alguno.