Se hizo un hábito hablar de la grieta. Incluso, al punto de creer que es otro invento argentino. Pero no, no hay originalidad ni novedad en tal cuestión: la guerra de secesión que partió en dos a los Estados Unidos; las diferencias políticas e ideológicas del régimen de Vichy en la Francia ocupada; las Coreas, del Norte y del Sur, por citar algunos precedentes, no parecen ser suficiente referencia a la hora de entender que las diferencias en una sociedad pueden ser extremas, y son presentes, pasadas y mundiales.
Días pasados, el periodista Hernán Brienza hizo apreciaciones apocalípticas de una supuesta guerra civil en ciernes en la Argentina. Le siguió el ex integrante de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, quien apuntó que “si siguen reprimiendo, no va a tardar en aparecer un muerto”. El sonsonete de la grieta se actualizó en toda su profundidad y dimensión. Toda sociedad tiene diferencias y contradicciones. En el caso argentino, las diferencias han estado perfectamente establecidas desde los tiempos de los tiempos entre peronistas y antiperonistas; no obstante, el periodo de Néstor Kirchner, seguido del de su viuda Cristina Elisabet Fernández, exacerbó las contradicciones y ahondó las diferencias. El nombre de tal proceso es apenas una forma simplista de abordar una realidad que no le es ajena a ningún colectivo en ninguna parte del mundo, aunque hay algunas sociedades que, al no etiquetarla, le quitan desmesura y sustancia, para poder vivir lo cotidiano con algún resquicio de naturalidad.
Con la Unión Europea debatiéndose entre seguir o disolverse y luego del Brexit, llega la temida elección de Francia, que tiene por estrella a Marine Le Pen, conocida por su antieuropeísmo fundamentalista. Entonces, allí, la grieta europea hace mecerse al mundo entre interrogantes acongojantes. La grieta que la caída del Muro de Berlín no pudo cerrar se expande con la irrupción de China, protector del régimen de Norcorea. Los últimos eventos han colocado al mundo en un lugar más peligroso de lo que ya de suyo es: como si de una competencia de longitud masculina se tratase, a “la bomba madre de todas las bombas” lanzada por los Estados Unidos en Afganistán, Rusia le contrapone “la bomba padre de todas las bombas”, y el régimen de Pyonyang exhibe material bélico que, asevera, puede trasportar cabezas nucleares.
A diferencia de las luchas interterritoriales de poder que dieron lugar a las llamadas guerras mundiales, hoy el poder nuclear y la disparidad de ideas comunes entre los líderes arroja sombras profundas sobre el presente y genera una ominosa situación en la población mundial. Nadie puede sensatamente afirmar que jamás habrá una guerra nuclear. Hasta ahora, luego de Hiroshima y Nagasaki, las naciones que buscaron poder nuclear lo han hecho para ser parte de un grupo que ejerce presión entre sí, creando un equilibrio de poder frágil e inestable, pero que ha funcionado por más de sesenta años.
Hoy, el interrogante está dado por la grieta que implica la existencia de poderes nucleares que expresan mundos paralelos irreconciliables. Kim Jong-Un, el líder norcoreano, es adorado como un dios; Donald Trump, a meses de ser elegido democráticamente, es un presidente negado por más del sesenta por ciento de su propia ciudadanía. Ambos emplean la misma retórica fanática, ultranacionalista, para sumar poder interno. Mundos paralelos irreconciliables, que de todos modos se tocan en un lugar peligroso que jamás deja de sangrar: la grieta.