Hubo un tiempo paradójico en el que todos éramos felices. Había un enemigo, existía una esperanza, todo estaba resuelto en negro sobre blanco. Los golpes militares dejaban las aguas bien separadas: quien estaba por el poder de facto era el enemigo, y quienes lo enfrentaban eran héroes, visibles o anónimos. Desde la música, Víctor Heredia, León Gieco, entre tantos otros; desde la lucha por los desaparecidos, Hebe de Bonafini, Estela de Carlotto.
Los hechos del 9 de diciembre próximo pasado dejaron a la vista que nada es tan simple como una consigna puede pretender que lo sea. Amigo/enemigo son categorías que día a día se van desvaneciendo en medio de situaciones cuyo abordaje deja al descubierto no ya inconsistencias, sino lisa y llana hipocresía. En un país que ya llevaba la cuenta amarga de 9 muertos, en la fiesta de la democracia organizada por la Presidencia de la Nación, León Gieco cantaba “Sólo le pido a Dios/ que la muerte no me sea indiferente”, ante el éxtasis de los allí congregados, en el palco y en la calle, que acompañaban la letra sin mayor reflexión ni escrúpulos.
A horas de dicho acontecimiento, Estela de Carlotto, consultada sobre las muertes a propósito de los saqueos, apuntó: “Ahora queda aclarar quiénes han sido los depredadores, los que han robado, y quiénes han sido las personas que han muerto, por qué y quiénes provocaron esas muertes”. La frase de Carlotto revela lo que subyace en una sociedad que a veces expresa la violencia de forma remilgada y sutil: se hace necesario investigar al muerto, idea que el colectivo que ella integra siempre rechazó abiertamente.
La indiferencia ante estos acontecimientos sociales es inmensa. Si algo cuestiona el concepto de “década ganada”, está presente en estos episodios. Grupos marginales, pobres, organizados o no, por contagio como la papera o la rubeola o no, tomaron las calles de Córdoba, Tucumán, Mar del Plata y otros puntos del interior del país, e hicieron casi todo lo que quisieron sin mayor obstáculo. Sin la presencia convencional del Estado (policía) ni ninguna otra alternativa en la emergencia.
Pero hay que decir que nada de esto es nuevo. Lo recientemente vivido es la consecuencia de un largo camino que se inició en 1997, cuando en medio de una protesta docente en Cutral- Có, la empleada doméstica Teresa Rodríguez, de 25 años, que acertaba a pasar por el lugar, recibió un disparó letal y murió. Su muerte, llevada en arcos de escenificación mediática y política, marcó la primera consigna, que más tarde devino en calificar la ocupación de la escena pública como “reclamo social”. Fue Eduardo Duhalde el primero en bajar la orden de no reprimir, no actuar y considerar todo corte o acción callejera legítima, por el estado de miseria y postergación en que caía buena parte de la población afectada por las políticas del gobierno nacional de Carlos Menem.
Así como hoy, el desquicio iniciado en Córdoba se potenció por una decisión del Gobierno nacional de no movilizar a las fuerzas de Gendarmería rápidamente, creyendo que el costo político lo pagaría solamente Juan Manuel De la Sota, por aquellos años, Duhalde buscó hacerle pagar a Menem el costo de las políticas con las que estaba enfrentado.
Nada es casual, ni nada es fruto sólo de la malevolencia de algunos. Meter presión a diario es creer que nada jamás va a ocurrir. Lo que está sucediendo es la consecuencia de la distancia entre lo que se dice y lo que se hace. El deterioro de la misma idea de orden, una virtud esencial para la construcción de la república en democracia, es lo que lleva a estas situaciones tremendas, que exponen claramente el fin de una época.