En la Argentina tenemos una suerte de afición social a considerarnos el epicentro de los escándalos más vergonzantes del planeta. IBM/Banco Nación, IBM/ANSeS, tráfico de armas, la narcocomplicidad, Jaime, Báez, Cristóbal López, y ahora el vicepresidente Amado Boudou, llamado a indagatoria, parecen dar la razón a este popular entender de que lo peor en materia de la calidad de la prestación pública tiene lugar sólo aquí.
Es una visión “ombliguista” y absurda, que no se sostiene a poco de conocer lo que ocurre en otros sitios. Un informe difundido esta semana revela que los europeos tienen la sensación de vivir en un ambiente de corrupción generalizada. Tres de cada cuatro suscriben esa apreciación, según un amplio estudio publicado por la Comisión Europea, basado en una encuesta ciudadana y en análisis propios. Esa opinión es prácticamente universal en Grecia (99%), Italia (97%) y España (95%), pero también alcanza niveles preocupantes en países con reputación de seriedad como Alemania, donde el 59% de la población cree que las corruptelas están muy extendidas.
El Ejecutivo comunitario ha elaborado este primer informe sobre la corrupción en la Unión Europea, un asunto delicado para los Estados miembros, a los que les cuesta aceptar el escrutinio externo. Bruselas no se ha atrevido a realizar su propia clasificación de países más o menos corruptos, pero sí analizó la situación de cada uno con casos concretos de debilidades y malas prácticas en la lucha contra este fenómeno. “La corrupción mina la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y los Estados de derecho”, advierte la comisaria de Interior Cecilia Malmström en la presentación de los resultados. Y anima a los gobernantes a atajar este problema, pues “los resultados muestran que no se está haciendo lo suficiente”.
Bruselas se ha decidido a hacer público este informe -con varios meses de retraso- con el convencimiento de que el nivel de corrupción reinante en los Estados miembros debe pararse. Para ilustrar sobre la magnitud del problema, el Ejecutivo comunitario cifra en 120.000 millones de euros el dinero que cuestan las corruptelas cada año en toda la UE. “Algunos indicadores muestran que la corrupción ha crecido con la crisis. Pero precisamente la crisis demuestra la necesidad de luchar contra ella, aunque sólo sea por razones económicas“, agrega Malmström.
Como se ve, no somos ninguna excepción, lo que no implica conformarse con la idea del mal menor o el mal extendido que lava las propias culpas. En el caso argentino, no hay cifras precisas (algo muy conveniente), pero un documento de 2005 brinda elementos para el análisis. Un informe ordenado por el Procurador General de la Nación, Esteban Righi, relevó las causas penales donde se estaban investigando delitos económicos privados o que afecten al Estado, por montos denunciados de más de cien mil dólares. De este informe se desprende que la mayoría de las causas, por un total de 7 mil millones de pesos, corresponden a delitos que afectan directamente a la administración pública o que habrían sido cometidos por funcionarios públicos. Esta cifra es equivalente al gasto a nivel nacional en Educación y Cultura y al doble de las erogaciones en Salud en el año 2006. De todas formas este estudio toma los casos que llegan a la justicia, por lo que, debido a las deficiencias en los procesos de control e investigación, esta estimación puede ser muy poco ajustada al verdadero costo. Las principales causas corresponden a evasión tributaria e impositiva (principalmente el no pago del impuesto a las ganancias y de aportes jubilatorios), denuncias por contrabando evadiendo al fisco, y malversación de fondos públicos a través de contrataciones irregulares de proveedores y vaciamiento de bancos o préstamos estatales a empresas privadas sin posibilidad de recupero.
Un informe del Centro de Investigación y Prevención sobre la Criminalidad Económica (CIPCE) ha calculado que desde 1980 hasta el 2006, la corrupción ha privado al Estado argentino de unos 10 mil millones de dólares, el equivalente, según el mismo informe, a lo que gastaría durante 10 años el Ministerio de Desarrollo Social con sus planes de asistencia a pobres. Un flagelo no propio ni único, pero que se debe enfrentar sin desgano ni descanso.