Los acontecimientos de Venezuela no son sólo sangre, dolor, y lágrimas de un pueblo saqueado y pisoteado por sus propios dirigentes; son una nueva ronda de juegos de poder entre las potencias mundiales por la preeminencia global, en la que el petróleo y la riqueza del subsuelo juegan un rol feroz.
Es cuando menos curioso que dos naciones de bajo tenor democrático e intervencionistas como China y Rusia aleguen en contra de la interferencia de terceros países en Venezuela, pidiendo que se respete “la democracia”. Las inversiones de ambas naciones en el país de la revolución bolivariana son inmensas y, en términos capitalistas, de híper riesgo. Dentro del programa conocido como “Nueva ruta de la seda”, el gobierno chino lleva invertidos en la patria de Hugo Chávez la friolera de de 62 mil millones de dólares. En una versión más modesta, las inversiones de Rusia no superan los 7 mil millones de dólares, pero la presencia de asesores y equipo bélico ruso en el país es muy notoria.
El discurso de Nicolás Maduro señalando que detrás de la rebelión que corporiza Juan Guaido está el interés de Estados Unidos por el petróleo de la cuenca del Orinoco no tiene sentido. Hoy —shale gas y shale oil mediante— la unión americana ya no depende de las importaciones de petróleo, y está en condiciones de ser exportador neto de combustibles rompiendo la ecuación que marcó su estrategia política por décadas.
En rigor, el régimen de Maduro es un gobierno criminal que hambrea, excluye y mata a sus ciudadanos sin compasión en nombre de un socialismo que sigue la saga criminal de los soviet, la imposición de la reforma agrícola china de Mao Zedong, o el esquema criminal de Pol Pot en Cambodia. En Argentina, el apoyo al régimen venezolano por parte de Hebe de Bonafini y otras figuras relevantes del kirchnerismo, y el silencio al respecto de sus abusos, revelan la carnadura de lo que está en juego.
La posición del presidente Mauricio Macri, intensa y contundente en sus términos, caracterizando al de Maduro como un régimen dictatorial, coloca a la Argentina en sus mejores términos: los de una nación que hoy ve nacer a la quinta generación en democracia y que, sin dar cátedra o presumir por lo alto, es faro de libertad y refugio para los que sufren la opresión criminal de estos gobiernos perversos.
La declaración del grupo de Lima fue marcada claramente por la impronta que el presidente argentino le impuso a un texto valiente y que dejó los eufemismos perversos de lado. La decisión de no reconocer al régimen de Nicolás Maduro por su origen fraudulento es un cambio esencial en el modo de enfocar esta situación, que parecía dominada por la hipocresía de asistir a este proceso fingiendo que su legitimidad estaba dada por el paso formal por las urnas.
Por el contrario, el actual paradigma ubica al país y al continente en el lado correcto de la democracia, que es buscar que los gobiernos surjan del voto popular en elecciones libres, transparentes, y ampliamente democráticas. Tal como señaló el canciller argentino Jorge Faurie: “Es una situación muy delicada, hay una interrupción del estado de derecho. No hay vigencia de la democracia, no hay libertad, no se respetan los derechos humanos, gran parte de las figuras de la oposición están presas o exiliadas”. Los más de cien mil venezolanos exiliados sólo en Argentina, dan fe de sus palabras.