Nada es definitivamente nuevo, ni siquiera la epidemia de ébola, que se presume podría salirse de control y adquirir el mote de pandemia. La humanidad ha visto ya la devastación provocada por enfermedades incontrolables. La plaga de Atenas, que provocó la muerte de entre 50.000 y 300.000 personas en plena Guerra del Peloponeso (430 A.C.) sigue siendo uno de los grandes enigmas médicos de la antigüedad. El llamado ‘síndrome de Tucídides’ – por ser este historiador el que relató sus terribles efectos– terminó abruptamente con Pericles y con su siglo, y hoy sabemos que pudo ser un brote de fiebre hemorrágica causada por un virus similar al ébola. Según Tucídides, el virus llegó de Etiopía y provocaba violentos dolores de cabeza y sufusiones de sangre en la garganta y en la lengua. “El cuerpo se ponía de color lívido, hacia rojo, y aparecían pústulas y úlceras (…) La inquietud se hacía intolerable y morían al séptimo o noveno día. Si sobrevivían este tiempo, aparecían extenuantes diarreas que terminaban con la vida del enfermo”. La descripción bien puede asociarse al ébola, aunque algunos estudios recientes de la Universidad de Atenas señalan como causa probable una epidemia de fiebre tifoidea provocada por una bacteria llamada ‘salmonella tiphy’.
Fuera de estos ejemplos históricos y remotos, el primer caso de ébola detectado por el hombre se dio en 1976 con dos focos simultáneos en Nzara (Sudán) Yambuku (República Democrática del Congo). Sin embargo, algunos años antes ya se había dado un caso de Marburg en Europa, que apareció simultáneamente en Alemania y Yugoslavia a raíz de unos monos de la especie ‘cercopithecus aethiops’, conocida como cercopiteco verde. El Marburg no es exactamente lo mismo que el ébola, pero ambos son filo virus que pertenecen a la misma subcategoría, que son los virus de fiebre hemorrágica.
Y aquí, en este concepto -infecciones que provocan fiebre hemorrágica-, Argentina pasa a jugar un rol central en la búsqueda de un método para enfrentar la epidemia de ébola. La Organización Mundial de la Salud está evaluando recurrir a una estrategia que se aplica desde mediados del siglo pasado en nuestro país para combatir otra fiebre hemorrágica: el mal de los rastrojos. Consiste en infundirles a los pacientes suero extraído de sobrevivientes que contenga los anticuerpos contra el virus. En este momento, la organización pidió formalmente el asesoramiento del Instituto Maiztegui para impulsar esta terapia. “La cooperación está en curso -afirmó al diario La Nación el doctor Jaime Lazovsky, viceministro de Salud-. David Wood, de la OMS, está haciendo videoconferencias con los especialistas del Instituto Nacional de Enfermedades Virales Humanas Dr. Julio I. Maiztegui sobre los detalles de la preparación del suero híper inmune y los procedimientos de concentración de anticuerpos. Esos concentrados se les administran a los enfermos recientes y permiten bloquear la acción del virus.” La novedad es relevante por cierto máxime cuando los casos por contacto ya se extienden a Europa y Estados Unidos.
En 1965 se estableció un centro en Pergamino para diagnosticar y asistir a los pacientes afectados por la fiebre hemorrágica argentina (mal de Chagas). En esos años se demostró la eficacia de inyectar plasma de convalecientes con anticuerpos contra el virus. Se registraban entonces alrededor de mil casos anuales. “En la actualidad, gracias a la vacuna [Candid I], que se fabrica en el país y se aplica a personas expuestas, hay sólo entre diez y treinta -explica Lazovsky-. Esa inmunización es la única en el mundo contra fiebres hemorrágicas endémicas locales”. La vacuna se utiliza para prevenir la enfermedad, pero los enfermos diagnosticados pueden recibir el suero hiperinmune que se prepara en el Instituto Maiztegui. “Es una metodología muy sencilla que se descubrió hace muchos años”, subraya el funcionario.
Esa tecnología sencilla, hoy requerida por la Organización Mundial de la Salud, es la esperanza más cercana y más efectiva para salvar miles de vidas en una emergencia sanitaria global. Y es argentina.